El "Día D" de Daniel

Este miércoles, pocos minutos antes de las nueve y media de la mañana, “Daniel” llegará a la Audiencia Provincial de Granada. Lo hará, seguramente, acompañado por sus padres y por su novia. Y lo hará caminando, dando la cara, porque no tiene nada que esconder. Muchos, hoy, conocerán el rostro de “Daniel”, escucharán su voz y su testimonio ante el tribunal.

No es algo que este joven haya buscado: nadie elige ser abusado siendo menor de edad por aquellos en quienes has depositado toda tu confianza, quienes se han convertido en tu otra familia. No eliges ser víctima de abusos, pero sí luchar por sobrevivir a ellos. Y “Daniel” eligió ser un superviviente. Y salió adelante, y estudió, y rehizo su vida, no sin dificultades, no sin jirones. Y, con el tiempo, dio un paso más, tal vez el más duro, que este miércoles culmina con su declaración ante la Audiencia: alzar la voz y denunciar.

La lectura atenta de las 1.600 páginas del sumario del “caso Romanones” muestra a un joven torturado, quebrado, golpeado en lo más íntimo. Pero también a una persona que resurge y toma conciencia de la importancia de denunciar los abusos para que se haga justicia, pero sobre todo -ésta fue su primera motivación, y la causa principal de su carta al Papa Francisco- para evitar que otros pudieran sufrir lo que él tuvo que padecer.

En ese momento es cuando “Daniel” pasa de ser un superviviente para convertirse, además, en un héroe. Un héroe anónimo: al menos hasta hoy, muy a su pesar. Jamás ha concedido una entrevista, y ha luchado para proteger su identidad hasta el último momento. Un niño un hombre hoy, que sacó fuerzas de donde nadie que no haya sufrido abusos podría imaginar para contarlo a su familia, a sus amigos y a su círculo de confianza. Y después, en un arrebato de inconsciencia -cómo no hacerlo teniendo en Roma a ese torrente llamado Bergoglio-, escribir una carta desgarradora que el destino -o alguna mano amiga- consiguió hacer llegar al Papa Francisco.

Porque esta historia no se entiende sin la intervención directa del Papa Francisco, que una tarde de agosto de 2014 cogió el teléfono y llamó a “Daniel” para pedirle perdón, en nombre de toda la Iglesia, por esos pecados, por esos delitos, y para animarle a denunciar los hechos ante el arzobispo de Granada. Porque fue el Papa Francisco quien forzó a que la diócesis emprendiera una investigación y quien, al comprobar que no se hacía lo suficiente, volvió a llamar al joven para recomendarle que pusiera el caso en manos de la Justicia.

El de “Daniel” es, en cierta medida, la gran piedra de toque para entender la tolerancia cero con la que el Papa Francisco quiere impregnar a la Iglesia en el escándalo de la pederastia. Su determinación para acompañar el comienzo del camino de “Daniel” marcó un antes y un después en la lucha contra los abusos sexuales en la Iglesia española. Y también en la mundial, mal que les pese a los sectores más resistentes a cualquier reforma.

"Francisco fuerza una investigación sobre abusos sexuales en una diócesis española"
, tituló Religión Digital el 16 de noviembre de 2014. Y es que ésta nunca fue una historia en negativo, sino el relato de un joven que, tras sobrevivir a unos abusos, encontró el apoyo que otros no le habían dado en el Sucesor de Pedro para abrir una causa que en estos días se juzga en Granada. Una historia de esperanza cuyo final aún no está escrito.

Tras la carta de “Daniel”, la respuesta del Papa y el comienzo del proceso, muchos otros se vieron reflejados y se animaron a denunciar. En España y en el resto del mundo. “La verdad es la verdad, y ha de conocerse, cueste lo que cueste”, aseveraba Francisco preguntado por el escándalo de abusos en Granada. Y después de Granada surgieron Gaztelueta, Maristas, el “caso Paulino”, Astorga, Kruz Mendizábal... La Iglesia española se vio forzada a hacer públicos, y a comenzar a implementar, sus protocolos de actuación. El velo de silencio que, por desgracia, había tapado los abusos a menores en la Iglesia española, por fin, comenzaba a correrse. Gracias a Bergoglio y al joven que, esta mañana, acude a los juzgados de Granada a declarar con la vista al frente y la mirada larga.

Hay heridas que jamás llegan a cicatrizar, y medicamentos que curarán a las generaciones posteriores, y no a los enfermos de hoy. Pero testimonios de personas como “Daniel”, que va mucho más allá del deber -pese a los sepulcros blanqueados que critican a todas las víctimas por no “atreverse” a denunciar en el momento-, son los que consiguen cambiar el curso de los acontecimientos. La Iglesia en Granada no podrá ser la misma, se condene o no al padre Román, hayan prescrito o puedan retomarse los delitos contra el resto de miembros del clan, se aclare o no el verdadero papel del arzobispo Martínez. Tampoco la Iglesia española podrá mirar para otro lado. Ya no.

Sólo por eso, “Daniel” ya ha triunfado.
Ha conseguido el principal de sus objetivos, que no es otro que lograr que se incremente la protección a los menores en la Iglesia. Todas las diócesis obligan hoy a que quienes trabajen con menores en su nombre no tengan antecedentes penales; se ha comenzado a desterrar la política de lavar los trapos sucios en casa (aunque queda mucho que hacer aún); las víctimas son escuchadas y, lo que es más importante, comienzan a organizarse. Pronto, Dios mediante, podremos asistir a la creación de la primera asociación de víctimas. Muchos obispos han tomado conciencia (también, aquí, queda mucho por hacer), de que las víctimas de abusos son un gran tesoro para la Iglesia, y que su acogida y protección constituyen la auténtica sanación el inmenso pecado de la pederastia clerical.

Pocos minutos antes de las nueve de la mañana, “Daniel” cruza la puerta de la Audiencia provincial de Granada. Seguramente, todas las cámaras capten su rostro, le pongan nombre, interpreten su forma de vestir, caminar o comportarse. Lo importante llega justo ahora: el momento de ratificar, con la misma seguridad que señalan los informes periciales, la veracidad de su relato. El de una víctima de abusos sexuales que sobrevivió para contarlo, y que lo contó para hacer justicia, y para evitar que otros sufrieran. Sólo por eso, merece el mayor de los respetos.
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