Para obispos y todos los demás. XXII La tarde en la iglesia de San Juan de Laguardia
Subtítulo: La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo
Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.
| José María Lorenzo Amelibia
XXII La tarde en la iglesia de San Juan de Laguardia
El primer recuerdo que me queda de la convalecencia es un desmayo el cuarto de aseo: única vez que por ahora me ha sucedido tal percance en mi vida. Débil quedó mi cuerpo. Necesario el reposo y descanso. Buena la alimentación hogareña.
En Estella rociaba mi alma el cálido maná de la Eucaristía. El me aguardaba. El sabía esperar. El cura Garbayo leía con voz monótona y rutinaria: -"Mirad que soy muy pobre, dulcísimo Jesús, y necesito de Vos como el mendigo de la limosna que el rico le ha de dar." ¡Yo sí que me sentía pobre en el alma y en el cuerpo! ¡Yo sí que necesitaba de El como tesoro que no se agotaría jamás! Olor a azucenas, blancas, puras, como tenía que ser mi alma en adelante. Mi fe iba madurando. Ya no veía en la Hostia consagrada los ojos tiernos, como en mi infancia. A través de las especies, mi fe contemplaba a Cristo entero. Ibamos a juntarnos en el camino. Jamás ya nos separaríamos.
¡Vacaciones de 1949! ¡Qué distintas iban a ser de las de años anteriores! La época más trascendental de mi vida. ¡Los años anteriores! En mi pueblo no las pasaba demasiado bien. Eran una prolongación del Seminario. No llegaba a encontrar mi identidad. Los amigos de antaño se alejaron; ¿más bien me alejé yo de ellos? No lo sé. Mi traje negro me convertía en un segregado.
Pórtico de Santa María de Laguardia
A las cuatro y media nos reuníamos en la parroquia, junto al altar de San Francisco Javier. Practicábamos el rosario y la lectura espiritual en común. ¡Prolongación de la casa grande! Jesús Campos, el seminarista mayor, formal, sustituía al prefecto. Parece que el párroco le ordenaba vigilar y apuntar. Sabrosa lectura espiritual la de aquellos veranos: La vida del Cura de Ars de Trochu. Después marchábamos a nadar a la presa de Zubielqui. Por la mañana subíamos al coro a las ocho y media a nuestra meditación. Debajo del brazo llevaba yo dos gruesos tomos: el misal y las meditaciones del Padre Garzón. Sentado en el enorme sillón de madera, contemplaba hasta entonces, más que las ideas del libro, las seculares telarañas de la bóveda y el panorama de la iglesia.
Mejor resultaba el ambiente de Laguardia adonde acudía todos los veranos. Congeniaba mejor con los seminaristas; sobre todo con Andrés Bezares, dos cursos superior, formal, piadoso, simpático y alegre. Con ellos recorría las viñas, gustando del dulce fruto de la vid; paseaba por el Collado; asistía a Misa, sin el rigor seminarístico.
Me lo pasaba fenomenal con mis primas y primos: Adela, Luci, Charo y Luisito. Largos ratos jugábamos a curas, y yo les confesaba de "mentirijillas", a través de una ventana de reja que comunica la escalera con la cocina de la tía Avelina.
La tía decía que Adela y yo parecíamos novios. Al ser de la misma edad, y muy simpática ella conmigo, nos sentíamos verdaderos amigos. Cuando con mi abuelo marchábamos al campo, siempre contaba sus aventuras de pollita, y los mil líos que les ocurría a sus amigas, cuando servían como criadas en algunas casas.
Jesús Enciso, joven obispo hijo del pueblo, veraneaba todos los años en la villa. Celebró una Misa de pontifical, y desde su casa, con la capa magna, se trasladaba hasta la Iglesia en procesión con toda la majestad del medievo. Yo fui designado para sostener su larga cauda de diez metros. Mi abuela se emocionaba de tal manera que me veía en su imaginación como sucesor de aquella alta dignidad clerical. Allí conocí también a otro hermano del obispo, Emilio Enciso, extraordinario predicador. ¡Con qué gusto escuchaba sus sermones en la capilla de Nuestra Señora de Los Reyes!
Todos reunidos en aquel santo lugar, viejos y viejas en su mayoría, aguardaban el comienzo de la función. Desempeñaba yo el cargo de sacristán o monaguillo mayor. Resultaba complicado encender tantas docenas de velas porque la mecha se consumía rápidamente al arder con llama voraz. Por esta circunstancia de fuego acelerado, tropecé con un enorme jarrón de vidrio, y... se rompió. ¡La que se armó allí! El cuchicheo de todas las damas del pueblo llenó el recinto como un enjambre de abejas en bochorno. - ¿De quién es ese estudiante? - ¡Pobre chico! ¡Ay qué pena de jarrón! Aquella noche se comentó más el incidente que el fervorín del orador sagrado. Antes de llegar yo a casa, mi abuela se había enterado del suceso.
