Algunas reflexiones a partir del Documento preparatorio para el Sínodo sobre la “Iglesia sinodal”

Documento preparatorio al Sínodo. 

Limitaciones bíblicas y prácticas a la escucha del pueblo de Dios.

¿Se pretende que algo cambie?

Algunas reflexiones a partir del Documento preparatorio para el Sínodo sobre la “Iglesia sinodal”

Eduardo de la Serna

Se ha hecho público el documento preparatorio para la XVI asamblea del sínodo de obispos:

https://press.vatican.va/content/salastampa/it/bollettino/pubblico/2021/09/07/0540/01156.html#SPAGNOLOOK

Como es habitual, el texto presenta una serie de criterios para el desarrollo del próximo sínodo, que se presenta como diferente por un mayor tiempo y proceso de escucha (de 2021 a 2023). No me detendré en un análisis detallado del texto, ni tampoco de algunas propuestas metodológicas, que parecen sensatas o, al menos, prácticas, sino en algunos elementos que están en su sustrato y me parecen importantes.

No me toca a mí, para empezar, evaluar las intenciones en la elaboración de propuestas, pero empiezo por un elemento que me parece principal:

Y empiezo con un ejemplo del pasado. Cuando el Papa Juan Pablo II dividió en dos el Carmelo teresiano, y cada convento debía decidir a cuál de ellas adheriría, si a las tradicionalistas o a las renovadas (el tema es amplio y complejo, uso los términos simplemente para sintetizar) se indicó que la elección de la opción debía tomarla cada comunidad luego de diálogo, discernimiento y escucha de la opinión de todas las religiosas. Pero es sabido que, en muchos conventos, que adhirieron al primer grupo, la decisión fue tomada exclusivamente por la priora sin consulta a la comunidad (me consta de casos). Y acá el tema, lamentablemente, no solamente el clericalismo es un gran mal eclesial de este tiempo; también el autoritarismo lo es. Y, para peor, con un supuesto fundamento teológico: el espíritu santo (así, con minúscula) inspiraría a una autoridad para decidir y obrar a su arbitrio. ¡Causa finita!

Esto, que ocurrió, es algo que nada impide que vuelva a ocurrir en comunidades eclesiales, diócesis, movimientos religiosos, etc. Y, para peor, el documento deja bien puestas las ideas para que siga ocurriendo al relativizar las democracias, por ejemplo (#14).

Es evidente que quien conduce la Iglesia es – debiera ser – el Espíritu Santo. Y es razonable, entonces, que se proceda a un amplio, intenso, frecuente proceso de escucha lo más amplio posible, y perdurable. En esa escucha, sin duda, habrá voces diferentes, y hasta contrapuestas. El discernimiento es el arduo y difícil proceso por el que se logra escuchar al Espíritu entre tantas voces, para seguirlo. Pero, ¿cuál es el criterio para que todos sepamos que de seguir al espíritu se trata y no de someterse al autoritarismo de quien tiene poder para ejecutarlo? Difícil, si no imposible. Es posible, para peor, que algunas actitudes infantiles acepten a-críticamente “obedecer” sin seguir sus propios procesos de discernimiento. Lamentablemente, desde el proceso autoritario que se vivió en la Iglesia en los últimos tiempos, estos infantiles acríticamente obedientes han proliferado. ¿Cómo hacer para que detrás de la aparente invocación al Espíritu Santo no se oculte el autoritarismo, el infantilismo, y – por lo tanto – la falta absoluta de sinodalidad disimulada? ¡No lo sé!

Pero el documento pretende presentar un fundamento bíblico a estos procesos (#16-24). Y me permito cuestionarlo.

Señala que hay tres (y añade, extrañamente, un cuarto) sujetos: Jesús, las multitudes, los apóstoles (y añade, el “antagonista”). Dejo de lado este último: el conflicto y quienes lo provocan, son una constante en la experiencia humana; y en ocasiones, motivo de enorme enriquecimiento. Atribuir a una fuerza externa, diabólica, es un tema que excede estos párrafos. Aunque no deberíamos descuidar que esto también es motivo de discernimiento, ya que con frecuencia “satanás se disfraza de Ángel de luz” (2 Cor 11,14).

