Las campanas tocan a muerto

-Preguntas inútiles y respuestas innovadoras-

 Recuerdo siempre los inspirados versos de Lope de Vega en esa alegoría tan hermosa de la vida humana

"Pobre barquilla mía,

entre peñascos rota,

sin velas desvelada,

y entre las olas sola:

¿Adónde vas perdida?

¿Adónde, di, te engolfas?

Que no hay deseos cuerdos

con esperanzas locas."

Diríase que Lope estaba pensando en este tiempo del Coronavirus sin imaginar que sus versos son aplicables al momento que vivimos y también a tantos momentos semejantes a lo largo de la historia.

 En este momento, precisamente,  están tañendo las campanas a muerto en mi pueblo, con ese sonido monótono y lento que produce tristeza y desasosiego. ¿Quién habrá muerto? ¿A quién le ha tocado esta vez? ¿Habrá sido por coronavirus? Esto produce un vacío desolador, como un jaque mate, no por esperado, menos hiriente. Nunca las campanas suscitan tantas preguntas como cuando tocan a muerto. A veces, uno piensa que sería mejor haber nacido jazmín que perfuma la tierra y no lo sabe. Porque, decía Rubén Darío, que “no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo ni mayor pesadumbre que la vida consciente.” Algún día seremos nosotros mismos la noticia que anuncian las campanas. La más triste noticia para nuestros seres queridos y, para la mayoría, una profunda indiferencia como un número más. Como están siendo un número más los muertos por coronavirus en estos días. Hoy, que escribo estas líneas, 378 muertos más que ayer. Todos tenían un nombre y una historia y no los sabremos nunca. Cuando visité El Memorial de las Torres Gemelas en Nueva York, en el subsuelo donde estuvieron las Torres, pude ver la foto de cada uno de los muertos en aquel ataque terrorista. El gobierno  de EEUU se encargó de reunir las fotos de todas las numerosísimas víctimas para ponerlas allí en el memorial, como recuerdo permanente. Algo que nunca ocurrirá en nuestro país. Estoy bien seguro. Solo estarán en la memoria de  su familia y en la memoria de Dios. El dolor siempre dicta oración y algún que otro verso. Porque la oración y la poesía no logran curar pero arriman el hombro.

Quiero, con mi reflexión, abrazarme a algunas preguntas, tal vez sin respuesta, que me provocan las campanas cuando tocan a muerto. Porque el dolor auténtico nunca desaparece, solo nos acostumbramos a sentarlo a la mesa como uno más de la familia.

En estos días, las imágenes de los ataúdes, más bien pocas, para ocultar la realidad, me han suscitado muchas preguntas. Como soy hombre creyente las pongo todas en manos de Dios y hasta logro encontrar alguna respuesta que a mí me sirve pero no sé si le servirán a otros. El dolor y la muerte nos interpelan.

EL DOLOR DEL POETA

Me duelen de los pueblos las fronteras

caminos que no van a parte alguna

el injusto reparto de fortuna

y los necios que instalan las barreras.

Me duele el trigo escaso de las eras

el niño muerto por la sed y hambruna

falto de pan, de higiene y de vacuna

y el caído que abona las trincheras.

Cuánto duele injusticia y tiranía

cuánto duelen al hombre los agravios

quién pudiera tornarle la alegría.

¡Quién conociera fórmula y secreto

de poner miel y música en sus labios

con los catorce versos de un soneto!

                    (Rosario Bersabé Montes)

¿Y qué hacer ante tanto dolor? Porque el dolor nunca es algo neutro ni estéril. Es el micrófono de Dios para gritar al mundo cuando se vuelve ciego y sordo. Y nuestro  mundo está cada día más sordo y mas ciego a la vida que pasa y a las campanas que tocan a muerto en tantos pueblos del mundo. Nuestro mundo huele a virus y a eutanasia en la misma medida y al mismo tiempo. Aquí muerte con muerte se tapa. El ataúd de la vida es la política sin valores y sin corazón. Y de esto estamos descubriendo mucho en los últimos tiempos. Estamos abriendo los ojos a una política incoherente y rastrera que hace prevalecer los sueldos y las prebendas personales y la ideología mitinera, a la seguridad de los sanitarios que nos cuidan y al  pueblo que padece la enfermedad, sometido  a una obediencia troyana para reforzar  aún más los egos de quienes nos gobiernan. Toda la sociedad castigada en casa por orden del reyezuelo de turno. Tal vez como la mejor solución. Nunca lo sabremos.

