Domingo II después de Navidad (05.01.2014)
Introducción:La Palabra se hizo carne (Jn 1, 1-18)
El evangelio de Juan no contiene tradiciones, como las de Mateo y Lucas, sobre la anunciación y el nacimiento de Jesús. Pero tiene el “prólogo” como introducción a estos mismos misterios. A través de su teología de la Palabra, nos narra la encarnación, la “venida” de Jesús a nuestro mundo. Ya en el Antiguo Testamento la “Palabra” aparece como lo más profundo y vivo de Dios. Aquí radica una diferencia esencial con los dioses paganos, que “tienen boca, pero no hablan” (Salmo 115, 5). El Dios de la Biblia es el único que habla: “a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje” (Salmo 19, 5). Con la Palabra “crea” (Gén 1,3ss: “y dijo Dios...”); “llama” a Abrahán (Gén 12,1ss: “dijo a Abrahán...”) el padre de los creyentes; “libera” de la esclavitud de Egipto (Ex 3, 4ss); “anuncia” su voluntad y los tiempos mesiánicos en las palabras de los profetas auténticos de Israel (Is 1,2: “Yahvéh ha hablado”; Jer 1,4: “se me dirigió a mí la palabra de Yahvéh, diciendo...”; Ez 1,3: “la palabra de Yahvéh vino a Ezequiel...”; Os 1,2: “cuando Yahvéh comenzó a hablar por medio de Oseas...”, etc.). En esta tradición se inscribe el evangelio de Juan, llamando a Jesús “Palabra” que desvela el proyecto divino, revela el amor de Dios, vive la verdad del hombre, es luz del mundo, trae la vida verdadera, el don gratuito (“la gracia”) de su Espíritu... El evangelio de Juan supera el Antiguo Testamento, al identificar la “Palabra” con Dios mismo.
Los versículos 9,10,11,14 y 18 contienen lo principal de la teología de la Encarnación. Jesús es “la luz verdadera, que ilumina a todo ser humano” (v. 9). A pesar de que “el mundo se hizo por medio de ella, el mundo no la reconoce ni la recibe (vv. 10-11) adecuadamente. Y no la reconoce porque “la Palabra se hizo carne” (v. 14a). Ser “carne” (“sarx”) es tener cuerpo (algo despreciable para el pensamiento griego) y participar de la debilidad humana (para los judíos es una locura que Dios participe de nuestra condición débil, pecadora). En Jesús, siendo carne humana, “hemos visto la gloria divina, al Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (v. 14b). “A Dios nadie lo ha visto nunca; el Dios Hijo unigénito, el que está en el regazo del Padre, ése lo reveló” (v.18). “Ahora nos ha hablado por un Hijo” (Heb 1,2). “Quien me ha visto ha visto al Padre” (Jn 14, 11). Contemplar la vida real, histórica, de Jesús, es contemplar el Misterio creador. Vivir como Jesús, con sus mismas entrañas, con su mismo Espíritu, es vivir como quiere el Misterio creador.
La acogida de la Palabra se hace mediante la fe. Los que la acogen participan de su filiación divina. Han encontrado la vida, la luz, la gracia y la verdad. “A cuantos la aceptaron, a los que creen en su nombre, les dio poder ser hijos de Dios, que no nacieron de la sangre ni del deseo de la carne ni del deseo del varón, sino de Dios” (vv. 12-13). Lo mismo con otras palabras de Pablo: “justificados por la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido –gracias a la fe- el acceso a esta gracia en que estamos” (Rm 5,1-2). Esta gracia es, sin duda, el Espíritu Santo que nos habita: “Recibisteis un Espíritu que os hace hijos y que nos permite gritar: ¡Abba! ¡Padre!. Ese mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios... también herederos de Dios, coherederos con el Mesías...” (Rm 8, 15-17).
Oración:La Palabra se hizo carne (Jn 1, 1-18)
Señor Jesús:
Hoy el evangelio se ha hecho poesía.
Es un poema, una “creación”, en torno a la palabra.
Esa realidad multiforme, compañera inseparable de la vida:
apenas salimos del útero, llora y protesta ante la intemperie;
se hace sorpresa y aspaviento ante la luz cegadora;
sonríe ante las caricias graciosas y pintorescas;
se vuelve queja y grito ante el dolor o el hambre.
Cuando crece, la palabra se articula y nos desnuda por dentro:
organiza y proyecta nuestros deseos más íntimos;
abre nuestros sentimientos, nuestras ideas más creativas...;
es nuestra alma, nuestro espíritu, nuestra persona;
todo nuestro yo, incluida nuestra materia, se hace expresión y verbo;
hasta nuestra conducta se vuelve palabra profunda, real, verdadera.
