Para obispos y todos los demás. XXIII QUIERO SER ADOLESCENTE SANTO

La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

XXIII QUIERO SER ADOLESCENTE SANTO

V

UN AÑO BUENO

Aquel curso no me causó problema; no lloré el día de ingreso; volví feliz de vacaciones. Suponía que todos se iban a dar cuenta de mi transformación, porque mi cambio sería radical: nada de quebrantar la disciplina en el silencio, en la laboriosidad. Desde el primer día me comportaría de forma intachable.

Y así fue: enseguida lo advirtieron todos los compañeros. Al principio me tentaban para que quebrantase las reglas. Viendo que todo resultaba inútil, me respetaron por completo, y no encontré dificultades para seguir la trayectoria que me había propuesto.

Habían nombrado prefecto un joven diácono: Don Alberto Más. Con él charlaba yo frecuentemente en su despacho. Me proporcionaba libros de formación para adolescentes, sobre todo de Tihamer Toth: "El joven de carácter", "El joven de porvenir", "El joven y Cristo". Disfrutaba leyendo en filas aquellos volúmenes, y los asimilaba, procurando vivir según sus directrices.

seminari

Pabellón de latinos seminario de Pamplona

¡Don Alberto!: Hombre de exquisita sensibilidad; inspirado poeta viviendo la fe. Cuando faltaba un profesor a clase, lo suplía él y nos leía trozos de Tagore; así aprendíamos a ahondar en la delicadeza de sentimientos. Me ayudó mucho en el proceso de mi conversión. ¡Cuánto me he acordado de él siempre! Sin embargo la vida te va alejando de los amigos... queda en el alma un grato recuerdo, que muy a menudo aflora a la conciencia. No me resigno a perder toda comunicación con estas pocas personas que tan positivamente han influido en mi espíritu. En algunas ocasiones les escribo.

A Don Alberto hacía veinticinco años que no lo veía. El desarrolla su actividad sacerdotal en Cádiz. Hace dos años le envié una larga carta. Y es que pocos días antes tomé en mis manos un libro por él regalado en mi cuarto curso de Humanidades: "El joven y Cristo". Me dio un vuelco el corazón. Me explayé con unas líneas llenas de reconocimiento por su antigua labor educadora. Su carta llegó impregnada de él mismo, de su exquisita finura; conmovido de que después de un cuarto de siglo alguien le recordara.

Este verano le he visitado en Pamplona: algunas canas, un poco más grueso... pero el mismo espíritu. Charlamos largo y tendido. La semilla que en mí sembró ha fructificado en parecida dirección. Y es que la paternidad trasciende a lo meramente fisiológico. El que da lo mejor de sí mismo a los demás, contagia la propia sensibilidad, bondad, fe, entusiasmo, alegría. Felices los que saben pasar por el mundo así. Tengan o no tengan hijos, dejan tras ellos generaciones enteras de descendientes, que les admira como verdaderos padres de la humanidad.

En lo académico me propuse obtener las mejores calificaciones. Estudiaba y atendía en clase sin permitirme la menor distracción. El deporte (fútbol, pelota, que tanto me molestaban) fue mi amigo y familiar. En esto no logré resultados tan satisfactorios como en los estudios, pero me esforcé.

Me encomendaron un cargo que me gustaba: la peluquería. Anotaba en una libreta a los niños que necesitaban cortarse el pelo. Disponíamos de una habitación en la que el señor Sola rapaba con una velocidad por nadie desde entonces igualada. Bajo su magisterio conseguí aprender los rudimentos del oficio, y la primera cabeza que se puso bajo mis torpes manos fue precisamente la de Don Alberto. Ante el ejemplo humilde del superior, los amigos me alentaron en el aprendizaje, prestándome sus lucidas cabelleras. Festivamente repetíamos: "Burro trasquilao, a los tres días igualao."

