Santidad, vida y el principio de encarnación

Este artículo tiene su raíz en mi reciente viaje académico a Cuba, como profesor en el Diplomado de Filosofía Moral del Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV) en La Habana. La providencia de Dios hizo que me encontrara con el querido Fr. Jesús Espeja OP, religioso sacerdote dominico español.. Uno de los teólogos y pensadores más significativos de nuestra época, un maestro (sabio) y testimonio espiritual, misionero y moral al servicio de la fe y de la justicia con los pobres de la tierra. Desde estas experiencias vividas y por estas fechas donde hacemos memoria de todos los santos, presentamos la trascendencia de la santidad en la fe e iglesia; igualmente de la mano de Francisco con su bella Exhortación Apostólica “Gaudete et exsultate" (GE), sobre la llamada a la santidad en el mundo contemporáneo. Y es que la santidad es lo más decisivo e imprescindible, con la entrega de la vida a Dios y al otro que nos da la alegría, una vida feliz y realizada. “El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada” (GE 1).

De esta forma, tenemos a los sujetos de la santidad, con la vocación universal a la santidad. Actualizando toda la teología y enseñanza conciliar en el horizonte del Vaticano II (LG 8), se reafirma y subraya la llamada de todo el pueblo de Dios a ser santo (GE 6-18). “La santidad es el rostro más bello de la Iglesia”. (GE 9). Frente a todo elitismo espiritual y eclesial, todos los fieles bautizados tienen la misma dignidad e igualdad. Todos los miembros de la iglesia están llamados y constituidos por esta vida de santidad, que es lo más trascendente para fe y la misión. “Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos” (GE 14).

En esta línea, se nos presentan los ámbitos de la santidad en la vida y en mundo, con el principio de encarnación. La santidad se realiza en la existencia cotidiana, con una espiritualidad y mística que se encarna en lo real, en la realidad histórica de los pueblos con sus relaciones humanas, comunitarias, culturales, espirituales, sociales, económicas y políticas. “Esto es un fuerte llamado de atención para todos nosotros. Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión…” (GE 23). La santidad se entraña e inspira en este principio de la encarnación que, de forma similar a Jesús el Verbo (Palabra) y Dios encarnado, asume toda la humanidad, lo real e histórico para salvarlo y liberarlo integralmente. El lugar de la santidad, por tanto, no se reduce a los espacios del templo y del monasterio o convento. De ahí que exista “una espiritualidad del trabajo. Por la misma razón, en Evangelii gaudium quise concluir con una espiritualidad de la misión, en Laudato si’ con una espiritualidad ecológica y en Amoris laetitia con una espiritualidad de la vida familiar” (GE 28).

Y es que la acción que santifica es al servicio del Reino y su amor, vida, paz y justicia. No consiste únicamente en las acciones litúrgicas, sacramentales, de ritos u oración y devociones. La actividad y práctica de la existencia de la santidad, en el seguimiento de Jesús, busca igualmente el Reino de Dios que nos trae esta fraternidad, reconciliación y equidad. “Como no puedes entender a Cristo sin el reino que él vino a traer, tu propia misión es inseparable de la construcción de ese reino: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). Tu identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con él, ese reino de amor, justicia y paz para todos” (GE 25). Tal como nos muestran la Palabra de Dios, con esos dos textos esenciales que nos transmite Francisco como son las bienaventuranzas (Mt 5,3-12) y el relato del juicio final (Mt 25, 31-46, al que Papa llama “el gran protocolo”), la santidad se realiza en esta vida espiritual de servicio, caridad y misericordia (GE 60-62); con la pobreza fraterna y solidaria con la comunión de vida, de bienes y de lucha por la justicia con los pobres de la tierra. Frente al pecado del egoísmo y sus ídolos de la riqueza-ser rico, del poder y la violencia. En este sentido, “no se trata solo de realizar algunas buenas obras, sino de buscar un cambio social: «Para que las generaciones posteriores también fueran liberadas, claramente el objetivo debía ser la restauración de sistemas sociales y económicos justos para que ya no pudiera haber exclusión»” (GE 99).