Pedro Angel algunos veranos me acompañó. Juntos comíamos garbanzos, en compañía de los abuelos, con unas cucharas viejas y algo oxidadas. Cientos de moscas entraban por el balcón, mientras mi abuelo consumía su merienda-cena, sentado en un taburete.
Afición grande la mía a escalar las torres de las iglesias. Si llegaba a un pueblo y no conseguía tocar las campanas, me parecía que no lo había visitado. Andando llegamos a El Ciego en la fiesta de San Roque. A la ermita ascendimos enseguida para bandear los esquilones. Después, a visitar a unos amigos de mis padres. ¡Qué hermoso el sonido de las campanas! Se introduce en el interior de mi persona como una simbiosis de materia y espíritu llenaba mis pulmones, mi pecho y mi alma entera. Inmensa vibración que conmueve todo el ser hasta la médula de los huesos y del espíritu. Es muy distinto escuchar el tintineo argentino de un repique lejano que mascar en el minarete, la inmensidad grandiosa de la "fuga" de bronces sagrados. Mi abuelo, hombre práctico y prudente no entendía de esta poesía metafísica y aconsejaba: - A torear, a la torre; a tocar las campanas, a la plaza.
Durante el estío del 49 recibí de mi tía Enriqueta, religiosa Adoratriz, un minúsculo libro titulado "Espíritu de Santa Micaela del Santísimo Sacramento". De él se sirvió Dios para transformar mi alma. Aquella lectura invadió y se apoderó de mi ser del modo más profundo e íntimo que las mayores campanas del mundo. Mi vida necesitaba un cambio, más que la tierra reseca el agua.
Había transcurrido un año y medio sin rumbo, sin timón en la tempestad. La estrella aparecía a ratos entre densas nubes. A pesar de ser grandes mis esfuerzos, no podía controlar mi navecilla. En casa rumiaba sosegadamente aquellos renglones: "es mi vida y mi alimento el Santísimo Sacramento"." Mi quita pesares". "Mi fuerza ". "Soy la loca de Jesús Sacramentado". "En él me refugio y descargo mis preocupaciones". ¿Por qué yo no podía vivir este amor grande de Jesús como lo vivía la Santa? Embargaba mi persona entera una suavísima emoción. Al caminar, mis pasos eran más firmes y más vaporosos al mismo tiempo. El encuentro con Cristo se iba a producir. El ejemplo de Andrés en Laguardia, el seminarista enamorado de la Eucaristía, cautivaba mi alma. Yo también seré fiel.
En la penumbra de la Iglesia de San Juan permanecí una tarde largas horas. La lamparilla roja del sagrario centelleaba cual corazón joven lleno de amor. Se percibían lejanos y tenues los trinos de las golondrinas. Un rayo de sol posaba delicado en el Sagrario haciendo más dorado el cariño de Jesús. Arrodillado en reclinatorio miraba aquel centro de Amor. Ojos fijos, húmedos, serenos a la vez. Sentía en mi alma la voz del Amado que me decía: "Espero de ti cosas grandes. Las vas a hacer. Acuérdate de esta tarde de intimidad. Desde hoy la pureza no va a ser problema. Vencerás. Te espero junto a mí todas las tardes en la Eucaristía. Acuérdate de estos momentos. No los olvidarás." Una felicidad serena, pacífica, inundaba mi ser. Ya nadie me buscaría en las cosas bajas; mi mente y mi corazón traspasarían las alturas. Saboreé desde entonces las cosas de Dios.
La primera estrella lucía en el cielo en el momento de mi salida del templo. Voces de niños alegraban el atrio medieval. La infancia se había alejado definitivamente en mí. Merece la pena ser joven y entregar la flor lozana al Señor. Al día siguiente y ya todas las tardes nos juntábamos El y yo enamorados. Me había entregado a Cristo del todo. Jamás se romperá ya nuestro amor.
Al regresar a Estella, todo me parecía distinto. Hablaba a la gente con más simpatía. De todos me preocupaba más. A una gitana que me pidió limosna le entregué las únicas quince pesetas que llevaba. El Sagrario de mi parroquia y el del Puy serían los lugares más frecuentados en mis días de asueto.
Entretanto escribí a mi Padre Espiritual para comunicarle el cambio que se había operado en mi. Me contestó enseguida. Me decía que mis fallos anteriores se debían a la debilidad de mi voluntad; que junto al remedio del sagrario debía aplicar el de la mortificación." Si quieres vencer, haz todos los días muchos sacrificios voluntarios. Anota el número y cuando vuelvas me lo dices." ¡Qué más quería yo! Cuarenta, ochenta, doscientas ...! Cada noche superaba la marca de la anterior en pugilato conmigo mismo. Desde entonces me vería libre del vicio solitario que inocentemente había adquirido.
Al final de las vacaciones subí al Puy a despedirme de la Virgen. Ella me tendía un cable invisible que solamente rompería el pecado mortal. Yo me comprometí a no romperlo más. Desde aquel día, siempre que visitaba a la señora, le recordaba lo del cable invisible que permanecía intacto y le aseguraba confiado que por nada del mundo se quebraría.
Autobiografía.
José María Lorenzo Amelibia
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