La fe en la política con Francisco y Mons. Romero

Este domingo, 24 de marzo, celebramos por primera vez la fiesta de la santidad de Mons. Romero, desde que fuera canonizado el año pasado, en este tiempo que estamos conmemorando asimismo el séptimo aniversario de la llegada del Papa Francisco al ministerio petrino. Uno de los legados de Mons. Romero y del Papa Francisco es haber subrayado la constitutiva dimensión pública y política de la fe, como es la esencial virtud teologal de la caridad política, que busca la promoción del bien común más universal, la justicia social (global) con los pobres de la tierra y la civilización del amor. Al mismo tiempo, hay que tener claro que la fe e iglesia no se confunde con ninguna ideología y partidismo político. Hay que distinguir claramente la realidad de la fe e iglesia y las del estado, gobiernos estatales, partidos políticos e ideologías; y cada una desde su misión propia, como es la religiosa de la fe e iglesia, están llamadas a contribuir a este bien común, a la defensa de la vida, dignidad y derechos de las personas

Tal como nos enseña muy bien Mons. Romero, “la dimensión política de la fe no es otra cosa que la respuesta de la Iglesia a las exigencias del mundo real socio-político en que vive la Iglesia. Lo que hemos redescubierto es que esa exigencia es primaria para la fe y que la Iglesia no puede desentenderse de ella. No se trate de que la Iglesia se considere a sí misma como institución política que entra en competencia con otras instancias políticas, ni que posea unos mecanismos políticos propios; ni mucho menos se trata de que nuestra Iglesia desee un liderazgo político. Se trata de algo más profundo y evangélico; se trata de la verdadera opción por los pobres, de encarnarse en su mundo, de anunciarles una buena noticia, de darles una esperanza, de animarles a una praxis liberadora, de defender su causa y de participar en su destino. Esta opción de la Iglesia por los pobres es la que explica la dimensión política de su fe en sus raíces y rasgos más fundamentales. Porque ha optado por los pobres reales y no ficticios, porque ha optado por los realmente oprimidos y reprimidos, la Iglesia vive en el mundo de lo político y se realiza como Iglesia también a través de lo político. No puede ser de otra manera si es que, como Jesús, se dirige a los pobres” (Discurso al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Lovaina, 2 de febrero de 1980).

En un profundo y memorable discurso a la academia de líderes católico, poniendo como ejemplo y modelo a Mons. Romero, Francisco nos comunica que “en América Latina tenemos un santo que sabía bien de estas cosas. Supo vivir la fe como amistad y el compromiso con su pueblo hasta dar la vida por él. El veía a muchos laicos deseosos de cambiar las cosas pero que muchas veces se extraviaban con falsas respuestas de tipo ideológico. Con la mente y el corazón puestos en Jesús y guiado por la Doctrina social de la Iglesia, san Óscar Arnulfo Romero decía, y cito: «La Iglesia no se puede identificar con ninguna organización, ni siquiera con aquellas que se califiquen y se sientan cristianas. La Iglesia no es la organización, ni la organización es la Iglesia. Si en un cristiano han crecido las dimensiones de la fe y de la vocación política, no se pueden identificar sin más las tareas de la fe y una determinada tarea política, ni mucho menos se pueden identificar Iglesia y organización. No se puede afirmar que solo dentro de una determinada organización se puede desarrollar la exigencia de la fe. No todo cristiano tiene vocación política, ni el cauce político es el único que lleva a una tarea de justicia. También hay otros modos de traducir la fe en un trabajo de justicia y de bien común. No se puede exigir a la Iglesia o a sus símbolos eclesiales que se conviertan en mecanismos de actividad política. Para ser buen político no se necesita ser cristiano, pero el cristiano metido en actividad política tiene obligación de confesar su fe. Y si en eso surgiera en este campo un conflicto entre la lealtad a su fe y la lealtad a la organización, el cristiano verdadero debe preferir su fe y demostrar que su lucha por la justicia es por la justicia del Reino de Dios, y no otra justicia».

Hasta aquí Romero. Estas palabras pronunciadas el 6 de agosto del 78 para que los fieles laicos fueran libres y no esclavos, para que reencontraran las razones por las que vale la pena hacer política pero desde el evangelio superando las ideologías. La política no es el mero arte de administrar el poder, los recursos o las crisis. La política no es mera búsqueda de eficacia, estrategia y acción organizada. La política es vocación de servicio, diaconía laical que promueve la amistad social para la generación de bien común. Solo de este modo la política colabora a que el pueblo se torne protagonista de su historia y así se evita que las así llamadas “clases dirigentes” crean que ellas son quienes pueden dirimirlo todo. El famoso adagio liberal exagerado, todo por el pueblo, pero nada con el pueblo. Hacer política no puede reducirse a técnicas y recursos humanos y capacidad de diálogo y persuasión; esto no sirve solo. El político está en medio de su pueblo y colabora con este medio u otros a que el pueblo que es soberano sea el protagonista de su historia” (Papa Francisco, Discurso).