Tu pueblo, Jesús nuestro, vivía de una palabra misteriosa:
la creación era fruto de “y dijo Dios...” (Gén 1,3ss);
su historia empieza con la misma palabra: “Dios dijo a Abrahán...” (Gén 12,1ss);
igualmente habla a Moisés para liberar al pueblo de la esclavitud (Ex 3, 4ss);
en los profetas auténticos “ha hablado Yahvéh” (Is 1,2; Jer 1,4; Ez 1,3; Os 1,2).
las reflexiones sabias son “una irradiación de la luz eterna,
espejo terso de la energía de Dios e imagen de su bondad” (Sab 7, 26).
Tus primeros seguidores vieron en Ti esa Palabra plena:
la Palabra hecha carne, hecha hombre mortal;
la Palabra que “ellos oyeron, y vieron con sus ojos”;
la Palabra que “contemplaron y palparon con sus manos”;
la Palabra que “manifiesta la vida definitiva”;
la Palabra que “se dirigía al Padre” (1Jn 1,1ss);
la Palabra “de cuya plenitud todos nosotros hemos recibido
un amor que responde a su amor;
el amor y la lealtad han existido por medio de ti, Jesús Mesías” (Jn 1, 16-17);
Este amor y lealtad son fruto de tu Espíritu, “el don de Dios, el agua viva” (Jn 4,10);
la vida nueva que compartimos con el Padre y contigo, Jesús, su Hijo;
“la gracia en que nos encontramos, y estamos orgullosos
con la esperanzan de alcanzar el esplendor de Dios” (Rm 5,2).
Hoy nosotros seguimos proclamando la misma fe:
creemos que en Ti, Cristo nuestro, Dios se ha expresado;
creemos que Tú, Jesús de Nazaret, eres la explicación de Dios, su Palabra;
creemos que tu vida es el proyecto de vida que Dios quiere;
creemos que en Ti nos ofrece Dios lo más íntimo suyo, su mismo Espíritu;
creemos que Tú nos haces hermanos, coherederos de tu gloria.
Esta expresión sincera, confiada, de labios y corazón, la llamamos fe.
Esta fe, de la que Tú, Jesús, eres “pionero y consumador” (Hebr 12, 2),
nos introduce en comunión con el misterio de Dios;
nos hace sentirnos hijos suyos, y hermanos tuyos.
Queremos, Cristo Jesús, aceptarte, sentirte hermano nuestro;
recibir todo el amor leal que viene de ti, Hijo de Dios.
Rufo González
El evangelio de Juan no contiene tradiciones, como las de Mateo y Lucas, sobre la anunciación y el nacimiento de Jesús. Pero tiene el “prólogo” como introducción a estos mismos misterios. A través de su teología de la Palabra, nos narra la encarnación, la “venida” de Jesús a nuestro mundo. Ya en el Antiguo Testamento la “Palabra” aparece como lo más profundo y vivo de Dios. Aquí radica una diferencia esencial con los dioses paganos, que “tienen boca, pero no hablan” (Salmo 115, 5). El Dios de la Biblia es el único que habla: “a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje” (Salmo 19, 5). Con la Palabra “crea” (Gén 1,3ss: “y dijo Dios...”); “llama” a Abrahán (Gén 12,1ss: “dijo a Abrahán...”) el padre de los creyentes; “libera” de la esclavitud de Egipto (Ex 3, 4ss); “anuncia” su voluntad y los tiempos mesiánicos en las palabras de los profetas auténticos de Israel (Is 1,2: “Yahvéh ha hablado”; Jer 1,4: “se me dirigió a mí la palabra de Yahvéh, diciendo...”; Ez 1,3: “la palabra de Yahvéh vino a Ezequiel...”; Os 1,2: “cuando Yahvéh comenzó a hablar por medio de Oseas...”, etc.). En esta tradición se inscribe el evangelio de Juan, llamando a Jesús “Palabra” que desvela el proyecto divino, revela el amor de Dios, vive la verdad del hombre, es luz del mundo, trae la vida verdadera, el don gratuito (“la gracia”) de su Espíritu... El evangelio de Juan supera el Antiguo Testamento, al identificar la “Palabra” con Dios mismo.
Los versículos 9,10,11,14 y 18 contienen lo principal de la teología de la Encarnación. Jesús es “la luz verdadera, que ilumina a todo ser humano” (v. 9). A pesar de que “el mundo se hizo por medio de ella, el mundo no la reconoce ni la recibe (vv. 10-11) adecuadamente. Y no la reconoce porque “la Palabra se hizo carne” (v. 14a). Ser “carne” (“sarx”) es tener cuerpo (algo despreciable para el pensamiento griego) y participar de la debilidad humana (para los judíos es una locura que Dios participe de nuestra condición débil, pecadora). En Jesús, siendo carne humana, “hemos visto la gloria divina, al Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (v. 14b). “A Dios nadie lo ha visto nunca; el Dios Hijo unigénito, el que está en el regazo del Padre, ése lo reveló” (v.18). “Ahora nos ha hablado por un Hijo” (Heb 1,2). “Quien me ha visto ha visto al Padre” (Jn 14, 11). Contemplar la vida real, histórica, de Jesús, es contemplar el Misterio creador. Vivir como Jesús, con sus mismas entrañas, con su mismo Espíritu, es vivir como quiere el Misterio creador.
