Las Repúblicas laicistas



Guillermo Gazanini Espinoza / CACM. 10 de febrero.- Quizá sea una coincidencia, tal vez los protagonistas en esta etapa de las relaciones entre dos naciones no lo hayan advertido o guarden prudente silencio diplomático y es que durante la visita de Estado del presidente de la República francesa, François Hollande, se cumplen 150 años de la instauración del segundo imperio mexicano, patrocinado por Napoleón III, hijo de Luis, hermano del emperador de los franceses, Napoleón Bonaparte. El archiduque Maximiliano de Habsburgo había renunciado a sus privilegios como príncipe y heredero al trono de Austria para iniciar la aventura de un imperio efímero en un país americano convaleciente de una Guerra de Reforma, de la lucha entre facciones liberales y conservadoras, asolado por la voracidad de las potencias y las luchas de religión. El Tratado de Miramar del 10 de abril de 1864 podría ser el acta de nacimiento del imperio, un acuerdo cuyas cláusulas regularon la presencia francesa, el apoyo militar y el financiamiento imperial a las fuerzas del primer ejército del mundo en el siglo XIX en un escenario difícil de lucha por la separación de los negocios civiles y eclesiásticos de la nación mexicana.

La visita de Hollande trae a la memoria estos hechos de la historia y la tortuosa y conflictiva configuración del ideario laicista galo replicado en el nuevo mundo, anhelando la tolerancia, el respeto de la pluralidad y de la conciencia de las personas como objetivos últimos de la República con apellido laico sin olvidar la sangre derramada; aún en nuestros días, asoman las cicatrices que pueden ser abiertas, cortes profundos que se niegan a sanar al hacer de la laicidad el laicismo de Estado para mantener a raya las expresiones religiosas cuando se ocupan de los problemas más sensibles de la sociedad ubicándolas, lamentablemente, en un debate político donde algunos tienen pleno derecho a opinar y otros a callar sin más.

La historia común de México y Francia fue turbulenta yendo desde la guerra a la aceptación del afrancesamiento y la adopción del laicismo republicano. En 1789, los ideales de la revolución fueron un choque con los vestigios del antiguo régimen que no murió fácilmente; uno de esos emblemas del pasado se encarnó en la Iglesia y sus clérigos. La revolución sometió al catolicismo para sacralizar la razón y la iluminación de los derechos del hombre; la reacción se elevó hasta la persecución a muerte de la religión, el anticlericalismo como política del nuevo orden y la divinización del espíritu civil. La época napoleónica reguló los cultos religiosos y los actos civiles y después del Terror, la República instauró la educación libre, la prohibición de las agrupaciones confesionales y fueros eclesiásticos y el fin de las fiestas cristianas sustituidas por las celebraciones de la razón; pero las dinastías napoleónicas atemperaron el anticlericalismo postrevolucionario concediendo una edad de paz menguando el laicismo agresivo reproducido después en México con los ordenamientos contrarios a la Iglesia: la codificación penal, la supresión de órdenes monásticas y religiosas, la intervención estatal en el culto público sin olvidar la regulación oficial inaudita del número de sacerdotes en diferentes regiones del país; desde luego, la historia ya es conocida, ministros fueron expulsados y los obispos exiliados dejando a la iglesia al borde de la extinción.

Independientemente de los derroteros históricos, en Francia y México los vientos laicistas han soplado, algunas veces en forma de huracán y otras suavemente demostrando tolerancia y reconocimiento de la pluralidad. México y Francia, en esas similitudes, entran en un secularismo que no termina de definir la delicada línea entre la laicidad y el laicismo. Bien entrado el siglo XX, la potencia de la vieja Europa fue la nación baluarte de los ideales laicos, pero sucumbiendo en la negación de su cultura cristiana, la ausencia de los valores y la imposición de la ideología empeñada en acabar con lo que, equivocadamente, se estimó como una rémora del antiguo régimen oscurantista. Los defensores de la República laica en Francia argumentan un punto que no debería dejar indiferente a los ciudadanos de una sociedad libre: El laicismo triunfó sobre la religión que alguna vez, todopoderosa, ahora se encuentra en condiciones de desventaja y debilitamiento en los tiempos de la secularidad donde el individuo es indiferente a la fe.

La refundación de la educación en el gobierno de Hollande, por ejemplo, tuvo por consigna la bandera de los Quince Mandamientos de la Educación Laica. Este manifiesto llevó al extremo la proclamación republicana laicista al prohibir las expresiones religiosas en las escuelas públicas, el ejercicio de convicciones y del uso de símbolos que identifican a los creyentes; si bien se toleró el crucifijo personal o el uso de la kipá judía, la controversia se suscitó por el uso del hiyab de las mujeres musulmanas como forma de la sumisión femenina o la expresión legítima del credo islámico. La discusión del problema, a fin de no comprometer la neutralidad de la República, afronta otro más que podría ser paradójico y es el de la ideología de género y la autonomía de la mujer, otro punto del carácter laico moderno que apela al individualismo y la libertad para decidir conforme a la conciencia; sin embargo, intolerante ante manifestaciones de fe por signos religiosos.

Una cosa similar se dio en México cuando fue reformado el artículo 41 de la Constitución de la República. Las discusiones recordaron rancios conflictos y fueron pocos los legisladores que dieron argumentos sólidos para decir que la laicidad no es igual al laicismo. La reforma afirmaría la neutralidad de la República mexicana, pero sin distinguir cuáles son las formas de cooperación entre un gobierno y los credos con presencia en el país donde la Iglesia católica, particularmente, reúne millones de seguidores; las confesiones protestantes y de tinte evangélico son capaces de organizarse social y políticamente y el proselitismo de los nuevos grupos religiosos está actuante cada día. Al contrario de la Francia secular, en México la religión es una fuerza viva capaz de influir socialmente y de forma muy poderosa y definitiva.

Esta construcción de la identidad laica enfrenta un relativismo y decadencia que podrían conducir al caos social y a la descomposición de los ideales como naciones democráticas. En México y Francia, el laicismo compromete los paradigmas de las religiones trascendentes por la sacralización del relativismo y del pensamiento que minusvalora a las confesiones de las sociedades libres. El Papa Benedicto XVI, en su visita a Francia en septiembre de 2008, expresó que en la base de la sana laicidad está el diálogo sereno y positivo para adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad… Y entre esas funciones insustituibles, mismas que el Papa emérito recordó en León, Guanajuato, el 25 de marzo de 2012 ante los obispos de América Latina, son proclamar día y noche la gloria de Dios que es la vida del hombre, estar a lado de quienes son marginados por la fuerza, el poder o una riqueza que ignora a quienes carecen casi de todo… y evitar divisiones estériles, críticas y recelos nocivos.

Los presidentes de las Repúblicas laicistas se reúnen para “relanzar sus relaciones” y abrir la puerta a las inversiones y capitales para la explotación de energéticos por las reformas recientemente aprobadas y los ciudadanos sólo podemos recordar la historia que se escribió en difíciles capítulos y, mientras se desarrolla la parafernalia laica honrando las investiduras de los servidores públicos, nuestras democracias deberían tutelar a la persona y su dignidad y reconocer que las religiones tienen muchísimo que aportar. Al final, la laicidad no es patrimonio del laicismo ideológico.
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