Una tarde lluviosa, Don Martín, muy socarrón, paseaba entre los corrillos y decía: - ¡Tú tienes buena letra, ven! Me sorprendió que me eligiera a mí por buena letra, porque nunca he disfrutado de esta cualidad. Sin decir más palabras, nos conduce a través de corredores y escaleras. Llegamos a la enfermería. - ¿Qué querrá este hombre de nosotros?, pensaba. Nos entrega entonces unas espátulas bien afiladas, nos muestra unas camas blancas, y nos dice: - Ahora podéis demostrar vuestras cualidades de calígrafos. A ver qué tal lo hacéis. Lento, aburrido nuestro trabajo de raspar la pintura. Afortunadamente nos invitó, una vez realizado el encargo, a una suculenta merienda para aquellos tiempos: huevos fritos.

Obra de aquel vicerrector fue el "txiki txoko". Los sótanos bien aireados e iluminados, servían solamente para acumular polvo. A Don Martín se le ocurrió construir en ellos media docena de pequeños frontones y cuatro salas de lectura para solaz de las tardes lluviosas de los días de asueto. Todo se decoró a medida de las posibilidades. Se convocó un concurso de frases que apostillaran los dibujos. Uno de ellos representaba a un muchacho jugando al béisbol con la tranca en la mano. Todavía estará bajo la pintura mi frase premiada: "A Dios rogando, y con el bate dando". Este deporte me resultó menos penoso y lo practiqué con cierta asiduidad.

Por otra parte, me vinieron como anillo al dedo los frontones pequeños; los amigos y los peor dotados para la pelota, allí disputábamos nuestros célebres partidos. Yo era el peor de todos. ¿Quién iba a imaginar entonces que el deportista menos cualificado en los años de seminario, iba a ser a los cuarenta y cuatro uno de los que más practicaba la natación?

Me aficioné a la poesía. No creo que valieran mis versos mucho, pero en mayo sería yo uno de los más fecundos poetas del Seminario Menor. ¡Qué cantidad de sonetos, quintillas, cuartetos y silvas aparecían en la cartelera en honor a la Virgen! ¡Qué paciencia y laboriosidad la de aquellos prefectos que transcribían tantos versos míos! ¡Lástima no guardar copia de la inmensa fecundidad para regocijarme treinta o cuarenta años después!

El profesor de Griego era una autoridad científica. Verdadero pozo de ciencia escribió un diccionario de helenismos españoles de gran éxito editorial. Tan sabio como despistado y falto de energía, Don "Crisos", no sabía hacerse respetar. Su nombre de pila: Crisóstomo Eseverri Hualde". - Don Crisos, aoristo segundo en la página 111. (Decía Usoz) - Don Crisos, se le ven los tubos. (Añadía Del Coso) - "Sejo" dio "ejo", decía nuestro maestro para explicar una etimología. - Oooooh qué pecado...! proclamaba el coro estudiantil. - Vamos, que la lengua griega no tiene palabras feas... (Concluía Don Crisos") Alumnos intrusos subían a la tribuna y limpiaban el bonete del sabio con un cepillo o con la manga de la bata.

Pocos chavales estudiaban, y casi todos copiaban en exámenes. Yo nunca lo hice, me parecía indigno que muchos compañeros se rieran de aquel buen hombre. Con este problema acudí a desahogarme al Padre Espiritual. Por lo visto le indignaba que aquellas clases se desarrollaran en un abuso continuo. Se le ocurrió poner fin a tal caos. Y me utilizó como tapadera. - Vamos a escribir al profesor un anónimo. Dime lo que sepas de los desórdenes de clase. Yo, ingenuo, todo se lo conté. Redactó él una carta con lo que le revelé. Me la enseñó. No quiso utilizar la máquina de los jesuitas para no comprometerlos. El la franqueó, la colocó en el buzón, mas del contexto se deducía que un alumno la había escrito. Pero no consiguió enterarse de donde venían los tiros. Un día, me llama Don Martín y me dice: - Tú has escrito la carta a Don Crisóstomo. No supe qué responder. No quise descubrir al Pater. Creo que todos se dieron cuenta de quién era el autor de la proeza. Todos, excepto el profesor de la lengua de Homero.

Largos años después del suceso, ¡qué indigna veo la trama urdida por el bendito Aguinagalde! ¡Mira que poner de escudo a un desgraciadillo estudiante! ¿Por qué no lo hizo él solo? ¿Serían escrúpulos frailunos? Mucho más fácil se hubiera guardado el anonimato. No quiero recordar los apuros que pasé. ¡Yo que no había hecho más que escuchar el plan y la lectura de la epístola!

