La Resurrección, al final

El llamado Triduo Pascual es el momento más importante del año litúrgico para un cristiano, y especialmente la Vigilia Pascual o la Resurrección como el epicentro de toda la historia de Amor de nuestro Dios. Sin embargo, nuestras celebraciones están escoradas hacia el Viernes Santo, la Cruz. Y el Jueves Santo, no siempre tuvo la importancia litúrgica que ahora le damos.

Las celebraciones populares de la Semana Santa, cada vez más folclóricas y turísticas, no les podemos negar un sentimiento religioso en muchas de ellas y en sus cofrades participantes. De hecho, cada vez son más las voces que piden que no sean una manifestación de un Estado confesional encubierto. Pero yo voy al meollo de lo que se manifiesta públicamente en ellas: dolor, agonía, tragedia, muerte. Están centradas en la parte oscura de la Semana Santa, en la Pasión de Jesús, cuando en nuestra celebración cristiana revivimos la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

Las celebraciones se llaman “penitenciales”, y en el Domingo de Resurrección apenas tienen arraigo las procesiones. Tampoco se destaca la fuerza del mensaje del Jueves Santo como la manifestación de lo que realmente Dios nos ha venido diciendo desde el Génesis: la vida, la vida humana, es una historia de Amor, y todo debe reinterpretarse desde el mandamiento principal: todo. Jueves Santo, día del Amor fraterno.

En la eucaristía del Jueves Santo, la Iglesia revive la última cena de despedida de Jesús y celebra la caridad fraterna por medio de dos gestos: uno, testimonial (el lavatorio); el otro, sacramental (la eucaristía). El lavatorio de los pies, significa un servicio que exige y requiere humildad. Hasta el siglo VII, el Jueves Santo fue día de reconciliación de pecadores públicos, la revolución cristiana de la reconciliación pendiente, que pasa entre nosotros de puntillas por encima del Jueves Santo. Es la gran fiesta de la Pascua en la que el Hijo de Dios hecho hombre anuncia solemnemente que no vino para ser servido, sino para servir. Y que el poder hay que sustituirlo por la autoridad basada en el ejemplo, la humildad, el perdón y el servicio. Es la Buena Noticia que la parte oscura del ser humano se encargó y se sigue afanando por rechazar colgándola de un madero como si fuera el Mal en lugar del Bien Supremo y razón de nuestra existencia.

El Viernes Santo ahonda en el misterio de la cruz y el Crucificado como sinónimo de ejemplo máximo de amor ante el acto de desamor más grande de la Historia. Pero su muerte se transforma en victoria sobre el pecado y la muerte. Es un día de dolor, entre el día del Amor y la consecuencia de seguir los pasos de ese Amor: la victoria de la Resurrección a la vida plena sobre el sufrimiento y la muerte.

Por eso, la Vigilia Pascual es la celebración más importante del año, la culminación de la Semana Santa y el eje de toda la vida cristiana, hasta el punto de haber sido denominada “madre de todas las vigilias”. San Pablo hace una espléndida teología de este momento tan especial: en la Resurrección encontramos la clave de la esperanza cristiana: si Jesús está vivo y está junto a nosotros, ¿qué podemos temer?, ¿quién nos puede desalentar?

La historia de Amor que condensa la Semana Santa se representa con la luz del cirio pascual y comienza en el Génesis (creación), conlleva el Éxodo y la liberación de Egipto, el anuncio de los Profetas de que habrá una nueva liberación (desde el Amor) y la Buena Noticia que acaba proclamando la Resurrección. Nada de quitar hierro a la dureza de la existencia sino de vivir en la esperanza desde la fe en Cristo gracias a la fuerza del Amor Dios que nos viene del Espíritu y nos transforma si le dejamos en un “nuevo nacimiento”.

Como escribe el jesuita José Ignacio García Jiménez, es cierto que por una parte, la Semana Santa es el tiempo del fracaso. De todos los fracasados que en la historia ha habido: de las víctimas, de los que no lo consiguieron, de los que no pudieron, de los rechazados, de los excluidos, de los que no cuentan. En la Semana Santa sacamos en procesión al gran fracaso de este mundo: la luz vino y no la reconocieron. Que el fracaso es posible, que es algo real, que nos puede pasar. Pero en Semana Santa se nos olvida profundizar y celebrar que Jesús, el fracasado, nos enseña a revertir la dinámica del fracaso. A limitar su capacidad destructiva. Porque con Jesús aprendemos a dejarnos ayudar, precisamente cuando mayor es la debilidad. Nada de falsos orgullos cuando estamos caídos, que es cuando necesitamos una mano que nos ayude a ponernos en píe, que nos devuelva la confianza para seguir caminando. Aceptar no es resignarse y con Jesús aprendemos a que el fracaso no nos rompa por dentro, porque hay una promesa de amor más fuerte que nos fortalece si nos fiamos y vivimos conforme a esa fe. La esperanza no es una frasecita, es un abrazo fuerte que nos sostiene en medio de las dificultades con el que podemos superarlas.

Nuestras cruces particulares serán cristianas cuando las vivimos desde la experiencia de que Dios nos salva y nos transforma día a día en la mejor posibilidad de cada uno, si nos dejamos, desde la fe en la Pascua de Resurrección.
Volver arriba