Obispos: Sed santos como…

Santo Toribio de Mogrovejo Obispo

*España, León (Mayorga) 1538 + Lima, Perú (Saña) 1606 Memoria, 23 marzo


Toribio Alfonso de Mogrovejo nació en un pueblo de León, Mayorga, era hijo de una familia hidalga. Estudió Humanidades en Valladolid y allí mismo comenzó la carrera de Derecho, pero no la terminó. Marchó a Coimbra con su tío Juan para realizar la impresión de las lecciones de su familiar. Gana en Oviedo unas oposiciones en el colegio de San Salvador. Allí fue un ejemplo de virtud.

Y fue inquisidor

Hoy nos repugna esta dedicación, pero en aquellos tiempos era muy apreciada. Y realizó bien su cometido, porque llevaba en el alma la justicia como virtud, no como sinónimo de venganza. Disfrutaba de un gran amor a la verdad. Aquellos mismos a quienes hubo de corregir reconocieron que su modo de obrar fue justo y humano. Era muy apreciado de todos, aunque nos cueste creerlo con nuestra mentalidad.

Arzobispo de Lima Aceptó en agosto 1579 ser arzobispo de Lima. Todavía no era más que tonsurado, clérigo, y fue ordenado previamente de subdiácono, diácono y presbítero. Fue muy grande su fervor. Y en la ciudad de Sevilla fue consagrado obispo. A pesar de que entonces no era demasiado común encontrarse con obispos sencillos, Toriibio lo fue. No parecía arzobispo, sino un clérigo sin distinciones.

En Lima fue recibido con alegría. Se dio cuenta muy pronto de que aquella Iglesia era verdadera misión. Predicador infatigable, lo suyo era evangelizar. Administrador fiel de los sacramentos y gobernante prudente y cercano. Y supo hacer guardar, con mano suave pero firme, la disciplina eclesiástica. Incluso celebró un sínodo diocesano con gran espíritu misional. Supo acomodarse al reciente Concilio de Trento. Solo le importaba el Evangelio.

Toribio, pastor infatigable, no descansaba en su sede. Visitó hasta los últimos rincones de su diócesis. Dicen que administró el sacramento de la confirmación a casi un millón de personas. Pero aquello no era rutina y marcaje de reses: suponía la previa instrucción religiosa y el vivo deseo de cuantos se acercaban al sacramento. Ni montañas, ni ríos caudalosos detenían la misión de aquel hombre enviado por Dios. Todo en él era celo y amor. Recorrió cuarenta mil kilómetros en sus andanzas apostólicas. Y casi quince mil de ellos, a pie. Se esforzó en aprender idiomas indígenas y consiguió hablarles en la propia lengua de ellos.

Gran renovador de la pastoral
Los distintos sínodos diocesanos no los celebró en la capital; muchos de ellos, en el mismo lugar donde se encontraba evangelizando.

Creó un seminario diocesano; fue el primero erigido en el Nuevo Mundo. Pero Toribio tuvo enemigos. Las denuncias se acumularon en el despacho de Felipe II. Le acusaban de rigor y de poco patriotismo. Pero no acudió él personalmente a la corte. Había de seguir evangelizando. Envió a España a su vicario, para aclarar aquellos equívocos.

Toribio fue un catequista de primera línea. Instauró en toda la diócesis esta rama indispensable en la pastoral. Publicó un catecismo en todos los idiomas que pudo. Y también creó monasterios de clausura y conventos de religiosos. Procuró además que todos se integraran en la pastoral por él dirigida. En todos y en sí mismo buscaba la gloria de Dios, la verdadera santidad.

Fue defensor de la justicia en las relaciones humanas. No permitía marginar a las personas. Los más débiles tuvieron en el santo un defensor de primera. A él acudían los oprimidos, sin miedo a represalias ulteriores, porque confiaban en la eficacia y prestigio de su valedor.


Su muerte
Estaba en la tercera de sus visitas pastorales, y el Señor le llamó. Se encontraba en una región muy empobrecida y distante. Acudía a visitar a los enfermos; administraba la santa Unción, confirmaba... así le alcanzó su última enfermedad. Agotado llegó a Saña donde había convocado a sus sacerdotes para la consagración de los óleos. No pudo más. Hubo de acostarse, y el mismo Jueves Santo (1606), por la tarde, mientras le cantaban el salmo “En Ti, Señor, he esperado”, entregó su alma al Señor.

Nadie negó su santidad, su desprendimiento de todo lo temporal, su austeridad, pobreza y entrega. Lo admiraban. Pronto en Lima acometieron la ardua labor de conseguir su beatificación. Inocencio XI lo proclamó beato en 1679. Benedicto XIII en 1726, lo canonizó.


José María Lorenzo Amelibia
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