Es apasionante sumergirse en la vida de los santos, y observar cómo se preparan para comulgar, y cómo, después de recibir al Señor, dan gracias durante largo rato. A veces se libra en ellos una batalla entre el temor y el amor. Por una parte ansían recibir a Jesucristo, porque Él es su alegría, su tesoro, su único bien, el anhelo de su alma; por otra, se ven llenos de imperfecciones y optan por no acercarse a la sagrada Comunión; y no se trata de escrúpulos de conciencia, sino del reconocimiento de la propia indignidad. Con frecuencia este combate íntimo lo decide el confesor, que suele insinuarles, por los común, la recepción de la Eucaristía.
Desde niños oíamos de San Luis Gonzaga que empleaba media semana en prepararse para recibir al Señor, y la otra, daba gracias por don tan sublime.
Ana Catalina Emmerich, a menudo llegaba al templo, siendo muy joven, más temprano de la hora convenida, porque no podía resistir la violencia del deseo. En cierta ocasión estaba aguardando a la puerta de la iglesia antes ya de la media noche. Su última preparación consistía en pedir al mismo Cristo que le diera un corazón capaz de albergarle dignamente, y le suplicaba con ansia que se lo cambiara. Le ofrecía sus ojos, sus oídos, todos sus miembros, para que Él fuese el único dueño de todo su ser, de todos sus movimientos y deseos. Acudía a la intercesión de los santos pidiéndoles alguna parte de sus virtudes para prepararse mejor a tan sublime misterio.
Señor, yo quisiera tener un poco de esta diligencia para recibir al buen Jesús; quiero que siempre venza el amor; que mis comuniones sean ardientes; siempre nuevas; siempre con ansia y también llenas de paz. Sean como una expresión viva de la oración del sacerdote después de recibir el cuerpo de Cristo "¿Qué devolveré al se por todo cuanto me ha dado? Tomaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor".
José María Lorenzo Amelibia
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