I have a dream




Todos conocemos la famosa frase que preside este post, contenida en el discurso de Martin Luther King al frente del movimiento por los derechos civiles para los afroamericanos, y pronunciado desde las escalinatas del monumento a Lincoln durante la Marcha en Washington por el trabajo y la libertad; discurso con profusas alusiones al texto bíblico y a una coexistencia armoniosa y como iguales.

Aquél discurso, cumbre de la retórica moderna, se torna tan actual como la solícita petición de continuar trabajando con la convicción de que el sufrimiento que no es merecido, es emancipador.

Por eso, la crisis económica, que ha azotado con especial virulencia a los desposeídos, se ha convertido en la medida de algunos valores que parecían haberse arrinconado en nuestra sociedad transformada, a saber, la solidaridad entendida como “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” , para alcanzar la cohesión social tan esperada por todos aquellos que están dispuestos a “perderse”, en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a “servirlo” en lugar de oprimirlo para el propio provecho (Mt 10,40-42; 20, 25; Mc 10,42-45; Lc 22,25-27).


Así, la Iglesia no puede sino ofrecerse como madre solícita para compartir la vida, porque hemos incorporado en nuestras palabras y textos a los desfavorecidos, pero no nos hemos hecho una sola carne con ellos. Al igual que la realidad sobrevenida en la unión matrimonial se convierte en una sola “caro”, la Iglesia, esposa de Cristo, se hace carne y pobre como Él, mimetizándonos con la pobreza.




Tal vez, debemos empezar por reivindicar a la bella y hermana pobreza que se viste de justicia y equidad, que se alimenta de humor y amistad, bebiendo en las aguas cristalinas de la verdad, y que se hace irresistible y deseable en las manos encallecidas y tumoradas de los harapientos, en las que debemos posar nuestra mirada. Pero ello no significa buscar la desesperación y la indignidad en nuestras vidas, sino que en palabras de Francisco, toda persona debe tener la posibilidad de gozar del bienestar necesario para su pleno desarrollo, entre las cuales: alimento, vestido, habitación, ocio y trabajo.


Por ello, queremos descubrir la dimensión trinitaria de una via pauper pulchritudinis, dejando de ser testigos pasivos y mudos, indulgentes y cómplices, respecto a situaciones de injusticia intolerables, sino que por el contrario debemos ser accionantes de una atención puesta en el otro “considerándolo como uno consigo” que transforme a los que la cultura excluye y olvida, hasta el punto de considerarlos un desecho para nuestra sociedad del consumo y del bienestar: “No se debe considerar a los pobres como un fardo, sino como una riqueza incluso desde el punto de vista estrictamente económico”.


Pero debemos hacernos presentes, no en la mañana soleada sino en la penumbra de la soledad que cobija a tanta fragilidad, de manera que nuestra acción caritativa y social conlleve la lucha por la justicia como señal identitaria: “Conocer a Dios es practicar la justicia” (Jer 22,16). "A nadie se debe dar por caridad lo que le es debido por justicia" (AA 8). Por ello, entre justicia y caridad hay una relación de necesaria complementariedad, que descubrimos porque nos interpela en una llamada de rechazo total de la pasividad, indulgencia o complicidad respecto a situaciones de injusticia intolerables: Nunca más ser testigos mudos.




Pero no sólo hay pobreza material, hay otras formas de pobreza y la atención del pobre debe ser integral, no solo atender sus necesidades materiales, de esta forma “la opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria”(EG 200), pero esa atención religiosa no debe quedarse en un mero sacramentalismo frío y tedioso, sino en una manifestación espontánea, alegre y bella. Tampoco olvidamos que una de las más horrendas manifestaciones de la pobreza es el individualismo, puesto que rebaja nuestra dignidad y la estima del otro.


Por su parte, el trabajo debe ser liberador, renunciando el propio capital a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad (EG 202). En este sentido, Francisco recuerda que la dignidad de cada persona y el bien común son cuestiones que deben estructurar toda política económica por eso invita a cada empresario a dejarse “interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo” (EG 203).


Pero aún hay más, esto es, el trabajo debe empezar un proceso paulatino de liberación de su contraprestación económica, sin que esto signifique condenar a la indigencia a los trabajadores, sino intuir una situación que en los próximos años se hará efectiva debido a concausas como el incremento de la productividad, situación en la que muy pocos trabajadores pueden abastecer con productos industriales a muchos consumidores, siendo todos corresponsables de los servicios esenciales.




Ello conlleva que el capital y el derecho a la propiedad privada no es absoluto e intocable, es más, la enseñanza social de la Iglesia exhorta a reconocer la función social de cualquier forma de posesión privada, en clara referencia a las exigencias imprescindibles del bien común: “Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la creación entera: el derecho a la propiedad privada como subordinada al derecho al uso común, al destino universal de los bienes” (Juan Pablo II, Laborem exercens 14).


Ello nos lleva a reivindicar, como absolutamente necesarios, los Derechos Sociales, como verdaderos Derechos Humanos, que el liberalismo y el neoliberalismo han excluido por amor al dinero y a la ambición de poder, para defender una economía de exclusión, de simple competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil, en lo que la Evangelii Gaudium ha denominado “la cultura del descarte”, que afecta en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera, porque los excluidos no son explotados sino desechos, sobrantes.




Finalmente, yo también tengo un sueño y como el profeta Isaías sueño que algún día todo valle será alzado, y bajado todo monte y collado; y lo torcido se enderezará, y lo áspero se allanará, y en que las personas de buena voluntad y comprometidos con las cuestiones sociales, empujen hacia un amanecer de alegría para terminar la larga noche del cautiverio, profundizando en la noción de trabajo liberado de una contraprestación económica, para llegar a rescatar al ser humano del actual contrato sinalagmático que lo atenaza cuando su finalidad básica y principal es el enriquecimiento; y se administre de forma que todos y todas puedan vivir con dignidad procurándoles una renta básica suficiente, y poder clamar, tal y como cerró su discurso Martin Luther King: ¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!


Mientras tanto, no, no estamos satisfechos, y no estaremos satisfechos hasta que la justicia nos caiga como una catarata y el bien como un torrente.

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