La misa en latín

Los católicos hemos estado en la picota de la prensa durante unas cuantas semanas con ocasión del Motu Proprio Summorum Pontificum sobre la «Liturgia romana anterior a la reforma de 1970”, del Papa Benedicto XVI, que se ha difundido como la vuelta a “la misa en latín”, hecho que para muchos esfumaba las esperanzas que había despertado el actual Papa con sus mesuradas intervenciones en diferentes ámbitos.

Bien, una vez más hemos visto cómo se ha trivializado un tema del que los que lo trataban no tenían mucha idea. No es verdad que ahora se permita la misa en latín y antes no: Ya estaba permitida y había sitios en los que se celebraba. Lo que se desprende del documento papal, en todo caso es que se ha restringido un poco más, ya que insiste en que al menos las lecturas bíblicas han de ser en una lengua que entiendan los fieles.

Tampoco es verdad que antes se tenía que pedir permiso al obispo para celebrarla y ahora no, porque en realidad, los pocos que la celebraban, no pedían permiso a nadie.

Y no puedo dejar de decir que tampoco es verdad que esta “misa latina” nos haga ir a nuestros orígenes, porque ni Jesús ni las primeras comunidades hacían nada en latín, y ¡mucho menos con vestimentas romanas!

Atención, periodistas desinformados y amigos “más papistas que el Papa”: Jesús hablaba arameo y jamás se le hubiera ocurrido vestirse con las vestimentas que llevaban los que dominaban y oprimían el País, que eran los romanos. Además, la primera Iglesia se extendió en una época de dominio cultural griego, por tanto si hubiera tenido que elegir una lengua vehicular para todos, seguramente habría sido la griega, lengua en la que nos han llegado los cuatro evangelios, -como nos recuerda Josep Escós, biblista reconocido de la Iglesia Catalana-.

Éste biblista amigo insiste en que los inicios de la Eucaristía los tenemos que imaginar muy variados, “pero siempre de manera que los asistentes entendían lo que se hacía y decía en ella. ¡Seguro que no la celebraban en latín pero sí se aseguraban tres cosas:

La primera, que el centro era Cristo presente en el pan que unía a todos en un solo cuerpo –todos somos el mismo Cristo- y esto a pesar de las diferencias. En estas comidas nadie quedaba excluido, aunque fuera pecador. Y esto es lo que distinguía la cena de Jesús de los rituales judíos paganos de su tiempo. El centro no era el sacerdote, sino Cristo.

La segunda cosa a tener presente es que aparte del pan y el vino, las comidas eran las normales del sitio en el que se encontraban: No había comidas prohibidas ni ayunos –éstos se introdujeron más tarde-: La comida era para acoger y no para discriminar.

La tercera característica era que la comunidad volvía su mirada a los pobres; o se los invitaba, o los reunidos se informaban de los que podían necesitar una ayuda, a fin de que, saliendo de la eucaristía, acogieran a los indigentes o hicieran algo por ellos. San Pablo se llegó a quejar de los que no tenían presente a los pobres -1 Co 11,21-.

La reforma de la misa en latín se introdujo cuando la Iglesia comenzó a tener poder en la sociedad; cuando los obispos y los clérigos se vestían como los dirigentes romanos del momento, y cuando el pueblo ya se había hecho a la idea que aquellos eran los que mandaban y por tanto no había ni que discutirles ni que entenderles. Los sacerdotes, en lugar de ser ministros –servidores- se habían vuelto jerarcas. El latín y aquellas ceremonias complicadas servían para mantener las distancias”.

Continúa Joseph Escós diciendo: “¡Qué lejos quedaban estas celebraciones de las comidas de la primera Iglesia!”.

Os invito a quedarnos con un texto de Nehemías 8,7-12 en el que habla de cómo debía ser la celebración y que no deja de ser profético para nuestros días: Era una ceremonia en la que se leía el libro de la ley y la gente era tenida en cuenta. Dice que mientras alguno leía solemnemente, unos levitas se dedicaban a explicar lo que se proclamaba, y que al acabar se compartía la fiesta y la comida entre los que estaban presentes y con los pobres.”

Que el memorial de Jesús, lo vivamos y nos abramos a los pobres; que sepamos dar la vida por los hermanos, celebrar y hacer fiesta, y sobretodo, que nunca alejemos de la mesa del Pan y la Palabra a nuestros hermanos, sea cual sea su situación: Dejemos el juicio para Dios, ¡porque más vale caer en manos del Dios vivo que….!

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