Liturgia de la UBL “Yo le he visto y doy testimonio”: Jn 1,29-34

Comentario al evangelio del I domingo del Tiempo Ordinario

Espíritu
Espíritu

Recién hemos concluido el tiempo de Navidad. En realidad, la Navidad no es un tiempo autónomo o aislado. Inclusive para los primeros cristianos no existía ese tiempo litúrgico ni esa celebración. Fue hacia el siglo III o IV que la celebración del nacimiento de Jesús tomó significación al relacionar el misterio de Dios que se hace ser humano, es decir, que se despoja y se rebaja, con la entrega de Cristo en la cruz, un despojo y rebajamiento absolutos. Dicho de otro modo, la celebración central de los primeros seguidores de Jesús era su Pascua y la Navidad fue entendida, entonces, como una pequeña Pascua. Por esta razón también tiene un tiempo de preparación en cuatro semanas (Adviento) como la Pascua tiene cuarenta días previos (Cuaresma).

Ahora ingresamos en un período de transición hacia esa preparación camino a la Pascua. Este tiempo “Ordinario”, es decir, que no se sale de lo común, es un ínterin hacia la Cuaresma. Y la liturgia de este día nos propone un texto muy interesante del evangelio según Juan. Nos sitúa en el inicio del ministerio público de Jesús, en el inicio del camino. Luego del prólogo, que nos explica el origen de Jesús “desde el principio” haciendo eco del Génesis, nos propone el testimonio de Juan, el bautista. Se trata del profeta que “rectifica el camino del Señor” (Jn 1,23) y que prepara el sendero de aquél “a quien no conocéis, que viene detrás de mí” (1,26) pero que “existía antes que yo” (1,30).

Juan anuncia la llegada del “cordero de Dios”, de aquél que con su vida se inmola para quitar “el pecado del mundo”. Dicho de otra manera, aquél que en su entrega nos ha enseñado que el pecado se hace nulo porque la gracia de Dios es la auto-donación más plena. No es que el pecado sea, de forma sacrificial, sustituido por otra víctima en lugar de quien merecía el castigo, sino que Dios mismo ha tomado el papel de la víctima. Jesús es el cordero porque ha dado su vida gratuitamente, en favor de otros, para dar vida a otros.

El relato anota algo que puede pasar por alto el lector común: Juan dice no conocer a Jesús, pero su testimonio se basa en que es el Espíritu quien se posa sobre Jesús, dando prueba de que quienes le sigan serán bautizados “en Espíritu Santo”. El testimonio verdadero se basa en dar fe plena, en dar credibilidad al mensaje con nuestros actos y palabras, esos son los signos más palpables de quienes son bautizados “en Espíritu Santo”, es decir, quienes son seguidores reales de Jesús.

Hoy día la iglesia se ve tentada por las mismas circunstancias que vivieron las primeras comunidades. El grupo de Juan, el bautista, siguió existiendo aun cuando el grupo de Jesús ya se había consolidado. Los primeros practicaban el bautismo “de agua”, un ritual externo, los segundos se creían bautizados “en Espíritu”. Esta polémica está tras el texto que hemos leído. Pareciera que las cosas, entre los miembros de la iglesia hoy, sigue siendo similar porque muchos feligreses son solo eso, adeptos, seguidores de normas rituales, seguidores de doctrinas y actos externos, pero no han experimentado aún ese bautismo “en Espíritu” que es el fundamento de la iglesia. Ser bautizado en Jesús significa compenetrarse con su proyecto, abrir el camino para todos, experimentar en el corazón la sencillez y el amor.

Ser iglesia no es repetir “amén” a ritos, recitar frases del catecismo o seguir al pie de la letra exhortaciones pastorales. Ser iglesia significa recuperar el bautismo “en Espíritu”: “Hay algo previo y más decisivo: narrar en las comunidades la figura de Jesús, ayudar a los creyentes a ponerse en contacto directo con el evangelio, enseñar a conocer y amar a Jesús, aprender juntos a vivir con su estilo de vida y su espíritu” (J. A. Pagola, El camino abierto por Jesús. Juan, p. 32).

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