Obispos y presbíteros casados tienen idéntico significado sacerdotal que los célibes Los sacramentos del Orden y del matrimonio no “se excluyen”

Respuesta al cardenal Sarah contra la posibilidad de sacerdotes casados (9)

Seguimos analizando la especulación del cardenal Sarah de que “la posibilidad de ordenar a hombres casados significaría una confusión eclesiológica” (pp. 95-126). Su primer argumento (contestado en el post n. 8) decía proceder “A la luz del Vaticano II” (p. 95-97). En realidad procedía “a la luz de Juan Pablo II”, que, como él, pensó que “el celibato sacerdotal deriva de lo que el concilio señala como la esencia del carácter y la gracia propios del sacramento del Orden” (p. 96). Tesis contraria al Vaticano II: el celibato no es exigido por la naturaleza del sacerdocio (PO 16).

El segundo argumento es la analogía entre el sacramento del Orden y el sacramento del Matrimonio (p. 97-102). A partir del texto de la carta a los Efesios (5,25-32) sobre el amor de los esposos cristianos, que deben vivir el amor de Cristo a la Iglesia, monta su “auténtica analogía” entre la esponsabilidad matrimonial y la sacerdotal. Analogía esponsal, dice, que impide al sacerdote casarse y al casado ser ordenado sacerdote. Una afirmación general preside su exposición: “Desde el principio la intención del Creador ha consistido en entablar un diálogo nupcial con su criatura. Esta vocación está inscrita en el corazón del hombre y de la mujer” (p. 97). “Esta vocación... implica una llamada plena y exclusiva a imagen de la entrega en la cruz. Para el sacerdote el celibato es el medio que le lleva a participar de una auténtica vocación de esposo” (p. 98).

Primera contradicción: si la vocación esponsal “está inscrita en el corazón del hombre y de la mujer”, toda persona puede vivir en “diálogo nupcial” con el Creador, sea casado, soltero, sacerdote, catequista, médico, abad y abadesa, superior y superiora de orden o congregación religiosas... No necesita celibato para su esponsabilidad.

Justifica el celibato sacerdotal con citas de Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica post-sinodal “Pastores dabo vobis” (marzo 1992): “En la virginidad y el celibato la castidad mantiene su significado original, a saber, el de una sexualidad humana vivida como auténtica manifestación y precioso servicio al amor de comunión y de donación interpersonal. Este significado subsiste plenamente en la virginidad, que realiza, en la renuncia al matrimonio, el `significado esponsalicio´ del cuerpo mediante una comunión y una donación personal a Jesucristo y a su Iglesia” (PDV 29).

Respuesta:

- Como Juan Pablo II, el cardenal Sarah quiere apropiar el sentido esponsal cristiano con Jesucristo y la Iglesia sólo a los célibes. Como si este “sentido esponsal” estuviera vedado al matrimonio vivido en cristiano. Quienes viven en Cristo la vida conyugal y familiar aman a Dios y a Cristo con todo el corazón. Matrimonio y celibato son modos de existencia en Cristo, en su Amor. Ambos estados realizan la “comunión y donación personal a Jesucristo y a su Iglesia”. Ambos “prefiguran y anticipan la comunión y la donación perfectas y definitivas del más allá” (PDV 29), en el “Amor, que no pasa nunca” (1Cor 13, 8). “En celibato” y “en matrimonio”, puede decirse que “el hombre está a la espera, incluso corporalmente, de las bodas escatológicas de Cristo con la Iglesia, dándose totalmente a la Iglesia con la esperanza de que Cristo se dé a ésta en la plena verdad de la vida eterna” (PDV 29).

- Obispos y presbíteros casados tienen idéntico significado sacerdotal que los célibes. En el orden de la gracia, reservar el significado esponsal sólo a los célibes es alterar ideológicamente el amor cristiano para justificar “la decisión multisecular que la Iglesia de Occidente (otra manipulación: la Iglesia no es sólo el alto clero) tomó y sigue manteniendo, de conferir el orden presbiteral sólo a hombres que den pruebas de ser llamados por Dios al don de la castidad en el celibato...” PDV 29).

