Impresiona la variedad de dolencias del mundo. Tengo en casa una enciclopedia de diez tomos, toda ella llena de enfermedades y remedios. ¡Cuánto tienen que saber los médicos! Se me ha ocurrido asomarme al capítulo de estadísticas y resulta abrumador: dicen que existen diez millones de epilépticos, catorce de leprosos... por si esto fuera poco nos aseguran que el diez por ciento de la población está enferma. Pero a la hora de la verdad son muchos más los que reciben el zarpazo del dolor. ¡Cuántos que llevan una vida normal son verdaderos enfermos ambulantes! No se preocupan de sus achaques ni residen en clínicas. Van y vienen, trabajan, pero tienen el corazón o el hígado hechos polvo. Estas personas también sufren, aunque no formen parte de las estadísticas oficiales.
Existen analgésicos, mas a pesar de todo, cuánto toca sufrir! Además, mientras hace efecto el calmante, se pasan momentos muy duros. A veces, personas de esas que tienen más males que "el Pupas", no carecen del sentido del humor. A un pobre hombre deforme, cojo, jorobado y con llagas enconadas, le dice un compañero: "Oye, majo, no hagas eso que te va a castigar Dios". Y el desdichado le contesta: "¿Y en dónde?".
Y ya hemos llegado al nudo de la cuestión: ¿Pero es que Dios castiga con el dolor? ¿O se trata de algo natural que la naturaleza ha puesto para avisarnos? ¿Y cómo, si Dios es Padre, puede permitir o querer el dolor para sus hijos? A todas estas preguntas, a lo largo de los años, han ido saliendo respuestas en esta misma columna. Pero siempre nos quedamos sin entender del todo. El misterio del sufrimiento humano nos abruma. Siempre ha de imponerse la fe y la paciencia de Job y de los santos; los resortes que nuestra religión nos va sugiriendo para enfrentar con paz el dolor. A fin de cuentas terminamos por decir llenos de seguridad: "En Ti, Señor, he esperado. Jamás quedaré confundido". No entiendo cómo Dios permite los dolores por mucho que haya estudiado lo del pecado original, lo de la pasión y muerte de Jesús... pero estoy seguro de que no quedaré confundido para siempre.
¿Qué importa sufrir, si lo hago con total esperanza en Dios que jamás me engañará? Aunque me pruebe, no permitirá mi fracaso total. Esa es su Palabra. Muchos millones de personas han captado la mística del dolor, y han llegado al convencimiento de su valor salvífico, cuando va unido a la pasión, muerte y Resurrección de Cristo. Yo quiero imitarlos. A ti enfermo te invito también a ello y te felicito por tu fortaleza de espíritu, por el ejemplo que das a todos con tu esperanza. Tu dolor, con sentido religioso, pierde su oscuridad y se ilumina. Por algo dijo Jesús: "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados". ¡Y a no confiar tan sólo en los analgésicos!
José María Lorenzo Amelibia
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