El texto señala (sin precisarlas) dos “imágenes” de las Escrituras que entiende oportunas para emprender el camino sinodal; parece referirse a Jesús-la multitud-los Apóstoles (17-21) y el encuentro entre Pedro y Cornelio (22-24). El segundo de los textos, presentado como un doble proceso de conversión, no parece tocar más que tangencialmente lo principal del relato del libro de Hechos: la predicación a los paganos. Pareciera un texto que se ha elegido para que diga “lo que queremos que diga” y no una escucha atenta de lo que el texto dice.

Pero la segunda imagen presenta una serie de conflictos bíblicos.

Comienza haciendo referencia – lógica – a Jesús. Sin embargo, si se pretende hacer una sencilla y fundacional presentación de Jesús, su ministerio, su predicación, que en todo el texto el “reino de Dios” sólo se encuentre tres veces en el relato, y no demasiado resaltadas, invita a la sospecha o la duda. Y hay demasiados elementos soslayados (¡y de Jesús hablamos!).

Luego se habla de la multitud. Y aquí hay un nuevo motivo de duda. Cualquier estudioso del Nuevo Testamento sabe que cada Evangelio tiene una diferente mirada sobre la “multitud” (ojlos); en Marcos, por ejemplo, suele ser un grupo ingente, que en ocasiones es incluso “escudo” de Jesús ante los intentos de capturarlo (12,12). Sin embargo, también son seducidos para pedir la muerte (15,11). No se debe descuidar que en Marcos el acento está puesto en el discipulado (“adentro”, “en casa”) que contrasta con el “afuera” (donde está la multitud; cf. 3,31.32; 4,11). En Mateo, en cambio, en ocasiones se trata de un grupo con fe incompleta o insuficiente (cf. 12,23; 20,31; 21,9; pero 22,45) y se distinguen de los discípulos (23,1). El contraste Mateo lo pone entre los que reciben / les es dada una “revelación” o no de los misterios (11,25-27; 13,11). En Lucas la imagen es semejante, aunque hay algunos matices (cf. 23,48). Es frecuente, sin embargo, en los tres sinópticos que, en el conflicto final en Jerusalén, la “multitud” (ojlós) se encuentra particularmente en actitud distante de Jesús. En el Evangelio de Juan el término solo se encuentra en la primera parte (1-12) y en ocasiones se trata de aquellos que se aproximan a Jesús, pero con frecuencia por los beneficios, no por que han accedido a la fe (o porque han visto signos; cf. 6,26). Como es evidente, entonces, el término multitud es, por lo menos ambiguo.

Pero, y acá la extrañeza, el documento pasa a hablar del indeterminado grupo “los Apóstoles”. Para empezar, es bueno notar que el término significa cosas muy diferentes en cada uno de los evangelios. El término significa “enviado”, como se sabe, y no todas las veces en que un texto dice “los enviados” ha de entenderse como “los apóstoles”, por cierto (Jn 1,19 es un ejemplo evidente).

En Marcos, solo 6,30 permite entender el uso del término “apóstoles” después que los Doce fueran enviados (6,7), pero es razonable entender que se refiere a los que antes había enviado, no a un “título” aplicado a ellos.

En Mateo, a semejanza de Marcos, afirma que “envió” a los Doce (10,5) y da el nombre de los “Doce enviados” (10,2). Como se ve, tampoco acá necesariamente debe entenderse como un grupo específico.

En Juan la situación es más compleja, porque en el cuerpo del Evangelio hay solamente un “apóstol / enviado”, que es el mismo Jesús, “el Enviado” (tema de cristología muy importante en el Cuarto Evangelio). Recién en la resurrección (anticipada en 17,18, referido a un grupo indeterminado: “los que me has dado”, 17,6.9.11.12) Jesús dice que “como el Padre me envió [epéstalkén] así yo los envío [pémpô]” (20,21; estos dos verbos para indicar “envío” parecen indistintos en Juan) y es dicho a “los discípulos”, sin que se indique a quiénes se refiere (20,19-20).

