Mi amigo Carlos

Carlos es un magnífico muchacho y su madre aún más. Pero Carlos, como otros muchos jóvenes, se ha deslizado por el mundo de la droga y ahora es una pena de chaval. Cada vez que lo veo se me cae el alma a los pies y no sé cómo ayudarle a afrontar su situación y eso que su madre me llama una y otra vez para que le eche una mano pero ¿cómo, si apenas se deja?
Ya no le queda nada más que vender en su casa; le ha robado a su madre y a su abuela todo lo que se puede robar. En su casa están desesperados y ya no saben a quién acudir porque, a pesar de todo, le quieren. Miente todo lo que puede para justificar su conducta.
He llamado por teléfono a Carlos porque su situación es ya extrema. El juez lo va a meter en la cárcel enseguida porque no cumple las exigencias que le ha puesto como consecuencias de sus continuos robos. Quiero convencerle de que entrar en alguna organización especializada en el tratamiento contra la droga, a lo largo de un tiempo prudente, puede ser la solución perfecta para recuperarse y evitar la cárcel que se le viene encima. Al otro lado del teléfono suena una música muy machacona, para mí insoportable, pero él no coge el teléfono. Al final, le he dejado un mensaje grabado para que me llame y podamos tomar juntos un café y hablar del tema, pero nada. Carlos no me llama porque no quiere afrontar su problema. Me llama su madre, desesperada, porque no quiere verle en la cárcel y los plazos se agotan. ¿Qué podemos hacer por Carlos si él se niega a aceptar la ayuda venga de donde venga?
Carlos sabe que su madre no es su madre biológica porque es un niño adoptado y lleva dentro una pregunta permanente: ¿Por qué mis padres me dieron en adopción? ¿No me querían? Y esa pregunta lacerante le tortura todos los días y lo muestra llevando una conducta antisocial. Carlos es otra tesela más desprendida del mosaico de Dios.
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