El gran signo del espíritu es una alegría desbordante, una alegría imparable e indestructible. La Iglesia de Aquel Día

La épica batalla del cristianismo contra el mal es, ante todo, una batalla contra la infelicidad, contra la amargura.

La más grande herejía es intentar momificar la fe, embalsamarla, como si fuéramos Egipto y no Israel.

Pentecostés
Bastaría leer con atención el relato de Pentecostés para entender por qué es tan necesario y tan urgente reparar la Iglesia. Incluso para saber por dónde dar los pasos para hacerlo. Sin duda es uno de los relatos más significativos y simbólicos del Nuevo Testamento, en lo que se refiere a la razón de ser y el destino de la comunidad cristiana. Y aquí estamos, unos cuántos años después, enfrascados en eternas discusiones internas teniendo delante de nosotros, y celebrando año tras año, un episodio que nos responde el qué, el cómo y el para qué de esta comunidad de fe.

La obra de Lucas es la obra de un gran escritor. Alguien que tenía muy claro lo que quería transmitir y que eligió maneras muy contundentes de transmitirlo. Sus dos obras, Evangelio y Hechos inician de modo similar, con narraciones que, como las oberturas en la ópera, representan de algún modo una sinopsis de lo que se viene. El relato de la navidad y el relato de pentecostés son casi que el trailer de lo que son esas emocionantes historias de Jesús y de su Movimiento respectivamente. Así que en ese relato encontramos ya el itinerario de todo lo que va a suceder en el resto del libro. Por eso, más que la crónica sobre un día con un particular viento en una congestionada Jerusalén, se trata de la parábola de obertura de su gran obra sobre la iglesia naciente, y ¿qué encontramos allí? Un grupo de hombres y mujeres de galilea que hacen suya la causa de Jesús e impulsados con la fuerza de su victoria rompen todas las fronteras que la religión le había impuesto al Reinado de dios, para hacerlo presente en la vida de todos, sin importar su origen, su raza, sus costumbres, su identidad o su credo.

Su propuesta no era una religión, era una manera de hacer la vida. Su misión no consistía en hacer llegar a los confines de la tierra unos ritos o unos procedimientos de culto, mucho menos una serie de normas morales, sino contagiar los rincones del mundo con la explosión de la vida que había surgido desde la vacía tumba del Nazareno. La irrupción del espíritu como fuego del cielo, es una de esas figuras propias de la cosmogonía hebrea para decir que el mismo dios estaba haciéndose presente, que no estaba utilizando intermediarios, ni se precisaban apariciones de actores de reparto con mensajes, sino que el protagonista de la historia de Israel habita en cada pecho que respira su aliento de vida, y que, desde ese hacerse presente dentro de nosotros y convertirnos en hermanos, era posible entendernos aunque seamos tan distintos; para que con su inspiración, su fuerza y su valentía, seamos capaces de seguir acercando a todos su promesa: Una tierra sin exclusiones ni desigualdades, en la que todos podamos vivir a plenitud, desde la transformación de todas nuestras relaciones, su reino, que no es palacio de cortesanos, sino casa de hermanas y hermanos.

El gran signo del espíritu es una alegría desbordante, una alegría imparable e indestructible, que no es simplemente la emoción que súbitamente aparece como fruto de un episodio agradable, sino una perspectiva elegida y asumida para comprender y encarar la realidad. Esos amigos de Jesús que son descritos con síntomas de ebriedad, no son simples creyentes eufóricos, sino que se descubren a sí mismos inundados de la felicidad de los pobres, de los que trabajan por la paz, de los que tienen hambre y sed de justicia. La épica batalla del cristianismo contra el mal es, ante todo, una batalla contra la infelicidad, contra la amargura. No hay fe posible en donde la vida es percibida como una permanente mortificación sobrellevada con la resignación de quien espera que al menos alcancemos a merecer un trocito de cielo. No. El cielo se ha caído y dios habita entre sus hijos, con ellos, en ellos. El Reino de los cielos no sucede en un lugar distinto a la tierra que pisamos, pero sobre todo, a la tierra que somos, cuando dedicamos la vida a rescatar y esparcir la felicidad que apasionó a Jesús y por la que nos entregó su propio aliento.

