DON JOSÉ MARÍA CONGET ARIZALETA
Un obispo a quien hay que recordar. Potente desde el Seminario
| José María Lorenzo Amelibia
DON JOSÉ MARÍA CONGET
Mi subprefecto, coadjutor y obispo
(DIEZ AÑOS DE SU VIDA)
José María Conget Arizaleta, nació en Tauste (Zaragoza) y vivió su niñez y juventud en Pitillas y en el Seminario de Pamplona; fue un hombre y un sacerdote entero, de grandes cualidades humanas. Tardaron mucho en nombralo obispo de Jaca, a sus 63 años. Me hubiera gustado haber podido redactar una biografía completa de él; lo intenté, pero tuve graves obstáculos y no lo conseguí. Publico esta breve semblanza de los años en los que tuve más trato con él.
EDUCADOR, COADJUTOR, PÁRROCO, OBISPO Y PERSONA BUENA
Conocí a José María Conget en 1950. Él contaba entonces 24 años; la flor de la juventud. Cursaba cuarto de Teología en el Seminario Conciliar de Pamplona; decían que era muy listo. Ojos azules, estatura media, como de 1,75, pelo negro, facciones angulosas, mirada hacia adelante, decidida y sincera. Se adivinaba en él un gran corazón. Llevaba gafas. Le habían nombrado los superiores del seminario subprefecto de Filosofía, o sea ayudante del prefecto, educador diríamos hoy. Venía ordenado de subdiácono, con sotana y coronilla. Se le encomendaba sobre todo la custodia de los alumnos de quinto curso, muchachos de dieciséis años: unos adolescentes muy alborotados, a los que era preciso hacer reflexionar, y él iba a realizar esta labor con nosotros.
En aquel curso 50-51, mitad del siglo XX, se había ya superado el hambre en España, la economía iba mejor, pero todavía quedaba mucho por mejorar; al menos ya no pasábamos hambre los alumnos, pues abundaba el pan. En lo espiritual se veía como pionero el Seminario de Vitoria. Los seminaristas líderes lo sabían y mantenían contacto con aquel emporio de santidad sacerdotal. Yo no sé cuándo ni cómo "se convirtió" Conget, pero venía ya del todo convertido y con la única ilusión de hacer que diéramos la vuelta todos los estudiantes. Por la gracia de Dios yo me "había convertido" a mejor hacía un año largo. Por eso en mí iba a encontrar un buen colaborador.
Éramos entonces casi cuarenta compañeros los que recibíamos con cordialidad a D. José María Conget. Decían que era muy "potente". Esta palabra en el léxico de los seminaristas significaba un conjunto de cualidades muy sacerdotales: gran celo por la salvación de las almas, listo, buen orador, cumplidor de la normativa eclesial, carácter afable y decidido, espíritu de conquista, convertidor, dialogante, y muy buena persona con don de gentes; santo de cuerpo entero, pero santo alegre. Eso y algo más que no acierto a definir significaba el vocablo "potente". Y después de haberlo tratado durante todo nuestro quinto curso de humanidades, llegamos al convencimiento unánime de que sería imposible en lo sucesivo tener ningún otro superior en el Seminario más potente que Conget. Y así fue. Ni hubo antes, ni entonces, ni después ningún otro de la talla espiritual y humana de él. Nosotros así lo apreciamos y comentamos durante el resto de la carrera. Suponemos que en un futuro próximo tampoco habrá otro igual. Y ojalá me equivoque; ojalá acceda al seminario uno de su talla para que se logre lo que en nosotros consiguió aquel joven con madera de santo.
La gracia de Dios por medio de él hizo maravillas en nuestro curso, hasta entonces alborotado y muy poco unido. Estábamos llenos de vida y de ilusión, pero, en la mayoría, la ilusión se traducía en afición por los deportes, leer muchas novelas, charlar a tiempo y a destiempo de cosas baladíes pero entretenidas. Nada más. Algunos que habíamos dado el paso a la entrega Jesucristo sufríamos. Cambiamos impresiones con D. José María y le apoyamos. Él no contó su plan, pero comenzó a actuar.
