Ante el derecho legal a abortar

Vaya por delante que no entiendo a quienes montan cruzadas contra el aborto y defienden la pena de muerte. Tampoco entiendo a quienes critican la legalización del aborto mientras se desentienden de criticar la tragedia que supone los miles de bebés que mueren recién nacidos por inanición o por enfermedades que aquí ni recordamos.

Dicho lo anterior, solo escucho la encendida defensa del derecho de las mujeres a abortar en el marco legal establecido, sin mayores precisiones; por ejemplo, la colisión de derechos que existe entre abortar y el derecho a vivir del nasciturus, que los romanos ya contemplaban en el derecho hereditario. O cuando la decisión de abortar de la madre es contraria al deseo del padre. O surgen discrepancias en torno a las convicciones éticas y morales en la pareja. Estas realidades y derechos no parecen existir; solo gira todo en torno a la mujer cuando desea abortar. 

La libertad tiene su límite en “el otro”. No pretendo minimizar las consecuencias que se derivan de la interrupción voluntaria del embarazo. Siempre son duras, y pueden dejar secuelas en la mujer que decide abortar. Solo quiero llamar la atención de que ella no es el único sujeto en torno a esta importante decisión. Que sus derechos en este peliagudo tema, como en el resto de los derechos, llegan hasta donde colisionan con los derechos de otras personas.

En su día me hice eco del aumento alarmantemente en el número de embarazos no deseados y de abortos, especialmente entre las menores de edad, sin que exista una línea divisoria clara como antaño entre las personas de derecha y de izquierda, ricas y pobres, agnósticas e incluso creyentes, a favor y en contra del aborto. Es cierto que también falta un criterio común legal entre países; sobre todo pensando en las consecuencias colaterales cuando se aborta sin las mejores condiciones sanitarias posibles, cuyos riesgos y consecuencias afectan al derecho a la vida -desde otro ángulo- y a la salud.

No se me escapa, en fin, que el problema es social además de ideológico, religioso, educativo y político. Sobran las culpas y faltan varias cosas, como una mejor educación sexual para evitar el embarazo no querido; y faltan creencias éticas para asumir todo el valor de una vida humana.

No menos importante en este tema es el hecho de haber quedado relegada la defensa de la vida. ¿Dónde están los confines del ser humano? Tal vez la ciencia tenga la respuesta sobre el momento exacto en que nos convertimos en persona, pero ésta puede no ser la cuestión esencial si la englobamos, a su vez, en otra esfera más amplia: la del valor que la vida tiene en sí misma: a pesar de las grandes diferencias en las legislaciones respecto a las semanas en que se permite legalmente abortar, restemos valor al instante en que comienza la vida en una persona para seguir la reflexión que hizo Carlo Mª Martini de valorar no un genérico derecho a la vida, impersonal y frío, sino experimentar  una condición personal de alguien concreto llamado y amado. “El dónde empieza la vida debe quedar subordinado al qué es la vida”.

Desde aquí se puede descubrir una dimensión mayor de la existencia ante al abismo de eliminar un feto para contemplar derechos colaterales más allá de la opción legal de abortar de la mujer. No es un tema fácil de blancos y negros, me parece. Lástima que este debate está demasiado ideologizado corriendo el riesgo de que los propios cristianos oscilemos entre el dogmatismo condenatorio y la dirección de la corriente, como hacen los peces muertos, en lugar de atender lo que dice la exhortación papal Amoris laetitia respecto a escuchar y atender cada caso -obispos, presbíteros, laicado- con el amor que pondría Jesús de Nazaret.

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