La fe se hizo arte, y habitó entre nosotros Monasterio de la Encarnación, joya del barroco en el centro de Madrid

(Lucía López Alonso).- Dicen que la licuefacción de la sangre de San Pantaleón, el médico mártir cuya reliquia repite esta transformación cada 27 de julio en el Monasterio de la Encarnación, donde se encuentra, no tuvo lugar el año que comenzó la guerra civil española. Auguraba el santo malos presagios para el año siguiente, pero ninguno de sus devotos llegaría a figurarse el alcance del conflicto. Ni que cuarenta años después continuaría la población con la libertad licuada por una dictadura.

Sin embargo, hubo un grupo de intelectuales que, constituidos en Junta, se preocuparon por proteger el patrimonio cultural de Madrid de las bombas, la artillería, la ignorancia y otros daños. María Teresa León lo vio en el Monasterio de la Encarnación. "Pensaron en la suerte posible de tantas maravillas como se recataban detrás de palacios y celosías de conventos, y creo fue José Bergamín el que propuso se crease un organimo para defenderlas (···) las monjitas arrumbaban Grecos en los sótanos, como el San Andrés y San Francisco encontrados en el convento de la Encarnación en Madrid", relata la escritora en La Historia tiene la palabra.

Gracias a su labor desinteresada (o interesada solamente en comprender bien que, en el futuro, necesitaríamos interesarnos por esas cosas enrejadas en conventos que corrían el peligro de desaparecer, junto a todo lo que se perdería con ese Régimen que "al oír la palabra cultura, echaba mano a la pistola"), en Madrid se puede disfrutar de la visita a este monasterio, y descubrir lo que acumula, a su espalda, esa fachada de hermosura fría, herreriana, autorrespetada, que trazó el arquitecto carmelita Fray Alberto de la Madre de Dios.

Quienes allí viven desde su fundación no son monjas del Carmelo, sino agustinas recoletas. La reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, propuso a la hermana Mariana de San José, quien había llevado a cabo la reforma recoleta femenina en la orden de San Agustín, ponerse al frente de la comunidad religiosa que la propia reina mandaría conectar con su residencia, el Alcázar, a través de un pasadizo. Y así, el edificio de Gómez de Mora fue habitado.

La Portería Reglar logra que el visitante deje al otro lado del torno la prisa moderna, para adentrarse en un mundo de pintura, es decir, de tiempo detenido, donde se intercambian princesas en islas de faisanes y huyen los humanos como aquellos primeros, expulsados del Paraíso masacciano, por no ver la vergüenza del martirio de una santa.

Bartolomé González, Carreño de Miranda, Pereda y otros artistas del barroco madrileño sellan con lienzos el frío historiado del monasterio en el que vivió Ana Margarita, la hija monja de Felipe IV. Gregorio Fernández, por su parte, aquilata en la Sala de escultura el espíritu de quien observa su Cristo de pie amarrado a una columna o, aún más, su Cristo yacente. Nada que ver con el decimonónico, del Museo del Prado, que en vez de dolorosa, parece comunicar que la muerte es extraña pero dulce: el Cristo del monasterio de la Encarnación es como el nombre de su autor. Gregorio, barroco; Fernández, muy español.

Tras el Salón de Reyes, galería de retratos de cuerpo entero de los miembros de la Casa de los Austrias vinculados a las Fundaciones Reales, en el claustro, eje de toda la edificación, puede contemplarse el ciclo de pinturas de Vicente Carducho sobre la vida de la Virgen. Entusiasmo, si no técnico, iconográfico, ya que el pintor representó imágenes muy poco frecuentes en las series sobre la Virgen, como lo son las escenas de María de la Expectación (con el niño dibujado dentro del vientre) y de la Purificación (llevando al niño al templo junto a una ofrenda de palomas).

La paz maternal es la respiración cordial de este centro del edificio, hasta que, después de sucederse sobre los muros los pasajes de la Pasión del Hijo, el visitante encuentra vacíos los tres espacios donde Carducho tendría que haber representado quizá su descendimiento, el Santo Entierro y la visita al sepulcro de las Marías. Entonces la polémica, que tanto gusta a los amantes del arte, está servida en la mesa de la paz: ¿Prepararía el pintor tres obras más que, por los motivos que fuesen, no se llegaran a colgar? ¿O es que el modo que tuvo de completar la narración claustral fue la solución más revolucionaria que se pudo bosquejar: dejar que la nada se expresara mediante tres huecos tras la Cruz, para que al tercer día El Salvador resucitase? A veces vale la pena no investigar y tan sólo permitir que el misterio habite el arte.

Los arcángeles apócrifos en el coro, seis de las primeras mártires de la Iglesia primitiva en los frescos de un techo, Santa Teresa en miniatura y cera... un sinfín de curiosidades trastocan con su visualidad el predominio del silencio en los interiores del monasterio de clausura. Sobre todo en el lugar más preservado, el relicario, tras del que se esconde la huerta monacal. Y, de esta manera, se realiza la paradoja de que, el rincón "más público" de la Encarnación, su iglesia, abierta a todos, es por el contrario a otras estancias, la de decoraciones más centradas en volcar al fiel a la oración interior: sin espectáculos, con la naturalidad de lo cotidiano, un niño le explica en la playa a San Agustín que la Trinidad no puede hacerse comprender con la razón, igual que él no consigue insertar todo el mar en la concavidad de una conchita. Como Oteiza, el escultor del friso de apóstoles de otro monasterio, el de Arántzazu, confesaría nunca haber logrado -de niño, en la playa- hacerse un huequecito en la arena -para mirar el cielo- que fuera a permanecer vacío siempre.

Sólo la fe y el arte pueden romper esos límites.

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