Inmigrantes, "ejército de reserva" de la Europa própsera

En pateras y en cayucos siguen llegando miles de inmigrantes del África Negra o Subsahariana a nuestras costas, sobre todo a las Islas Canarias. Algunos llegan muertos; otros – ¿Cuántos? – han perecido en la travesía.

Junto con los miles que entran por aeropuertos y demás costas y fronteras, constituyen el “ejército de reserva” de la Europa próspera, que hoy los necesita como mano de obra más barata y como alternativa a la falta de jóvenes y niños en una Europa que envejece a un ritmo similar al que enriquece.

Alguien habla de la tercera fase de esclavitud del Continente Africano, del “Continente olvidado”. La primera fue la “venta de esclavos”, a raíz de la necesidad de mano de obra barata y resistente para los duros trabajos en el recién descubierto Continente Americano. La segunda, la explotación y el despojo de sus materias primas por parte de las potencias coloniales europeas.

Nadie pone en duda que la principal causa de los actuales movimientos migratorios de África hacia Europa es la violencia que ejerce el escandaloso desnivel económico, la falta de trabajo y de desarrollo y la presión demográfica. En los exiliados y solicitantes de refugio, además, la persecución y la amenaza.

Afrontar seriamente el fenómeno de las migraciones y el remedio de las causas que las originan llevaría necesariamente a plantearnos en los países ricos y desarrollados una ayuda generosa sin precedentes y de larga duración, hasta conseguir elevar el nivel de desarrollo y de bienestar y crear posibilidades de trabajo, que hicieran innecesaria la salida del país. Se trataría, en definitiva, de hacer posible el derecho a no tener que emigrar, manteniendo intacto el derecho de toda persona a emigrar.

Hoy no se perciben signos convincentes de que las cosas vayan en esta dirección. Ni en los países ricos, en su miserable y mezquina ayuda al desarrollo, cuyos programas y promesas electorales van dirigidas casi exclusivamente a mejorar el nivel de vida de los connacionales; ni en los países pobres, cuyos gobernantes no siempre están más interesados por el bienestar de sus ciudadanos que por el propio o el de su familia, por la defensa del poder y el mantenimiento de sus privilegios. Como consecuencia, seguirá existiendo la necesidad de emigrar.

Pero, ¿cómo? Aquí también la respuesta es clara: Así no. Abandonados a su suerte, manejados por las mafias, con inhibición - ¿O con complicidad? – de las autoridades de sus países de origen; en frágiles embarcaciones, con largas y peligrosas travesías, con un futuro incierto, acogidos provisionalmente, por muy de alabar que sean el esfuerzo y la generosidad de los responsables de la acogida y del voluntariado en las costas de llegada, trasladados a otras zonas de la Península, orientados a los lugares donde conocen una persona o tienen la referencia de un teléfono, vagando en muchos casos sin rumbo y en busca de un trabajo, “como sea”… Claramente, así no.

Corresponde, a las autoridades de los países europeos y en general a los países desarrollados establecer con los países de origen de los inmigrantes cauces de colaboración y medidas y convenios que contribuyan a la justa regulación de estos flujos migratorios, garantizando, en primer lugar, la dignidad y los derechos fundamentales de las personas.

Sólo así puede la emigración contribuir a solucionar el desequilibrio entre los países desarrollados, de baja natalidad, y los países con alto crecimiento demográfico y pobreza de recursos, de desarrollo y de trabajo. En este proceso, es gravemente arriesgado que un país camine en solitario y huya hacia delante con leyes y normas que pueden convertirse, más pronto o más tarde, en un bumerang para el mismo país.

Entretanto, para nosotros, los inmigrantes son, ante todo, personas, con la misma dignidad y los mismos derechos fundamentales que nosotros; para los cristianos, son nuestros hermanos. Por consiguiente, nuestro trato con ellos ha de ser del máximo respeto a su identidad y a sus diferencias, de disposición para la acogida fraterna, de ayuda solidaria, de defensa de sus derechos y de empeño en contribuir a sensibilizar nuestra sociedad y, con más razón, nuestra Iglesia y a todos los cristianos en la cultura del respeto, de la convivencia, de la ayuda mutua, de la solidaridad y del amor cristiano.

Más difícil tenemos poder influir en eliminar o paliar las causas de la pobreza y del subdesarrollo. Hay quienes ya lo están haciendo desde hace siglos; pero son pocos. Son, por ejemplo, los misioneros y algunos cooperantes. Sirven a los más pobres de los pobres, sin esperar nada a cambio, a veces con riesgo de sus vidas. Les llevan, con la Buena Noticia del Evangelio, ayuda material, cultura, salud, formación profesional y promoción, ejemplo para el compromiso por los demás…

He aquí un excelente camino, ya abierto, para atajar, al menos en parte, las causas que obligan a emprender a la desesperada la aventura de una emigración de alto riesgo y sin destino claro. Si no nos sentimos llamados a esta noble misión, al menos ayudemos generosamente a quienes ya la están cumpliendo.

Os saluda y bendice vuestro Obispo

José Sánchez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
Volver arriba