¿Dios es? o ¿Yo soy?

El ser humano, insensiblemente, se va haciendo una idea de Dios y, poco a poco, acaba suplantando la realidad con esa idea. Ya no se trata de un ídolo externo, visible, sino de un ídolo interno, invisible; no un ídolo material, de oro, de plata o de mármol, sino un ídolo espiritual. Esta idolatría religiosa no se hace representaciones externas, como el becerro de oro, sino se hace imágenes internas, mentales e invisibles, que acaban oponiéndose al Dios vivo y verdadero, sin darse cuenta que la idea no existe, no tiene existencia propia, en cambio Dios si existe. Además, Dios vivo no hay más que uno, en cambio ideas sobre Dios tantas como personas existen. El Dios vivo no se puede dominar ni comprender, en cambio la idea de Dios sí.

Para Descartes la existencia de Dios se demuestra por el hecho de existir en nosotros la idea de él. Dios no se presenta ni se impone al ser humano como una realidad, sino como una idea, que es el fundamento de nuestro razonar y, en segundo plano, de nuestro existir. Kant da un paso más afirmando que de un Dios pensado no se puede pasar a un Dios existente, es decir, de la idea de Dios no se puede deducir su realidad. En Hegel encontramos el idealismo absoluto: La Idea es un Dios creador, que al crear, se crea a sí mismo. El Dios vivo se queda fuera de este sistema de pensamiento. La idea es el absoluto. A partir de esto Feuerbach hace explotar el proceso: Dios no existe, la realidad de la idea de Dios no es un ser distinto, superior, infinito, sino que es el mismo ser humano. Es el hombre quien crea a Dios como a su propia imagen. Pero esta crítica afecta a la idolatría y no a la fe en el Dios vivo y verdadero. El ídolo es la verdadera negación del Dios vivo. Así, el ateísmo no es negación de Dios, sino negación de la negación de Dios.

Blondel ha escrito: “El Dios de los filósofos y de los sabios es el ente de razón, que se alcanza y sobre el que se teoriza con un método intelectual, que se considera como principio de explicación o de existencia, que el hombre tiene la presunción de definir e incluso de influir en él, como si se tratara de un objeto que poseyera en la representación que se hace de él. El Dios de Abrahán es el ser misterioso y bueno que revela libremente algo de sus insondables perfecciones, al que no se llega sólo con la inteligencia, en el que se reconoce de hecho una realidad íntima, que sobrepasa nuestras capacidades naturales y ante el cual el principio de la sabiduría sólo puede ser el temor y la humildad. Al mismo tiempo, sin embargo, es el Dios que, revelando al hombre los secretos de su vida, lo hace partícipe de su misma divinidad, lo llama a cambiar su natural condición servil de criatura por una amistad, por una adopción filial sobrenatural, le manda amorlo, y no se da sino a quien se da a él” (M: BLONDEL, Vocabulaire techique et critique de la philosophie, ed. A. Lalande, París 1956, 229).
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