Más hay que evitar los errores e ideologías que impiden la santidad, como son el gnosticismo, el espiritualismo y el pelagianismo, el secularismo. El gnosticismo rechaza dicho principio de la Encarnación de Dios en Jesús, por la que asume solidariamente la realidad de la humanidad, del mundo e historia. “Esta ideología se alimenta a sí misma y se enceguece aún más. A veces se vuelve especialmente engañosa cuando se disfraza de una espiritualidad desencarnada” (GE 40). El gnosticismo se manifiesta y actualiza hoy en esa ideologización de la fe que es el conservadurismo burgués, el espiritualismo desencarnado, con un reduccionismo de la fe al culto, a la devoción u oración. Sin un auténtico compromiso cristiano y social global, que defienda toda la vida y dignidad de cada ser humano en todas sus fases y dimensiones, sin una militancia por la fe y la justicia con los pobres, los trabajadores, los oprimidos y los excluidos.

Es “el nocivo e ideológico error de quienes viven sospechando del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista, inmanentista, comunista, populista. O lo relativizan como si hubiera otras cosas más importantes o como si solo interesara una determinada ética o una razón que ellos defienden. La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte. No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este mundo, donde unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que otros solo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente” (GE 101).

Por su parte, el pelagianismo sólo pone la confianza en su propio mérito, en su único esfuerzo humano y moral para obtener la salvación, negando de esta manera la Gracia de Dios. Es ese moralismo y purismo militante que no conoce y rechaza lo espiritual, lo religioso y eclesial, que no comprende ni acoge lo real, la tradición de la fe e iglesia. Otra ideologización de la fe, con el “error nocivo de los cristianos que separan estas exigencias del Evangelio de su relación personal con el Señor, de la unión interior con Él, de la Gracia. Así se convierte al cristianismo en una especie de ONG, quitándole esa mística luminosa que tan bien vivieron y manifestaron los santos a los que ni la oración, ni el amor de Dios, ni la lectura del Evangelio les disminuyeron la pasión o la eficacia de su entrega al prójimo, sino todo lo contrario” (GE 100).

Frente a lo anterior, hay que promover las notas y el perfil de la santidad. En el camino del Reino, siguiendo Jesús crucificado que lleva a la incomprensión, al conflicto y a la persecución por este Reino que nos trae la vida, la dignidad y la justicia con los pobres, con los oprimidos y víctimas de la historia. Más, y esta es la paradoja de la fe encarnada, dicha persecución conflictiva, cruz y hasta martirio que imponen los poderes de todo tipo, para acallar al Reino de la vida y de la justicia, nos proporciona la alegría. El gozo y la esperanza de la salvación liberadora, que se nos revela en Cristo Crucificado-Resucitado (GE 90-94). El Espíritu Santo nos da la “parresía”, la valentía, la audacia y el vigor profético para seguir en libertad con la misión al servicio del Reino de Dios y su justicia (GE 129-137) que, en el camino del Crucificado, nos libera del miedo y de todo mal (GE 174-175). Como afirmaba L. Bloy e insiste Francisco, "existe una sola tristeza, la de no ser santos" (GE 34). Y el reto del ateísmo, afirmaba el agnosticismo o existencialismo con A. Camus, es ser santo sin Dios. Ya que, por ejemplo un Francisco de Asís o un Mons. Romero, nos han mostrado que desde Dios es posible toda esta santidad. Ser santos es la vocación y la entraña del ser humano, del ser persona.

Para concluir, “recordemos que «es la contemplación del rostro de Jesús muerto y resucitado la que recompone nuestra humanidad, también la que está fragmentada por las fatigas de la vida, o marcada por el pecado. No hay que domesticar el poder del rostro de Cristo». Entonces, me atrevo a preguntarte: ¿Hay momentos en los que te pones en su presencia en silencio, permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas que su fuego inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el calor de su amor y de su ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de los demás con tu testimonio y tus palabras? Y si ante el rostro de Cristo todavía no logras dejarte sanar y transformar, entonces penetra en las entrañas del Señor, entra en sus llagas, porque allí tiene su sede la misericordia divina” (GE 151). La santidad de la fe implica pues el discernimiento, el escrutar los signos de los tiempos con sus alegrías, esperanzas, anhelos y causas justas. Conduce a la militancia contra la injusticia y el mal que es tentador, que impone la corrupción y destrucción de la vida (GE 158-175). Y en esta vida de santidad, espiritualidad y fe, tenemos a María como el paradigma del ser santos en la alegría (GE 176).
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