"San Benito advierte al monje contra la superficialidad, la vanagloria, la falsa sabiduría" Los monjes y las tesis
(P. Francisco R. de Pascual, O.C.S.O.).- En los siglos XVI y XVII las universidades de Alcalá y Salamanca contaban con un buen número de monjes cistercienses catedráticos en Filosofía, Teología, Derecho y Ciencias. Lo mismo sucedía en otras universidades europeas.
Poco después el Capítulo General de la Orden decidió que los monjes no optaran a los doctorados, no por deseos de limitar su interés y capacidad cultural, sino porque las tesis doctorales y los doctorados exigían mucho tiempo, dedicación y entrega; además, el campo de enseñanza e investigación de los monjes debía limitarse a sus propios monasterios, en los que había mucho que enseñar a otros y mucho que trabajar.
Efectivamente, los monjes podían volver a sus monasterios, porque había muchos otros que podían desempeñar las tareas de enseñanza en las universidades. Los monjes, una vez acabados sus estudios universitarios o monasteriales, tenían luego toda la vida por delante, en un ambiente privilegiado, para leer, estudiar e investigar. En parte porque disfrutaban y cultivaban buenas bibliotecas, y, por otra parte, porque se dedicaban a sus tareas intelectuales por vocación y por ascesis, libres de toda presión académica y competitiva.
En mis tiempos de estudiante conocí los estudios de Filosofía (con su reválida, o examen de "universa philosophia" al final); y lo mismo con sus años de Teología. Luego, algunos éramos invitados a ir a universidades o a realizar estudios superiores, no por propia iniciativa, sino tras un discernimiento comunitario, y siempre para beneficio de la comunidad.

Mi generación es heredera del sistema educativo reflejado en el tratado de Hugo de San Víctor llamado "Didascalicón: de sutudio legendi" (vigente en Europa hasta bien entrado el siglo XX). Ha sido publicado hace unos años por la BAC, y lleva por subtítulo: "El afán por el estudio". En su día, en la Revista monástica "Cistercium" publiqué un estudio comparativo entre este tratado medieval y el libro de Mario Vargas Llosa "La civilización del espectáculo", publicado por Alfaguara. Un monje del siglo XII y un premio Nobel del siglo XXI.
Recomendaría estos dos libros para todos los doctorandos. Y se los recomendaría a quienes almacenan másteres por utilidades que no son las puramente científicas y académicas ("lo demás se dará por añadidura"). A los primeros para que se orienten por el camino del saber. A los segundos para que hagan examen de conciencia (con propósito de la enmienda).
Ítem más, si los segundos llegan alguna vez a la política, para que todos sus esfuerzos vayan dirigidos a que las universidades sean centros y espacios de conocimiento universal y rigor académico; para que las universidades reciban los estímulos y las ayudas imprescindibles con generosidad y amplitud por encima de otros intereses más secundarios (pero a veces más lucrativos y propagandísticos); para que los universitarios reciban la justa compensación social y reconocimiento a sus esfuerzos y no se vean obligados a padecer desamparo.
Volviendo al tema de lo que suponen las tesis. A los monasterios vienen a veces personas (hoy de ambos sexos) que buscan un ambiente sosegado para preparar sus tesis u oposiciones. En los monasterios reconocemos que estas personas tienen un "carácter especial". La gran mayoría de ellos, si consiguen ser admitidos, suelen dar testimonio de seriedad e interés por su investigación, siguen un horario metódico y ordenado, son constantes y tenaces, cuidan los detalles, buscan con afán los datos necesarios, recurren a las bibliotecas de los monjes y disfrutan de las facilidades que a nivel informático muchos monasterios pueden ofrecerles.

Los monjes, por nuestra parte, acogemos su esfuerzo y testimonio con admiración, y, si el intercambio y diálogo, es posible, nos enriquecemos con la contemplación de campos científicos que normalmente no cultivamos. La sorpresa es mutua: nosotros observamos en ellos las cualidades citadas, nos abrimos al mundo universitario y sabemos "lo que pasa fuera"; ellos, por su parte, se sorprenden de nuestro sistema de lectura, estudio y contemplación; contemplan con admiración la riqueza de nuestras bibliotecas, la "sabiduría humilde" de los monjes y su "afán por saber" para mejor vivir su vocación.
Este intercambio y diálogo (y en el "ambiente monástico" suele resultar siempre sincero) es generalmente muy enriquecedor. Amplía y ensancha los espacios de comunicación y, en algunos casos, como es el mío, da pie a encontrar colaboradores para nuestra revista de historia, arte y espiritualidad monásticas llamada "Cistercium", de la que soy Director. Por esto, y otras razones, creo que este diálogo entre universidad y monasterios debe propiciarse y aumentar en el futuro. Por otra parte, el depósito de distintas "sabidurías universales" ha tenido siempre buena acogida en los monasterios y en sus bibliotecas y el espacio intelectual de la universidad puede volver los ojos a algunos monasterios con confianza.
También en los monasterios, y entre los monjes que han cultivado la vida intelectual, ha habido sus cosas, polémicas por tener los mejores libros, por conocer las mejores técnicas de transcripción, edición, etc. Y también plagios (algo que era reconocido y castigado durísimamente). Pero, lo más importante, era, y es, que el afán por saber y escribir no sirve para nada si no va unido al afán por ser sabio, ser honesto y ser consecuente con lo que se ha aprendido. La clásica secuencia monástica -lectio, oratio, contemplatio- es la que va propiciando al monje el itinerario de la auténtica sabiduría y la que le hace humilde a la hora de enseñar o transmitir a otros el fruto de su búsqueda intelectual.

En el siglo XVIII hubo dos abades, uno benedictino, Dom Mabillon, y otro cisterciense, Jean de Rancé, que se enzarzaron en una disputa sobre "Los estudios monásticos" (publicado hace unos años por Ediciones Monte Casino). Sigue siendo un manual altamente recomendable. Lógicamente puede ser considerado como "un libro para monjes". Yo creo que no es así; sirve para todos y es muy rico en enseñanzas. La Regla de san Benito, que siguen todos los monjes benedictinos y cistercienses, propone al monje un durísimo y exigente programa de lectura, y un método implacable para que se lleve a cabo con éxito.
Pero el éxito no lo sitúa nunca con carácter inmediato, ni ajeno a la finalidad del monje en el monasterio -su "conversión", su "unificación interior", su deseo de "visión-. También el monje está sometido a la ley del "primum manducare deinde philosophare" - "primero comer, luego filosofar"-; pero san Benito identifica a la lectura con un "rumiar" sereno y reposado en el silencio, la serenidad de las pasiones y el equilibrio de la jornada monástica.
Si la Regla de san Benito (siglo VI) está en la base del parlamentarismo europeo y de la democracia occidental, su sistema educativo está en la base del "humanismo cristiano" que ha sostenido el quehacer intelectual de muchos hombres y mujeres hasta el siglo XXI.
Aún hoy muchos creemos en esto y nos parece un instrumento útil. Cierto que la historia evoluciona, y hay que aceptarlo, porque es bueno que aparezcan nuevos instrumentos. Pero san Benito advierte al monje contra la superficialidad, la vanagloria, la instrumentalización de la falsa sabiduría, la soberbia de los ignorantes, la manipulación del saber. Y de eso sí se debe tomar nota, máxime aquellos que tienen la responsabilidad de velar por una enseñanza universal para todos y una universidad en la que el rigor y el amor a la sabiduría sean las notas dominantes.
