"A Romero y Ellacuría nunca les dieron un Nobel. Y, sin embargo, ellos sí fueron verdaderos constructores de paz" María Corina Machado y el Premio Nobel: cuando la “paz” sirve a los imperios

María Corina Machado
María Corina Machado

"Quien encarna los intereses del orden global puede recibir la corona moral del pacificador; quien se sale del guión, aunque reclame un orden distinto, es castigado con el silencio"

"El caso de Machado es paradigmático. Se la presenta como símbolo de resistencia democrática frente al chavismo, pero su trayectoria política está marcada por la confrontación y la alianza con intereses externos"

"Premiar a Machado es también una forma de validar las sanciones y la presión internacional sobre Venezuela, de enviar un mensaje sobre quién tiene la autoridad moral para decidir qué es democracia y qué no lo es"

"¿Qué habría pensado Monseñor Romero al ver este Nobel? Probablemente lo habría lamentado. Porque la paz sin justicia es una farsa"

El reciente anuncio de que María Corina Machado ha sido galardonada con el Premio Nobel de la Paz 2025 ha sacudido el panorama político latinoamericano. El comité noruego afirma premiarla por “su lucha pacífica por la democracia en Venezuela”, pero detrás del lenguaje diplomático y los aplausos mediáticos se esconde una pregunta incómoda: ¿de qué paz estamos hablando?

La historia del Nobel de la Paz está plagada de contradicciones. Barack Obama, premiado en 2009, recibió el galardón mientras dirigía guerras, ordenaba ataques con drones y mantenía la estructura militar global de Estados Unidos. Henry Kissinger, reconocido en 1973 por negociar el fin de la guerra de Vietnam, fue responsable de políticas que devastaron Camboya y Chile. En ambos casos, el premio sirvió para legitimar políticas imperiales bajo el barniz del pacifismo. Hoy, con Machado, la lógica parece repetirse.

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Donald Trump
Donald Trump

Donald Trump quiso ganar el Nobel de la Paz, incluso lo dijo públicamente, pero su forma de actuar —provocadora, agresiva, cargada de polémicas— y su discurso confrontativo hicieron que el Comité Nobel lo descartara, porque ese tipo de comportamiento no encaja con la “imagen” diplomática y moral que el premio suele premiar.

Es decir: no fue rechazado por falta de logros, sino porque no encajaba en el molde del pacificador respetable que las élites internacionales prefieren reconocer. Sin embargo, el mensaje implícito es claro: el sistema premia la sumisión a sus reglas, no necesariamente la búsqueda real de la paz. Quien encarna los intereses del orden global puede recibir la corona moral del pacificador; quien se sale del guión, aunque reclame un orden distinto, es castigado con el silencio.

El caso de Machado es paradigmático. Se la presenta como símbolo de resistencia democrática frente al chavismo, pero su trayectoria política está marcada por la confrontación y la alianza con intereses externos. Fundadora de la ONG Súmate, vinculada a intentos de desestabilización del gobierno de Hugo Chávez, firmante de acuerdos con sectores golpistas y participante en encuentros con George W. Bush en 2005, Machado representa una oposición que ha buscado respaldo internacional más que consenso interno. No se trata solo de una luchadora por los derechos civiles: es parte de una estrategia geopolítica más amplia.

Este tipo de reconocimientos no son inocentes. Premiar a Machado es también una forma de validar las sanciones y la presión internacional sobre Venezuela, de enviar un mensaje sobre quién tiene la autoridad moral para decidir qué es democracia y qué no lo es. Los premios, cuando provienen del poder, operan como sellos de legitimidad que justifican intervenciones futuras.

Y aquí entra la memoria histórica. La Teología de la Liberación, nacida en América Latina en los años 60 y 70, defendía que la paz solo es auténtica cuando nace de la justicia social. Teólogos como Monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980 mientras oficiaba misa, e Ignacio Ellacuría, ejecutado junto a sus compañeros jesuitas en 1989, encarnaron esa visión. Ellos denunciaron los abusos de las élites y los crímenes de los escuadrones de la muerte apoyados, directa o indirectamente, por los Estados Unidos y sus aliados locales.

Monseñor Óscar Romero
Monseñor Óscar Romero

A Romero y Ellacuría nunca les dieron un Nobel. Y, sin embargo, ellos sí fueron verdaderos constructores de paz, porque su apuesta no fue por la diplomacia ni por la retórica internacional, sino por la defensa de los pobres, los campesinos y los marginados. Su paz no era la del orden impuesto, sino la del Evangelio hecho justicia. Fueron asesinados por denunciar los crímenes del poder.

El contraste es brutal. Mientras los verdaderos profetas de la paz fueron eliminados o silenciados, hoy se celebra a quienes mantienen vivo el discurso del “cambio democrático” alineado con los intereses de Washington. La muerte de Romero fue aplaudida en silencio por los mismos sectores que hoy levantan el nombre de Machado como símbolo de libertad. Los jesuitas de la UCA, torturados y fusilados en El Salvador, denunciaban precisamente ese modelo: una paz que se impone por la fuerza, una democracia que nace del miedo, un orden global que premia la obediencia.

La entrega del Nobel a Machado parece entonces una repetición de esa vieja historia: la paz institucionalizada como instrumento del poder imperial. Se convierte en un símbolo que tranquiliza conciencias en el Norte global mientras se mantienen las desigualdades en el Sur. Se habla de derechos humanos, pero se silencian las muertes causadas por bloqueos, sanciones o intervenciones militares. Se habla de democracia, pero se ignoran los procesos populares que no encajan en el molde occidental.

Xabier Pikaza, teólogo español cercano a las corrientes liberacionistas, ha advertido que los grandes premios universales suelen legitimar un relato único del bien y del mal. Al galardonar a ciertos líderes, se blanquea una historia de dominación y se desactiva la crítica de fondo: que la verdadera paz no se decreta desde Oslo ni se compra con diplomacia, sino que se construye en las calles, en las comunidades, en los cuerpos de los que sufren.

La pregunta, entonces, es incómoda pero necesaria: ¿qué habría pensado Monseñor Romero al ver este Nobel? Probablemente lo habría lamentado. Porque la paz sin justicia es una farsa, y porque la historia del continente muestra que quienes de verdad luchan por la vida —los campesinos, los pueblos indígenas, los mártires de la liberación— no reciben medallas, sino balas.

Medalla de los Premios Nobel
Medalla de los Premios Nobel RRSS

Mientras tanto, el mundo aplaude a Machado como nueva “pacificadora”, y los titulares se llenan de palabras solemnes. Pero en el fondo, lo que se celebra no es la paz, sino la obediencia a un sistema que reparte premios mientras mantiene guerras abiertas. El Nobel, una vez más, deja de ser símbolo de esperanza y se convierte en un recordatorio de que la paz del imperio no es la paz de los pueblos.

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