Yo acudía algunas veces a su habitación para hablar de temas espirituales. Yo no hablaba casi nada; más bien escuchaba. Me daba gusto oírle y se enardecía mi espíritu. Tomaba en sus manos el Nuevo Testamento y lo abría en las epístolas de San Pablo. Nunca he oído a nadie comentar al Apóstol de manera semejante. Me quedaba absorto, emocionado con aquellas ideas que brotaban de su alma llena de fe y amor y eran capaces de incendiar el mundo entero. ¡Con qué énfasis pronunciaba las frases del Apóstol! Fui corriendo la voz entre los amigos que comenzaron a desfilar también por su cuarto, y todos salían de allí como ardiendo. Yo no recuerdo qué frases eran, mas para nosotros tenían tal fuerza que parecía un encuentro directo con Cristo. Hasta entonces Jesús había sido para nosotros el semi - desconocido. Nos sucedía algo así como a los dos de Emaús cuando Cristo les interpretaba las Escrituras. Conget para todos nosotros fue un verdadero padre en la fe. Siempre le hemos admirado por su fe total, firme, sin fisuras.
Todavía, es verdad, no habíamos madurado. Poníamos en él y en algunos otros superiores nuestro fundamento de fe. Más tarde nos dimos cuenta de que el cristiano no apoya su fe en ningún hombre, sino sólo en la palabra de Dios. "Sé bien de quién me he fiado". Pero hay unos momentos en la vida en que nuestra fe se apoya en el testimonio vivencial de unas personas que ya han madurado. Este gran oficio hizo D. José María para nosotros. Y por eso fue nuestro padre en la fe.
¿Cuál era su plan? Nos convocó a los alumnos a todos, una tarde, durante uno de aquellos largos estudios en los que la mayoría los pasaba charlando por los pasillos, al aula para hablarnos. Era la primera vez. En lo sucesivo esas charlas se repetían todas las semanas. Tomaba en sus manos el Nuevo Testamento, y comenzaba a hablar con ritmo rápido, como si tuviera prisa, pero a la vez con firmeza, contundente, con suma claridad. Sus golpes de fe religiosa y vivida llegaban al corazón. Era la palabra de Dios en sus labios como espada de dos filos que cortaba donde estaba el mal y abría surcos para sembrar la divina semilla de la gracia. Semana tras semana, comenzó a notarse el efecto. La encuesta estilo HOAC con el ver, juzgar y actuar era el complemento de aquella predicación, que a nosotros se nos antojaba como diálogo amistoso. l
El quinto curso de humanidades del año 1950 - 51 en el Seminario de Pamplona fue el primer campo serio de apostolado de aquel joven que iba a ser un hombre de Dios, un sacerdote ejemplar. El Señor le bendijo en aquel su primer ministerio, y nos bendijo también a todos, porque la mayoría se convirtió a lo San Pablo. La acción de don José María podíamos calificarla de acoso santo, de invitación a la conversión, de estímulo para la entrega generosa.
Hasta entonces la generalidad de aquellos adolescentes vivía un ambiente divertido, ligero, distraído, sin fundamento, aunque nunca al estilo mundano. Nunca advertí conversaciones impuras, ni siquiera de amoríos con chicas. Pero, eso sí, no había fundamento para el estudio. Los ratos dedicados al trabajo intelectual eran los de mayor entretenimiento para muchos. Gente que estudiara en serio, solo cinco o seis de entre los cuarenta. Recuerdo que un día tuve que acudir a los servicios durante el estudio. Allí encontré a doce compañeros charlando amigablemente y fumando. Una vez más habían perdido el tiempo de trabajo. Todo esto era normal en los primeros meses de curso. Vigilaba bastante el prefecto, don Manuel Unzu, pero era imposible corregir aquellos abusos, porque no se cortaba la raíz que era precisamente la falta de vida espiritual.
Efectos del ambiente que supo crear Conget fue el cambio que se operó entre todos los alumnos. Poco a poco se fueron entregando casi todos. Después de las charlas que nuestro querido prefecto impartía, después de las encuestas que realizábamos, algo se notaba. Hasta entonces no habíamos reparado en muchas frases de San Pablo que entonces cobraban para todos nosotros su significado auténtico.
DIÁCONO
Nos impresionó mucho cuando nuestro subprefecto recibió la orden del diaconado. Acudimos a la capilla y vimos cómo el obispo imponía la mano derecha sobre su cabeza. Casi veíamos al Espíritu Santo descender sobre el alma de aquellos ordenandos. Desde aquellos momentos Conget tenía ya un cierto poder sobre el Cuerpo de Cristo. En la primera plática que nos dio le preguntamos sobre su experiencia de los primeros días de diácono. Él nos dijo: "Es algo inexplicable. Abres el Sagrario y te encuentras de pronto cara a cara con Cristo". Se nos grabó de tal manera a nosotros en el alma este detalle, que lo hemos recordado año tras año y lo hemos vivido y seguimos viviéndolo muchas veces cuando nos toca abrir el Sagrario. Merece la pena actualizar la fe con la viveza con que lo hacía aquel santo seminarista próximo al sacerdocio.
