Sabor a domingo



Tienen un olor especial los domingos, a mañana de sol recién estrenada, a romero, colonia fresca y vestido nuevo. Todas las calles confluyen en la plaza del pueblo, donde las campanas convocan a la misa mayor, que parece ungir de intimidad el día de descanso.

Luego vendrá el café con churros en el bar de la esquina y los paseos en bici o correr detrás de la pelota mientras las marías cuchichean y los ancianos contemplan desde el banco el dolce far niente. Pero el domingo arranca allí, en la vieja iglesia que huele a incienso, a cera derretida y suena a desafinados cantos de beatas y chirriar del destartalado armonium. Algunos hombres preferirán quizás quedarse fuera a departir de la siega y el fútbol mientras sale “la parienta”. Hasta que Dios se llevó aquel amigo y ese día sí que entraron al funeral y se preguntaron si no habría un más allá.

No saben por qué, pero cuando salen de misa en las mañanas de domingo se sienten más ligeros y alegres, distintos, como si el mundo hubiera recuperado su centro, y ellos su sitio en la semana y en la vida. Como si sus almas se hubieran también vestido de estreno.
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