Juan Pablo II, un atleta con la cruz a cuestas



Mañana será el día de los cuatro papas: dos en la tierra y dos en el cielo. Se ha confirmado que Ratzinger concelebrará con el papa Francisco, de quien ha partido la idea de la doble canonización. Ya he comentado varias veces lo que a mi entender pretende el papa con esta medida: reconciliar dos Iglesias que conviven divididas en nuestro mundo y que parecen tan distintas en sus propósitos como en sus formas de actuar. Algunos de mis lectores escriben indignados contra la canonización de Juan Pablo II. Siempre les digo que no se canoniza una forma de gobierno ni unas ideas teológicas, sino una vida y nadie puede dudar que la de Karol Wojtyla fue de entrega. Le seguí paso a paso todo su pontificado hasta el momento de su muerte y escribí una biografía, Juan Pablo II, hombre y papa (ed. Espasa), de más de 600 páginas sobre su vida. Así que conozco bien tanto sus virtudes como sus posibles defectos al frente de la Iglesia. Pero nadie puede negar que su vida personal estuvo entregada a Dios, los hombres y la Iglesia.

Reproduzco aquí el artículo que sale publicado hoy el diario El mundo:


UN ATLETA CON LA CRUZ A CUESTAS

Cada santo, como cada hombre, es un mundo. Sus raíces, su carácter, sus experiencias marcan un perfil humano, sobre el que actúa la gracia de Dios, y pide una respuesta, que, si es heroica, coincide con lo que llamamos “santidad”. Así surgen modelos, sencillos como el de Asís, místicos como Juan de la Cruz, o pragmáticos como Ignacio de Loyola. Si su compañero de altar, Juan XXIII, sublimó su pícnica bondad, Juan Pablo II lo hizo con un cuerpo atlético y fuerte que ocultaba una tragedia existencial que venía a coincidir con la del siglo XX.



No olvidaré su efigie retorcida por el dolor, cuando se asomó por última vez, a la ventana hasta convertir la propia muerte en espectáculo mediático, como había sido todo su pontificado. Un rostro que era el mapa de una vida.
Sobre un soporte humano de cualidades excelsas, el avispado y guapo Lolek, fue en su infancia y juventud literalmente perseguido por la muerte: la sucesiva de su madre, padre, hermano, y amigos fusilados o recluidos en campos de concentración. Formado en la ética del deber por su progenitor, vivirá siempre en lucha. Y cuando un hombre ha luchado toda una vida centrada en la cruz, difícilmente puede hacer ya otra cosa. Llega a vincular su nombramiento de obispo e incluso de Papa a tragedias vicarias de dos amigos suyos, y convertirse como pontífice en paladín de la Verdad –una verdad a medio camino entre santo Tomás y Max Scheller-, con la seguridad del que pisa fuerte con cuerpo de deportista, y del que grita sin miedo con la audacia de san Estanislao, el obispo mártir polaco.
Acerca del mundo interior que refleja su físico, recuerdo una anécdota del día de su elección. Acostumbrado a la lejanía que mantenían hasta entonces los papas, sólo enrosqué en mi cámara el teleobjetivo. En la audiencia, tras los discursos de rigor, Juan Pablo II rompió los protocolos y estrechó las manos de los informadores. Total, que para tomar mi primera instantánea del Papa, tuve que alejarme de él. De aquella foto escribí que “el rostro de Karol Wojtyla lleva dibujado como en un mapa casi toda la historia contemporánea de Occidente. Diría que sintetiza bien una confluencia de ternura y dureza, de soledad y compañía, de sufrimiento y esperanza.

En sus ojos eslavos asoma el crío aquel de Wadowice que, todavía niño, recibe en la escuela la noticia de muerte de su madre y acaba por fijar por siempre su mirada en María. El muchacho que no pudo estar junto al lecho de muerte de su padre y su hermano. El joven sacerdote que vuelca su afectividad al servicio de la gente. El poeta solitario, amigo de los grandes horizontes”.
Añadí que en su frente “resbalan secuencias del horror nazi, las matanzas del ghetto de Varsovia, los largos días de duro trabajo en las minas o lo meses oscuros oculto en los sótanos del palacio arzobispal de Cracovia. Su frente podría ser a la vez la tierra acosada de Polonia y la página en blanco donde Karol dibujó su dialéctica entre Dios y el hombre. Su boca y mandíbula reflejan la firmeza de un hombre seguro de sí, curtido bajo un gobierno dictatorial. Y todo el rostro es próximo y lejano, fuerte y amable, el de un montañés que nunca abandonó su pueblo y el de un inflexible idealista”. Aquellas notas, tomadas a pie de Cónclave, y en base a la primera instantánea de mi cámara se confirmaron con el tiempo.
Luego prolongará su cruzada contra los que considera males actuales y para otros conquistas de la modernidad: el laicismo, el comunismo, el capitalismo salvaje, la secularización, la guerra, el aborto y en general el permisivismo contemporáneo, puesto que su modelo, su ideal de civilización, seguía siendo la cristiandad teocrática.
No es sitio este para analizar los más controvertidos temas de su pontificado, que algunos se atreven a remover ahora para cuestionar la conveniencia de su canonización. Subir a un ser humano a los altares no es canonizar sus ideas políticas, ni siquiera filosóficas o teológicas. Las de Karol Wojtyla eran conservadoras, teñidas de un baño muy mediático de modernidad. Ni se le propone como modelo por sus multitudinarias cifras como viajero, autor, comunicador o pontífice.


Canonizarlo es destacar que vivió en unión con Dios y servicio a los hombres, o lo que el santo de Fontiveros definía con una sola frase: “Al atardecer de la vida te examinarán del amor”. Y consta sin duda que él lo derrochó desde su juventud con una entrega sin límite.

Por ejemplo, su médico, el doctor Proietti, acaba de revelar: “Cuando unos días antes de su muerte se asomó a la ventana del décimo piso del Gemelli para impartir la bendición, después de que le practicáramos una traqueotomía, debió de soportar un dolor y un sufrimiento enormes. Pero quería seguir comunicándose, aun a costa de arriesgar su salud”. Quizás su mejor retrato cristalice en los versos del poeta polaco Cyprian Norwid: “No detrás de sí mismo con la cruz del Salvador, sino detrás del Salvador con la propia cruz”. Seguía siendo aquel niño huérfano, que arrodillado en Wadowice ante la Virgen de su pueblo, musitaba: “Totus tuus”, un lema que colmó hasta el último instante.

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