Y las preguntas se hacen cada vez más hirientes y provocadoras. Pero no esas preguntas tan frecuentes que brotan de unas mentalidades poco maduras y escasas de formación, tal vez por culpa, incluso, de la misma iglesia que no ha sabido educar, y que nos cuestionan una y otra vez, ¿Cómo puede un Dios bueno y todopoderoso permitir esta pandemia y tanto dolor y sufrimiento? Esa pregunta es la que la humanidad lleva haciéndose inútilmente desde el principio con Caín y Abel.  Es la pregunta inútil que no tiene respuesta útil porque la vida es, en sí  misma, una Pandemia y por eso las campanas de mi pueblo tocan con mucha frecuencia a muerto. Es la pregunta del niño que no ha crecido aun y cree que su papá lo puede todo hasta  que un día lo ve llorar. Y Dios llora en estos días.

A mí la pregunta que me sofoca ante la pandemia de la vida es: ¿Y yo qué más puedo hacer para que vuelva el paraíso perdido que es el deseo más profundo de Dios para sus hijos, para todos? Nunca me planteo, como otros, creyentes incluso,  que Dios sea el culpable de la Pandemia como un castigo divino. ¡Por Dios! ¿Qué Dios es ése que castiga como en el Antiguo Testamento y no conoce el Nuevo de su hijo todavía? ¿Un dios inculto y desinformado? A Dios le entra en el ADN de ser Dios un amor ilimitado a sus hijos. La única deficiencia que tiene Dios en su omnipotencia es que se le ha olvidado castigar. “Yo tampoco te condeno” nos ha dicho, en la mujer pecadora del Evangelio.

Y esta pregunta debe hacerse la iglesia cada día ante el sagrario o en medio de las plazas: ¿Qué puedo hacer yo, comunidad de Jesús,  para ser instrumento del amor y del perdón de Dios  para el mundo?

Y dejar de hacerse  tantas preguntas clericales e inútiles como nos ha hecho ver esta pandemia que nos ha cerrado las iglesias y ha impedido el culto de siempre para hacernos descubrir que hay un culto que hemos de hacer todos los días, en espíritu y verdad, en los tempos de nuestras calles y plazas donde los hombres se contaminan con el virus de la injusticia y la ausencia de derechos humanos y religiosos. No he entendido ese celo desmedido de algunos clérigos, por celebrar la misa en lugares arriesgados incluso como una provocación a las autoridades. No necesitamos héroes, quemados de celo, como Matatías, sino servidores. Los capellanes de nuestros hospitales nos han dado una lección impresionante de una nueva iglesia misionera y evangelizadora, que no hace distinciones ni pide carnet a la hora de estrechar la mano  a quien está muriendo solo por falta de un respirador. No estaban preocupados por su condición creyente o atea, sino por su paz cuando todo apuntaba a la muerte. Y la humanidad entera está escasa de respiradores en medio de esta polución creciente que nos agobia. No  más  preguntas inútiles, por favor, en este tiempo de emergencia. Que sean todos los hombres y todas las UCIS nuestros. Que todos sepamos aplaudir, a cualquier hora de la tarde, a quien alienta y colabora en la pandemia. Esta crisis tiene que hacernos despertar y abrir las iglesias y ventanas a un tiempo nuevo, a una manera nueva de ser iglesia. No sigamos estancados en nuestra mentalidad de siempre, obsoleta, que ya no sirve a la hora de afrontar la pandemia de la vida.

No sigamos instalados en un iglesia sacramentalista y triunfante. de grandes asambleas que no guardan la distancia social.

No es tan importante el color litúrgico cuanto ofrecer una mascarilla a quien no tiene o una bolsa de comida  quien la crisis le ha dejado fuera de juego.

No es tan importante el derecho cuanto la mano tendía a quien lo necesita.

No podemos seguir excluyendo, marginando y juzgando a quienes no piensan ni sienten ni viven como nosotros.

Menos espiritualismo vacío e incoherente y más preocupación desinteresada por la gente. Menos moralina y más desinfectante personal.

No son tan importantes tantos signos, capisallos y puntillas  para distinguirnos unos  de otros, cuanto proveer de EPIS a todos para que se mantengan sanos y no se contaminen. ¡Ojalá nuestras casullas hubieran servido para confeccionar mascarillas y batas para nuestros sanitarios! Esto lo he aprendido de mi madre que nuca deja de rezar sus  rosarios y, de repente, me dijo: “Hoy no voy a poder rezar el rosario porque quiero estar todo el día haciendo mascarillas para quien no tiene.” Y sacó sus tejidos guardados con celo en sus baúles y los cortó para hacer mascarillas. Y a mí me pareció que nunca había rezado el rosario con más devoción y sentido que haciendo mascarillas en estos días de la pandemia.

Que podamos nacer  de nuevo a la vida del agua y del Espíritu porque llegará el día en que “ni en este monte ni en Jerusalén se dará culto a Dios sino en los corazones de los hombres de buen corazón.”

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