Luego le vimos en muchas ocasiones abril el Sagrario para la exposición o para dar la comunión. Siempre lo hacía con gran reverencia. También en los años posteriores de sacerdocio. La genuflexión era sincera y total; se oía el ruido al golpear de la rodilla con la tarima.
Desde su ordenación de diácono parece que se fue intensificando su actuación pastoral junto a nosotros. Pienso que éramos aquel grupo su tema preferido de diálogo con Jesús, cuando abría la puerta del Sagrario o cuando practicaba la oración, la visita al Santísimo o incluso en sus jaculatorias. Vivía aquel hombre a tope todo cuanto a nosotros nos sugería.
Gustaba Conget de repetir, junto con los textos epistolares estas dos frases suyas: "¿Para qué es la vida sino para darla?" "Es preciso entregarse". Y claro, la entrega era a Cristo. Después de sus pláticas, después de las encuestas, poco a poco iban pasando por la habitación del subprefecto los alumnos. No sé cómo Conget pudo aprobar aquel curso con tan buenas notas en las asignaturas, porque decenas de horas tenía que emplear en cada uno de los conversos. Poco tenía que dormir; a la noche, se veía la luz de su habitación encendida hasta altas horas. Los líderes de la indisciplina comenzaron a convertirse. Marchaban varias veces a conversar con don José María; después se apreciaba en ellos un cambio radical: vida de piedad muy cuidada; afición y entrega al estudio; disciplina, hasta en los más pequeños detalles. En corrillos todos comentábamos: "Ya se ha entregado X". Días más tarde el comentario sobre la conversión se refería a otro sujeto. Los últimos meses del año escolar estaba garantizado en nuestro ambiente el comportamiento, la formalidad y el éxito en los estudios.
Desde entonces se vivió en el curso un ambiente de fe, de esperanza y también de caridad entre los compañeros. Caridad que partía del gran amor que se despertó en todos los alumnos hacia Jesucristo. La gracia de Dios se sirvió de aquel joven levita que muchos años más tarde llegaría a ser obispo. Cuando llegaron los exámenes finales, el hervor era extraordinario. Y al fin, las vacaciones de quinto a sexto curso. Yo recuerdo al líder número uno de nuestros compañeros: era Andrés Delcoso. Un chico inteligente, de alma despierta, lleno de simpatía. En el verano fomentó la correspondencia epistolar entre todos los condiscípulos. Delcoso me escribió una carta de dieciséis cuartillas por ambas caras. En ellas se explayaba a gusto sobre cómo teníamos que amar a Dios, cómo habíamos de permanecer unidos... Nos hinchamos de escribirnos unos a otros, y todos a Don José María Conget, que no sé cómo dirigía también en el verano a aquel grupo de su primer amor apostólico. Aquello fue madurando a mejor.
El problema de la perseverancia de aquellos alumnos parecía ya asegurado. Pienso que ahora, medio siglo más tarde, sigue en nosotros fluyendo aquella misma fe que entonces profesamos. Es verdad que nos ha tocado vivir una evolución postconciliar en un sentido menos piadoso que antes. No obstante, la decisión nuestra en tiempos de Conget fue sincera, y pienso que queda mucho de aquella maravillosa entrega. El problema posterior, por supuesto, ha sido la ausencia de un liderazgo al estilo de nuestro subprefecto. ¡Lástima que no se hubiera dedicado para siempre don José María a mantener en el fervor entre los seminaristas y sacerdotes!
Son, sí, recuerdos lejanos, pero fueron de tan intensos, y se grabaron de tal manera en nuestras almas, que ahora los estoy rememorando como presentes. Estoy seguro de que cualquier compañero, cuando esto lea, lo vivirá de nuevo con la misma emoción.
Supo Conget ganarnos a todos; cada día que pasaba era mayor el entusiasmo que se despertaba en nosotros. Sabía acomodarse a nuestra psicología de adolescentes de una manera total. Era nuestro líder. Supo aguantar tonterías e incluso impertinencias de aquellos mozalbetes. También celebrábamos sus acontecimientos de una manera humana. Poco después de las vacaciones de Navidad, su madre le mandó un cajón de magdalenas. Y allí fuimos todos los del curso a gustar de aquel dulce manjar. Él disfrutaba con nosotros.