- Aquí radica una aberración muy clerical: creer que el amor a Dios está en el mismo nivel que el amor a otra u otras personas humanas. Esta aberración supone que Dios es rival de los amores humanos. El amor a Dios no puede ser una realidad categorial más entre nuestros amores. Si así fuera sólo podrían ser santos los que aman sólo a Dios. Lo que es un disparate. Todo lo contrario: amamos más a Dios si amamos más a otra u otras personas. Tanto casados como solteros pueden vivir en santidad máxima si su amor a Dios y a su reino es máximo. Es el amor cristiano (1Cor 13,4ss), fruto original del Espíritu Santo que nos habita, fuente y vínculo de toda perfección. Amor posible para casados, solteros, viudos... Ese amor nos lleva a dar gratis la vida por los amigos (Jn 15, 13). Y “amigos” son todos los seres humanos: padres, esposa y esposo, hijos, consanguíneos, vecinos, feligreses, desconocidos... Creer que se ama más a Dios por ser célibe, y que ese amor es más puro y total, es un modo hábil de manipular, dominar y querer controlar a las personas. Esto explica la conducta eclesiástica de privilegiar a los que se someten al control celibatario. Se les concede títulos y prebendas. Les aseguran sustento, prestigio social, títulos únicos (otros Cristos, consagrados, reverendos, padres, ilustrísimos, prelados, excelencias, eminencia, beatitud, santidad...), poder absoluto en su nivel (párroco, obispo, papa), vestimenta singular sobre todo en sus funciones...

La analogía entre el matrimonio y el Orden está, dice, en que “ambos culminan en una entrega. De ahí que estos dos sacramentos se excluyan el uno al otro” (p. 99). Este argumento tendría razón si la entrega de estos sacramentos fuera a destinatarios del mismo nivel y para las mismas finalidades. Pero no es así. Los esposos se entregan el uno al otro para ser “una sola carne”, una comunidad dual de amor estable, abierto a la procreación. En el sacramento del Orden la entrega es a un ministerio eclesial que cuida el evangelio, los sacramentos y el amor cristiano en una comunidad. No es, por tanto, a una sola persona ni para mantener con ella una relación sexual y progenitora.

Vuelve a recurrir a un texto de Juan Pablo II:

“La entrega de Cristo a la Iglesia, fruto de su amor, se caracteriza por aquella entrega originaria que es propia del esposo hacia su esposa... Jesús es el verdadero esposo, que ofrece el vino de la salvación a la Iglesia... La Iglesia es también la Esposa que nace, como nueva Eva, del costado abierto del Redentor en la cruz; por esto Cristo está «al frente» de la Iglesia, «la alimenta y la cuida» mediante la entrega de su vida por ella. El sacerdote está llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia... En virtud de su configuración con Cristo, Cabeza y Pastor, se encuentra en esta situación esponsal ante la comunidad” (PDV, nº 22).

Respuesta:

Ciertamente el sacerdote ministerial “ha sido configurado con Cristo Cabeza y Pastor”. Esta situación puede asemejarse, pero no identificarse, a la esponsabilidad matrimonial. Su identificación o univocidad exigiría aplicar la esponsabilidad matrimonial en todas las situaciones para las que se usa (empresario, alcalde, maestro, médico, sacerdote...). No respetar la analogía lleva a disparates: “la lógica del sacerdocio excluye cualquier otra esposa que no sea la Iglesia. La capacidad de amor del sacerdote debe ser agotada por la Iglesia” (p. 99-100). Con la cita de un autor sirio del siglo VIII, llega al absurdo: “el sacerdote es el padre de todos los creyentes, tanto hombres como mujeres. Por eso, dada su condición respecto de los fieles, si se casa, es comparable con un hombre que se desposa con su propia hija” (Nota 14 de p. 100). Se confunde la metáfora con la realidad, el orden natural con el orden de la gracia, la semejanza con la identificación. La esposa eclesial no es la matrimonial. Ambas pueden coexistir en relación con el mismo sujeto. Su analogía comparativa no anula a ninguna de ellas.

Leganés (Madrid), 11 marzo 2021

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