La acogida de la Palabra se hace mediante la fe. Los que la acogen participan de su filiación divina. Han encontrado la vida, la luz, la gracia y la verdad. “A cuantos la aceptaron, a los que creen en su nombre, les dio poder ser hijos de Dios, que no nacieron de la sangre ni del deseo de la carne ni del deseo del varón, sino de Dios” (vv. 12-13). Lo mismo con otras palabras de Pablo: “justificados por la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido –gracias a la fe- el acceso a esta gracia en que estamos” (Rm 5,1-2). Esta gracia es, sin duda, el Espíritu Santo que nos habita: “Recibisteis un Espíritu que os hace hijos y que nos permite gritar: ¡Abba! ¡Padre!. Ese mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios... también herederos de Dios, coherederos con el Mesías...” (Rm 8, 15-17).
Oración:La Palabra se hizo carne (Jn 1, 1-18)
Señor Jesús:
Hoy el evangelio se ha hecho poesía.
Es un poema, una “creación”, en torno a la palabra.
Esa realidad multiforme, compañera inseparable de la vida:
apenas salimos del útero, llora y protesta ante la intemperie;
se hace sorpresa y aspaviento ante la luz cegadora;
sonríe ante las caricias graciosas y pintorescas;
se vuelve queja y grito ante el dolor o el hambre.
Cuando crece, la palabra se articula y nos desnuda por dentro:
organiza y proyecta nuestros deseos más íntimos;
abre nuestros sentimientos, nuestras ideas más creativas...;
es nuestra alma, nuestro espíritu, nuestra persona;
todo nuestro yo, incluida nuestra materia, se hace expresión y verbo;
hasta nuestra conducta se vuelve palabra profunda, real, verdadera.
Tu pueblo, Jesús nuestro, vivía de una palabra misteriosa:
la creación era fruto de “y dijo Dios...” (Gén 1,3ss);
su historia empieza con la misma palabra: “Dios dijo a Abrahán...” (Gén 12,1ss);
igualmente habla a Moisés para liberar al pueblo de la esclavitud (Ex 3, 4ss);
en los profetas auténticos “ha hablado Yahvéh” (Is 1,2; Jer 1,4; Ez 1,3; Os 1,2).
las reflexiones sabias son “una irradiación de la luz eterna,
espejo terso de la energía de Dios e imagen de su bondad” (Sab 7, 26).
Tus primeros seguidores vieron en Ti esa Palabra plena:
la Palabra hecha carne, hecha hombre mortal;
la Palabra que “ellos oyeron, y vieron con sus ojos”;
la Palabra que “contemplaron y palparon con sus manos”;
la Palabra que “manifiesta la vida definitiva”;
la Palabra que “se dirigía al Padre” (1Jn 1,1ss);
la Palabra “de cuya plenitud todos nosotros hemos recibido
un amor que responde a su amor;
el amor y la lealtad han existido por medio de ti, Jesús Mesías” (Jn 1, 16-17);
Este amor y lealtad son fruto de tu Espíritu, “el don de Dios, el agua viva” (Jn 4,10);
la vida nueva que compartimos con el Padre y contigo, Jesús, su Hijo;
“la gracia en que nos encontramos, y estamos orgullosos
con la esperanzan de alcanzar el esplendor de Dios” (Rm 5,2).
Hoy nosotros seguimos proclamando la misma fe:
creemos que en Ti, Cristo nuestro, Dios se ha expresado;
creemos que Tú, Jesús de Nazaret, eres la explicación de Dios, su Palabra;
creemos que tu vida es el proyecto de vida que Dios quiere;
creemos que en Ti nos ofrece Dios lo más íntimo suyo, su mismo Espíritu;
creemos que Tú nos haces hermanos, coherederos de tu gloria.
Esta expresión sincera, confiada, de labios y corazón, la llamamos fe.
Esta fe, de la que Tú, Jesús, eres “pionero y consumador” (Hebr 12, 2),
nos introduce en comunión con el misterio de Dios;
nos hace sentirnos hijos suyos, y hermanos tuyos.
Queremos, Cristo Jesús, aceptarte, sentirte hermano nuestro;
recibir todo el amor leal que viene de ti, Hijo de Dios.
Rufo González