EL GOLPECITO EN LA FRENTE

Esta mañana, cuando estaba practicando mi rato de oración, me ha parecido ver muy claro algo que siempre veo como muy turbio y entre las brumas del misterio. Y no lo he podio evitar. Me he pegado con los dedos ese golpecito en la frente que, algunas veces nos damos cuando descubrimos algo largamente buscado: ¡así tiene que ser!, exclamamos convencidos. Y se trata nada menos que de un hallazgo para mí muy valioso: el sentido del dolor dentro de la naturaleza humana. Sé, por una parte, que a mi raciocinio se le pueden poner multitud de objeciones; y por otra, que no soy el único, por supuesto, en haberlo descubierto. No he puesto una pica en Flandes, pero ahí va mi pensamiento en la misma forma que ha ido iluminando mi alma:


Tú, Señor, nos has colocado en este mundo y no acabamos de entender tu lenguaje. Me ha parecido comprender algo el misterio del dolor. Nos envías el sufrimiento para que nos acordemos del Cielo. Me parece que los antiguos lo entendieron mejor que nosotros. Jesús, nos arrastras con cierta violencia hacia Ti.

¡Cuántas veces me encuentro ignorando mi fin! Me ilusiono con asuntos buenos, regulares e incluso malos Me domina el deseo del dinero, el deseo de ser apreciado, el deseo de placer. Pero me doy cuenta de que con frecuencia me salen las cosas bien y siento hastío. Otras veces me encuentro enfermo, sin ganas de nada y con malestar. En otras ocasiones tengo éxito en mis trabajos y proyectos, pero alguien me amarga el día con sus impertinencias. Me tropiezo con pinchazos de espinas cada dos por tres. Señor, durante muchos años no he llegado a comprender el porqué de tanta contrariedad, el misterio de tanto dolor en nuestra existencia. Pero hace unos momentos me he dado un golpe en la frente; me ha parecido entenderlo; he sentido como una iluminación interior.

¡Arriba los corazones! Es que me acuerdo poco de mi fin que eres Tu, Dios mío. Me acuerdo poco del Cielo y suelo vivir en la tierra como si siempre hubiera de estar aquí. Si no tuviera dolores y contratiempos, nunca me acordaría de mi fin; me encontraría tan a gusto aquí que me olvidaría de Ti, y de mi morada eterna en el Cielo. Gracias, Señor, por el sufrimiento. Pero ayúdame a asumirlo bien. Y que se me grabe en el alma el momento de tu ascensión a los Cielos. Que cuando me vengan las malas rachas de sufrimiento te vea subir a las alturas, donde estás sentado a la derecha de Dios Padre y me sienta con fuerza y alegría para continuar viviendo con ilusión. Y que cuando me salgan las cosas bien, también me acuerde del Cielo, de que Tú estás allí aguardándonos. Eso sí, mantenme en tu amor y en tu gracia, para que nunca pierda de vista la Patria celestial.

Por estos derroteros iba mi pensamiento. Sé que el hombre es voluble y que esta iluminación de hoy puede trocarse mañana en tinieblas; que con el tiempo, aun la luz más brillante, tórnase mortecina. Todo esto lo sé. Y se me ocurre una solución para cuando se haga de noche: aguantar, y pensar que existe la luz, y que debo acercarme a ella con humildad. ¿Qué me ha ocurrido? Que hoy ha sido uno de los días en que he practicado bien la oración; que esto mismo he de procurar todos los días.

Amigo, te ofrezco esta mi pequeña experiencia, y ojalá saques tú la misma conclusión: merece la pena hacer todos los días un rato de oración con empeño. Así podemos descubrir grandes verdades con ese golpecito en la frente.


José María Lorenzo Amelibia
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