Ver un anciano cojear me parecía normal
Enfermos y Debilidad
| José María Lorenzo Amelibia
Ver un anciano cojear me parecía normal
De niño, todo me parecía normal. Al ver un anciano, encorvado por el peso de los años, ni siquiera se me ocurría pensar como posible su antigua juventud y lozanía. El siempre debió ser viejo… Los mendigos, los monjes y sacerdotes, los enfermos incurables, todo natural: así debieron haber nacido. Jamás barrunté el esfuerzo en unos para mantener la virtud, ni en otros para soportar con paciencia su dolor. La misma santidad de María Inmaculada, no me llamaba entonces la atención; sus estampas eran bonitas, eso sí, pero no llegaba a trascender mi pobre imaginación de niño. Ahora, en la madurez, todo cambia. Contemplo con emoción al anciano, que labora para mantener su cuerpo en equilibrio; al sacerdote en afán de santidad y pura oblación mística a Dios en el servicio de sus hermanos; a María, Madre de Dios y nuestra: ¡Belleza en lo moral por encima de toda hermosura…!
Amigo enfermo: si sufres mucho o poco, el mundo va a seguir igual; incluso la mayoría de las personas pasarían indiferentes delante de tu lecho o de tu dolor: Observarán tu conducta con la indiferencia del extraño pasajero; lo mismo si eres bueno como si eres malo; lo mismo si llevas cinco días en cama, como cinco años. Si enfermas o llegas a pedir limosna, quisieras, tal vez, esconderte debajo de las piedras del camino, pero la gente todo lo observará de forma natural.
Para Dios, para las personas sensibles al dolor, para las almas que se benefician de tu bondad y santidad por aquello de la “Comunión de los santos”, no es lo mismo una cosa que otra. Vive en la fe. Vive los días amargos e iguales de estancia en la clínica o recluido en tu casa, con gran amor a Dios. Has de saber que tu vida no es inútil. Que cuando pasemos todos, la frontera de esta vida: resplandecerás en el Cielo con una luz especial. Y esto no es un consuelo vano; es una realidad de fe. Ya lo decía San Pablo: “Las penalidades de esta vida no tienen comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros”.
Y tú, eleva el alma a María Inmaculada. La intuyes alejada de toda falsa apariencia. No desea ella contentar al mundo, sino a sólo Dios. Considera caduca y vacua la gloria de ricos y poderosos: humos de leña verde en un atardecer invernal. Vamos a seguir los pasos de María: ella disfruta ahora de la Sabiduría Eterna; y su existencia normal fue dar gloria y servir a Dios. Ella te ayuda en el sufrimiento. Confía.
José María Lorenzo Amelibia
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