En Pablo, es evidente que, no solamente él se aplica el título repetidamente sin ser del grupo de los Doce ni de los que estuvieron con Jesús, sino que el atributo parece más amplio: Pablo parece entender por “apóstol/es” a todo/s aquel/los que han visto al resucitado y lo testimonian (cf. 1 Cor 9,1). Concretamente, es evidente que llama apóstoles a una pareja que compartió con él la prisión y que tienen un cierto parentesco con él (Rom 16,7, ¡es decir, hay una mujer apóstola!).

Recién en la doble obra de Lucas “apóstol” parece un título, expresamente referido a los Doce, y su característica es que este sea “uno de los que han estado en nuestra compañía durante todo el tiempo que el Señor Jesús permaneció con nosotros, desde el bautismo de Juan hasta el día de la ascensión, sea constituido junto con nosotros testigo de su resurrección" (Hch 1,21-22). Expresamente Lucas señala que “a los Doce los llamó apóstoles” (Lc 6,13). Pero lo de Lucas parece coherente con su eclesiología que intenta mostrar claramente una continuidad en la misión, que empieza por Jesús, sigue con los Doce, continua con un nuevo grupo (los Siete, Bernabé, Pablo) y culmina en los presbíteros (cf. Hch 20,18-35). Los “apóstoles”, entonces, son un eslabón en la cadena de la evangelización.

Fuera de estos textos, en Hebreos, Apóstol es Jesús (3,1); la tradición petrina atribuye a su héroe el título (1 Pe 1,1; 2 Pe 1,1) sin que se especifique más; aunque en 2 Pe 3,2 se habla de “apóstoles y profetas” sin ninguna precisión (semejante, como es sabido a la tradición de Judas 17; cf. Ap 18,20). En Ap 21,14 se hace referencia a “los doce apóstoles del cordero”.

En suma, no se entiende que el texto haga referencia a los “Apóstoles”. ¿Por qué no menciona a los “discípulos”, en cambio? Es evidente que, en el ministerio de Jesús, dentro del conjunto de los discípulos ha de haber habido diferentes “compromisos”. Algunos pudieron dejar todo circunstancialmente para seguirlo para encarar una misión itinerante con Jesús (sin duda no se trata de “dejar todo definitivamente; Pedro, por ejemplo, afirma que dejó a su familia [cf. Mc 10,28-31], pero más tarde lo encontramos con su mujer [1 Cor 9,5]); otros pudieron recibirlo y aceptar su mensaje en la región donde se encontraban (ese parece el caso del Discípulo amado, que se ubica en la región de Jerusalén) … Es decir, no hay una única manera de discipulado, pero nada más importante, para los evangelios, que esto: “mi madre y mis hermanos” (Mc 3,35), “los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

Finalmente, queda una referencia breve a “los Doce”. Es evidente que la elección de estos tiene como tema principal el número, más que los nombres; se trata de “reunir a las ovejas perdidas de Israel” (Mt 10,6; 15,24), son “las Doce tribus”; y mirando las listas, es probable que no hayan sido siempre los mismos, aunque la mayor parte hayan permanecido [por eso la tradición unió como si fuera un mismo sujeto a Tadeo (Mc 3,18) con Judas de Santiago (Lc 6,16)]. Evidentemente, el tema importante es ser discípulos; en cambio, ser parte de los Doce (obviamente varones, porque alude a los doce hijos de Jacob) es un aspecto simbólico referido a la Iglesia, pueblo de Dios (no deja de ser importante, por ejemplo, la poca atención que da el Cuarto evangelio a este grupo de Doce).

La referencia a los Apóstoles en el documento, me da temor a un presupuesto fundamentalista de difícil profundización: los doce-apóstoles (únicos presentes en la Cena final [¿?] donde Jesús “instituye” el ministerio ordenado [¿?]) continúan presentes en sus sucesores, los obispos… Así el documento tiene “garantizado” que, aunque se escuche “sinodalmente” al pueblo de Dios (la multitud), puesto que no se trata de democracia, lo que cuenta es la definitividad de lo que los Apóstoles (= los obispos) afirmen. Se supone, se espera, se desea (ilusoriamente en ocasiones) que lo harán luego de una escucha atenta y acabado discernimiento, pero son ellos los que tienen la última palabra. Me permito dudar que de ese modo se escuche lo que “el espíritu dice a las iglesias”.

Imagen tomada de https://www.piqsels.com/es/public-domain-photo-ovckh

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