Aguinagalde poseía muy buenas cualidades: hombre de fe acrisolada, de profundo sentido religioso, el único que en nuestra adolescencia se preocupaba de la formación sexual y otras materias. Me alentó en la conversión; la afianzó animándome a realizar pequeños sacrificios, para mi perseverancia en el bien. En las vacaciones de Navidad me prestó un libro titulado "Energía y pureza" para que el problema juvenil resultara totalmente resuelto. Incluso me vendió un cilicio que debía colocarme en el muslo dos veces por semana. Menos mal que entonces vestía yo pantalones "bridges" ; de lo contrario, al caerse de su sitio aquel mini - somier sobre el tacón de los zapatos...

El número de pequeños sacrificios rompió todos los baremos del examen particular. Dudo que en aquellos tiempos hubiera algún aspecto en que dejara de dominar mi capricho. Agradezco a Dios que me asomara el bigote en aquella santa casa. Me lo afeitaba con orgullo dos veces por semana con cuchilla "Palmera" .También, con los diminutos sacrificios rasuraba en mi alma las grandes pasiones de la pubertad.

Una excursión muy agradable tuvo lugar el lunes de Pascua. La víspera llovió copiosamente. El Pater nos reunió en la capilla para pedir al Señor que al día siguiente luciera radiante el sol. Nubes amenazadoras cubrían el suelo cuando nos dirigíamos hacia el tren. El Espiritual nos alentaba en el trayecto lleno de confianza en nuestra anterior oración: -¡Hoy lucirá un sol espléndido! Cuando los vagones del tren maniobraban en la estación de Zuasti - Aldaba, nuestro destino, el brillo del disco dorado bañaba ya la campiña. En la ermita de Nuestra Señora de Oskía celebramos con gozo pascual la Misa de los Dos de Emaús. Me correspondió asistir a ella oficiando de acólito. ¡Qué penetración divina invadía todo mi espíritu! Durante la sagrada Comunión, a falta de bandeja, llevaba en mi mano la palia de tela almidonada. Una forma sagrada cayó sobre ella. Sentí vivísima emoción al retener en mi mano durante un segundo el cuerpo del Señor:

- Me voy acercando poco a poco a la meta. En día no lejano yo mismo nutriré las almas con este divino manjar.

Día muy lleno aquél. La ascensión al Churregui resultó larga y penosa. El último tramo, casi vertical, lo escalamos agarrándonos a un cable tendido al efecto. Don Martín, buen organizador, había pensado asustar a toda la Cuenca con un estornudo descomunal desde la cumbre. El ensayo fue rápido: cien niños gritaríamos: "Jo-se-Luis"; otros cien, "Lavapiés"; los cien restantes, "a-je-drez". Alguien lo escuchó desde el valle y pensaría: - Los montes tosen, catarro tiene la tierra.

Juan Martinena, amigo de nuestro Vicerrector, nos obsequió en su finca; la tarde fue deliciosa para todos. Nadie dejó de tirarse del árbol frondoso, colgándose de unas asideras, y deslizándose por el "cable de la muerte". Juan, nuestro anfitrión, paseaba por un alambre mejor que un funambulista circense. Este señor se preciaba de seguro tirador de pistola.: - A los valientes que lo deseen arrancaré un puchero que se coloquen en la cabeza. Mi puntería nunca puede fallar. Muchos niños aceptaron la invitación. Yo decía para mi coleto: - ¡Pa' tu abuela, majo!

Cuarto curso, primero de Retórica, se distinguía de los anteriores en que debíamos estudiar la asignatura principal, el "Ars dicendi", en latín. Yo me sentía muy importante por haber llegado a tales alturas. El famoso Segura volvió a acompañarnos como profesor de matemáticas. Aquí hoy se desvaneció mi miedo. Yo creo que si este señor hubiese sido profesor de cuarto curso solamente, no habría obrado con tanta necedad con los niños bonitos. Al fin y al cabo a todos ya nos asomaba el bigote. Cumplió bien Don Juan. Nos puso al corriente en unos meses de una disciplina, que en años anteriores apenas habíamos saludado.


Autobiografía.

José María Lorenzo Amelibia
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