Para obispos y todos los demás. LIX EJERCICIOS Y MISIONES
La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo
Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.
Autobiografía.
| José María Lorenzo Amelibia
LIX EJERCICIOS Y MISIONES
LA DECADA de los sesenta, casi todo mi sacerdocio activo, me dediqué al ministerio de la palabra, principalmente en los ejercicios espirituales. En el primer quinquenio anduve por las casas de espiritualidad de Estella, Pamplona, Burlada, Tolosa, Vitoria, Tudela y Andéraz. En el segundo, además de las anteriores, Ohárriz, Puente la Reina, Milagro, San Sebastián, Bilbao, Santiago de Compostela, León, Sevilla, Orihuela, Alicante. Se acercan a cien las tandas que dirigí. Las últimas fueron precisamente para sacerdotes.
La misión de Sevilla merecería capítulo aparte. Se preparó concienzudamente. Los sacerdotes que íbamos a participar en ella nos reunimos en el seminario de Vitoria, todos los de la zona norte, para estudiar el temario y unificar criterios. En febrero dio comienzo la gran misión. El "Cerro del águila" me correspondió en suerte. Fue una experiencia nueva y única.
Ya habían construido algunas barriadas, mas todavía existían chabolas en abundancia. Cuadros realmente patéticos contemplamos: matrimonio enfermo con cuatro hijos. Ella en estado; un solo lecho. Los esposos y los dos niños dormían encima, los otros dos pequeños, debajo de la cama. Aunque extremo, no era caso único. Abundaban anécdotas de este género. Un almacén, presidido por el paso procesional de la Sagrada Mortaja, nos servía de centro de misión. Se llenaba el local, pero miles de personas permanecían en la calle, sin participar en nada. Durante las horas libres de prédica, visitábamos enfermos y familias pobres. Hubiese querido tener las manos llenas de millones, aunque tal vez nada importante hubiera solucionado. Dolor fuerte en el alma al contemplar tanta miseria y sólo poder dar consejos. A veces era mejor callar y llorar con ellos.
Mientras contemplábamos estos despojos humanos, conservaba la catedral el tesoro de la Virgen de los Reyes. Solamente la corona estaba valorada en once millones. "El Cachorro" aparecía con incrustaciones de oro en todos los terminales de la cruz, el vestido cuajado de pedrería. Unos guardias custodiaban las alhajas. Yo les decía: - ¡Cuánta gente está en la miseria. ¿Para qué estos tesoros aquí? La Virgen no los necesita. - El Pueblo andaluz llevaría muy mal desprenderse de esto. - ¿A ustedes no les parece que el mejor obsequio a la Virgen sería vender todo y construir casas para los desheredados? - Sí, padre, pero... Mirándolo con imparcialidad, ¿qué finalidad puede tener el oro y las joyas para Dios y los santos? Ninguna. Tampoco para los hombres, como no sea dar pábulo a la vanidad. La solución, creo, podía consistir en lo siguiente: las familias poderosas compran las joyas del tesoro. En acto de devoción las entregan a la Virgen, no para adornarla, sino para ayudar a sus semejantes. Una vez en poder de la Iglesia, se venden para atender a los pobres. El círculo se completaría en el momento en que de nuevo retornaran a la Virgen.
La actual situación constituye, para mí, escándalo. Opino que es burla colocar a la imagen de "Jesucristo camino del Calvario" vestidos con adornos de oro y pedrería; algo parecido a sujetarle en el cinturón dos pistolas. En los barrios suburbiales de la ciudad no aparecía ningún fervor imaginero de cofradías. La concepción religiosa de extrarradio giraba en torno a una santo: Francisco Javier. Se veía en todas las casas. En puestos de baratijas se exponían multitud de cuadros del Apóstol de las Indias. Parecía supersticioso el fanatismo por éste y otros santos.
- ¿Zabe? Todo lo que le pido al zanto me lo concede. - Aquí tenemo mucha devoción a Zan Francico. Una noche las jóvenes más asiduas nos festejaron con el baile de unas sevillanas. Vistas así estas danzas ganan en viveza e interés.
José Miguel Gamboa y yo actuábamos en el Centro en perfecta armonía. Desayunábamos en casa de los directores de la fábrica de algodón Hitasa, gente joven y simpática. A pesar de que el exterior de la vivienda armonizaba con el barrio, el interior suponía un gran contraste. Por lo que respecta a los suburbios, el resultado de la misión fue un fracaso. Nosotros pusimos nuestra mejor voluntad.
De las tandas de ejercicios de aquella época es muy distinta. Creo que calaba en la almas. Allí palpaba la transformación de los espíritus por la gracia. Muchas cartas posteriores me llenaron de consuelo. - Padre, gracias por aquellos días. Puedo decirle que desde que practiqué los ejercicios con usted soy otra persona. - Toda mi vida le agradeceré los días de Ohárriz. En ellos encontré a Cristo en mí. En estas jornadas me transformé. Quizás las personas que conmigo conviven no se percaten, y al no ver en mí cosas grandes, piensen que he regresado igual que cuando fui. Se equivocan rotundamente. Mi modo de pensar no es el de antes, pues ahora veo más a Cristo en los demás. Puede decirse que empiezo a pertenecer al Cuerpo Místico de Cristo. Gracias todo ello a los conocimientos que he adquirido de usted... Antes, poquísimas veces me hablaban de mi condición de cristiano, del verdadero espíritu viviendo en Dios para los hombres.
Citas de este tenor podía multiplicar. Pocos casos encontré de resistencia a la gracia. En la exposición de las meditaciones me transformaba. Sentía todo lo que decía, y me esforzaba por vivirlo. No en vano dice el adagio latino: "El pecho es lo que nos hace oradores". Posiblemente los gozos más puros de mi vida los he experimentado en las casas de ejercicios. El día de las confesiones era cuando de un modo especial palpaba la gracia de Dios. - ¿Qué soy yo, Señor, - me decía- para que te hayas servido de mí? En el proceso de conversión, "ni el que siembra es algo, ni el que riega, sino Dios que da el incremento". Largos son los caminos del Señor.
Hubiese querido detener el tiempo de la Misa de despedida y que no finalizara jamás. A veces me embargaba la emoción tanto que había de esforzarme para que las lágrimas no brotaran delante de los ejercitantes. Se grabó en mi corazón este canto de despedida: "El Señor hizo en mí maravillas: ¡gloria al Señor!", y me servía de melodía interior entre una tanda y otra. Nunca me cansé de esta labor privilegiada de proclamar la Palabra en estas almas hambrientas de la voz de Dios. A veces el cuerpo se agotaba en el bregar de doce horas de trabajo ininterrumpidas, mas el alma vigilaba gozosa no queriendo despreciar ni un segundo. Hubo prostitutas que cambiaron de vida, al apreciar las maravillas del alma en gracia.
Pensaba que el Señor me había purificado con el dolor, para luego poder comprender a los que sufren, y animarles a no desesperar. Trabajaba con ilusión. Con sinceridad pensaba que aquello duraría unos años. ¿Después, qué? Mi problema íntimo se paliaba ; no se solucionaba. ¿No llegaría nunca a reconocer la Iglesia el matrimonio de los sacerdotes? Este apostolado, junto a una mujer preparada y con el mismo ideal que el sacerdote, podía enriquecerse mucho. ¡Tendrá que ir cambiando la mentalidad de los dirigentes! Al anochecer, a pesar de lo lleno del día, me sentía muy solo. Hubiese necesitado el calor de la esposa que me comprendiera y animara. "No es bueno que el hombre esté solo", dice la Biblia
Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.
José María Lorenzo Amelibia
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