Fútbol, 12: Comunión

En casa sentía respirar a los vecinos. Salté a la calle. En la calle parece que habían barrido a la gente; no había ni un alma triste. "Es como si un vendaval hubiera arrancado a la gente de sus puestos", me dijo un señor. Por fin encontré unos bares llenos de jóvenes, chicos y chicas. Tendían la mano y gritaban eslóganes. Creaban tensiones artificiales que les permitían relajarse para poder seguir aguantando la carga y la presión. Estaban sentados los unos en las piernas de los otros, en el suelo, en la barra del bar; salían, entraban, se pellizcaban.
Cuando su equipo marcó el gol de la victoria, los asistentes al rito saltaron, brincaron, pegaron botes, tropezaron contra las lámparas que colgaban del techo. Se besaron, se abrazaron, se mordieron los unos a los otros sin importarles quienes eran ni de dónde venían ni a dónde iban. Bajé al metro; a medida que iba cubriendo estaciones, una riada de banderas, de gorros, de cintas, de camisetas inundaba los sótanos de la ciudad. Por un momento temí quedar atrapado contra un asiento, contra una puerta. Un grito salía de las gargantas roncas, cascadas, muchas entumecidas por el alcohol. El metro tuvo que prolongar su parada; de allí no salía gente sino un aullido. Todo el mundo estaba aturdido, ido, alucinado. Al lugar del rito llegaban riadas, vómitos de multitudes desde los metros, las bocacalles, los portales, los coches. Mil focos de televisión rompían las líneas, las masas, los límites, la identidad. Banderas ondeaban al viento con frenesí, trompetas como las de Jericó atronaban y resonaban contra los edificios, contra la gente, contra las conciencias. Todos estaban inmersos en la barahúnda.
Iban llegando viejos y jóvenes, hombres y mujeres, grandes y niños, españoles y extranjeros, medos y persas, chinos y japoneses. Se oían gritos en lenguas extrañas, en culé, en castellano. Como un solo hombre aclamaban al héroe como en los santuarios aclaman al santo patrono. Se subían a las farolas, a los coches, a los quioscos de periódicos, a los quioscos de los ciegos, a los parapetos de la televisión. Comparsas hicieron su aparición y todo el mundo bailaba. Cada centímetro estaba cubierto por una bandera catalana o un escudo, una camiseta u otro símbolo. Como una tormenta, aumentaba, rugía, estallaba, se calmaba, se callaba, volvía a rugir y volvía a estallar. Un vaivén humano iba y venía sin saber ni de dónde ni para dónde. Nada estaba quieto ni en silencio; todo se movía y chillaba. Aquello era un alarido. Todo el mundo participaba de las mismas emociones, de los mismos sentimientos. Nadie preguntó a nadie por sus convicciones; todos habían venido a participar de algo que allí se iba a acabar.
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