Y es que, como nos sigue transmitiendo Francisco, “la política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común. Tenemos que convencernos de que la caridad no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” (EG 205).  “El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor. El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de la caridad… Por eso, la Iglesia propuso al mundo el ideal de una «civilización del amor». El amor social es la clave de un auténtico desarrollo: «Para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor en la vida social –a nivel político, económico, cultural–, haciéndolo la norma constante y suprema de la acción». En este marco, junto con la importancia de los pequeños gestos cotidianos, el amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad. Cuando alguien reconoce el llamado de Dios a intervenir junto con los demás en estas dinámicas sociales, debe recordar que eso es parte de su espiritualidad, que es ejercicio de la caridad y que de ese modo madura y se santifica” (LS 231).

Francisco y Mons. Romero, en la línea de lo que mostrara Benedicto XVI, promueven los principios irrenunciables que han de guiar el compromiso social de la fe en la vida pública y la realidad política. Son los “valores fundamentales como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables” (SC 83). Mons. Romero y el Papa Francisco nos han legado toda esta enseñanza, perteneciente a la Doctrina Social de la Iglesia (DSI que es indispensable en la misión de la fe, con un desarrollo humano y ecología integral que visibiliza la bioética global. Ese cuidado y protección de la vida de las personas en todas sus fases o dimensiones, de los pobres y de la naturaleza a la escucha de sus gritos y clamores. La promoción del bien común y la justicia social en el trabajo, con la defensa de la dignidad del trabajador con sus derechos como es un salario justo que está antes que el capital, del destino universal de los bienes que tiene la prioridad sobre la propiedad.

Es la misión de la iglesia pobre con los pobres como sujetos de su promoción liberadora e integral (EG 198) en la comunión de vida, bienes y acción por la justicia frente al pecado del egoísmo y sus ídolos de la riqueza-ser rico, del poder y la violencia; en contra de las estructuras sociales e históricas de pecado e injusticia (EG 59). “La necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar, no sólo por una exigencia pragmática de obtener resultados y de ordenar la sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales. La dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral” (EG 202-204)

En este sentido, como continua diciendo Mons. Romero, “la encarnación en lo socio político es el lugar de profundizar en la fe en Dios y su Cristo. Creemos en Jesús que vino a traer vida en plenitud y creemos en un Dios viviente que da vida a los hombres y quiere que los hombres vivan en verdad. Estas radicales verdades de la fe se hacen realmente verdades y verdades radicales cuando la Iglesia se inserta en medio de la vida y de la muerte de su pueblo. Ahí se le presenta a la Iglesia, como a todo hombre, la opción más fundamental para su fe: estar en favor de la vida o de la muerte. Con gran claridad vemos que en esto no hay posible neutralidad. 0 servimos a la vida de los salvadoreños o somos cómplices de su muerte. Y aquí se da la mediación histórica de lo más fundamental de la fe: o creemos en un Dios de vida o servimos a los falsos de la muerte. En nombre de Jesús queremos y trabajamos naturalmente para una vida en plenitud que no se agota en la satisfacción de las necesidades materiales primarias ni se reduce al ámbito de lo socio-político. Sabemos muy bien que la plenitud de vida se realiza históricamente en el honrado servicio a ese reino y en la entrega total al Padre. Pero vemos con igual claridad que en nombre de Jesús sería una pura ilusión, una ironía y, en el fondo, la más profunda blasfemia, olvidar e ignorar los niveles primarios de la vida, la vida que comienza con el pan, el techo, el trabajo.

Creemos con el apóstol Juan que Jesús es la palabra de la Vida (1 Jn 1,1) y que donde hay Vida ahí se manifiesta Dios. Donde el pobre comienza a vivir, donde el pobre comienza a liberarse, donde los hombres son capaces de sentarse alrededor de una mesa común para compartir, allí está el Dios de vida. Por ello cuando la Iglesia se inserta en el mundo socio-político para cooperar a que de é surja vida para los pobres no está alejándose de su misión ni haciendo algo subsidiario, sino que está dando testimonio de su fe en Dios, está siendo instrumento del Espíritu, Señor y dador de vida. Esta fe en el Dios es lo que explica lo más profundo del misterio cristiano. Para dar vida a los pobres hay que dar de la propia vida y aún la propia vida. La mayor muestra de la fe en un Dios de vida es el testimonio de quien está dispuesto a dar su vida. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por el hermano (Jn 15,13)” (Mons. Romero, Discurso).

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