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22 de diciembre: IV Lunes de Adviento
Haz desierto en tu corazón
“Yo, el Señor, he hablado. Estableceré con mi rebaño una alianza de paz: exterminaré los animales dañinos de la tierra para que pueda habitar seguro en el desierto y dormir en los bosques. De bosques y desiertos en torno a mi montaña haré una bendición. Enviaré la lluvia a su tiempo, lluvia de bendición” (Ez 34, 24-26).
Dios recrea el desierto en lugar habitable, donde pasan las cosas de Dios y el alma, cunado nada ni nadie estorba el encuentro.
En el desierto cabe hacerse como roca áspera o como la arena suave y obediente al viento del Espíritu. En poco tiempo se recorren los extremos más contrarios; se puede pasar de la llamada al abismo y a la desesperanza al éxtasis inenarrable del beso de Dios. Es posible experimentar la soledad más terrible o llegar a confesar, sin inventarlo, que la vida está en las manos paternales de Dios. En el desierto el tiempo puede ser violento o pasar como un soplo.
El desierto es fuerte, recio, árido y a la vez fascinante por su anchura y claridad, donde se descubre otra belleza más honda y se escucha otra voz más profunda, muchas veces no sin dolor. El desierto, lugar de silencio y soledad, es tierra matriz, se percibe con sorpresa la voz en las entrañas, un sentimiento desconocido, que anida donde no entra ni puede entrar nadie y producen la atracción del manantial o el miedo a lo desconocido.
Haz desierto en tu corazón
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