El coche de caballos


Tiene el coche de caballos algo de intemporal y risueño, de tranquilo trotar al sol por calles sin contaminación y ruido. Nadie tiene prisa: ni el cochero, ni el caballo, ni el cliente, que esta vez, si paga, es para pasear y contemplar los rincones ciudadanos como desde un balcón ambulante, y mirar el mundo fuera del tiempo y del frenesí de esta era apresurada y nerviosa. Cantan las pezuñas herradas sobre el viejo adoquín su copla de quietud y parsimonia al son de los “arres” que le entona el auriga desde el pescante, mientras el viajero se siente mecido por el vaivén de la calesa que le conduce quién sabe dónde.
Porque lo importante no es llegar, sino saborear el camino. Ni inquietarnos por lo que nos espera al final, sino sabernos mecidos aquí y ahora por un tiempo que ya es ventanuco de la eternidad.
¡Enséñame, cochero, el arte de cabalgar con gozo y sin miedo por las sorprendentes calles de mi vida!
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