Los mendigos, escapando del rocío de la mañana, entraban buscando refugio, se acostaban en un rincón ajenos al mundo. Tomando el café me preguntaba: De dónde vienen, a dónde van, de quién huyen y a quién buscan todas estas personas; unas andaban como autómatas, otras perdidas sin saber a dónde ir. Un hombre y una mujer quedaron charlando por un momento después de bajarse del tren, se dieron el número de teféfono y en sus rostros se podía leer: “me gustaría que el viaje se prolongara durante todo el resto de mi vida”. Un empresario francés arruinado se me acercó, me pidió una limosna, lo invité a un café y me contó. “Tuve que echarme a la calle, duermo cuando tengo sueño, camino cuando estoy harto de estar sentado y cuando tengo hambre y algo que llevarme a la boca, como”. ¿Qué lleva en esa bolsa?, le pregunté: “Un libro y una foto de Cristo”. Abrió la bolsa y me enseño “Vie du Curé d´Ars. Jean Marie Bienney” y una hoja de periódico con una foto del policía francés que entregó su vida para salvar la de una mujer”. Una estación es un pañuelo en el que cabe el mundo.