Desde esa fuerza, desde esa valentía que los impulsa, Jerusalén se vuelve el epicentro de un movimiento que va a tener impacto en toda Judea, en Samaría, y hasta los confines de la tierra. Pero ese no es un movimiento exclusivamente geográfico, es ante todo un movimiento cultural y social. En Samaría, a unos pocos kilómetros de allí, ya todo es distinto. Los samaritanos tienen otro culto, otro templo, otra forma de vivir la religión de Yahveh. Luego, las misiones hacia el norte y hacia el sur, se van a encontrar con seres humanos que comen otras cosas, que piensan otras cosas, que creen en otras cosas; lo que va a desafiar completamente esa tendencia a lo uniforme, a lo monolítico (EG 40). La respuesta en Pentecostés no fue, de ninguna manera, que todos aprendieran la lengua de los apóstoles, sino que los apóstoles hablaran la lengua de todos. Esa apertura a la diversidad es lo que va a caracterizar todo el itinerario de expansión de la propuesta cristiana en los Hechos de los Apóstoles. La iglesia de pentecostés es aquella que se esfuerza en reconocer al otro, en asumir su identidad, en rescatar su dignidad allí en donde le encuentra, y que logra proponer su buena noticia sin exigir que el otro deje de ser quien es.

De Jerusalén en adelante, todo es nuevo. Como nuevo fue todo en la galilea del Nazareno cuando en la llanura y en la montaña, compartió cuál era la idea que dios tenía de la felicidad, y por qué la religión oficial no era compatible con esa idea. El espíritu del Resucitado, oxigenando la sangre de aquellas mujeres, de aquellos hombres de la primera comunidad, no estaba allí para volver atrás. Se acabó el tiempo de los ayunos, de las repeticiones interminables, de los sacrificios, ahora venía el tiempo de las comidas, de las conversaciones cara a cara, de la fiesta. Nunca más las escrituras estarían puestas para justificar la barbarie, la exclusión, la condena, sino para afirmar de modo incuestionable que el rostro de dios descubierto por Jesús era la versión inmejorable del Yahveh de la montaña, de la zarza, de la columna de fuego, que quien nos rescató de Egipto fue el Padre del hijo aquel que fue recibido de nuevo en casa. La iglesia de pentecostés es aquella que no tiene miedo a lo distinto, a lo nuevo; sino la que lo anhela y lo provoca, no es un museo de dos mil años de antigüedad en el que nada se puede tocar, sino un universo de eternos años de novedad en el que nada se envejece para siempre, en el que la más grande herejía es intentar momificar la fe, embalsamarla, como si fuéramos Egipto y no Israel.

Desde allí, desde aquel simbólico día cincuenta, el día del Espíritu, la vida que dios estaba ofreciendo tendría una vigencia eterna en la que serían admitidos todos. Apenas un tiempo después, el mismo dios le recordaría a Pedro que no hace acepción de personas, que no hay un ser humano en la tierra en el que no habite, que su aliento de vida no es propiedad exclusiva de ninguna religión, de ninguna institución, como no lo era de ninguna raza ni linaje, que cada respiración es un pentecostés. Por eso los hechos de los apóstoles va a ser - como aquella sección del evangelio de Lucas previa a la subida a Jerusalén - una valiosa recopilación de historias de todos aquellos que pensando, creyendo, sintiendo, o viviendo de una manera distinta, también eran llamados a la vida en abundancia, a vencer al mundo, a declarar que la casa de dios está abierta para todos, y que todos son el motivo de su fiesta. La iglesia de pentecostés es aquella que, más que abrir sus puertas a todos para que entren, es capaz de cruzar las puertas de todos para hacer presente su buena noticia, para reconocer a su dios invisible en todos los rostros, para sentarse a la mesa con todos y comer de lo que le den, como Pedro en casa de Cornelio.

Celebrar pentecostés tendría que ponernos en salida hacia lo distinto, seguros de que el aliento divino que todo lo creó, todo lo hace nuevo, empezando por esta vieja iglesia que parece por momentos ser alérgica al viento y al fuego. 

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