El Papa de los Muros

Están por todas partes. Separan hermanos de hermanos, padres de hijos. En ellos se empotran los sueños y se inscriben las reivindicaciones que tocan la fibra vital. Muchos mueren por intentar traspasarlos, otros pintan puertas imaginarias en sus corazones de hormigón. Son los muros de la vergüenza. Los de Arizona, Melilla o Belén, visiblemente presentes en la realidad del día a día. Los de las costas del Estrecho o Lampedusa, que sólo se hacen presentes cuando retumban la humillación, el terror y la muerte.

Francisco parece decidido a ser el Papa de los muros. Ya lo fue cuando puso la palabra “Vergüenza” frente a las costas de Lampedusa. En una Europa que continúa mirándose el ombligo y votando a partidos de extrema derecha xenófoba, sus palabras supusieron -lo siguen haciendo- un aldabonazo a las conciencias.

Y también lo ha hecho este fin de semana durante su viaje a Tierra Santa. En dos muros significativos: el de las Lamentaciones, adonde llegó para cumplir un sueño de unidad y fraternidad junto a sus amigos el rabino Skorka y el líder musulmán Abboud. Juntos se abrazaron: “¡Lo conseguimos!”. ¡Cuánta gente abrazada al superar los muros de la intolerancia y la incomprensión, al alcanzar la supuesta “tierra prometida” del progreso y del desarrollo!; y en el de Belén, el Muro de la Vergüenza, que conforma una auténtica cárcel al aire libre para los palestinos.

Causa terror, e indignación, pasear por la “zona cero” que separa Belén y Jerusalén. Donde carteles rojos te avisan de que estás entrando en territorio peligroso, bajo tu propia responsabilidad. Allí mismo, el primer Papa que voló directamente a Palestina desde otro país que no fuera Israel, hizo parar su jeep y se detuvo a rezar, en silencio, profundamente. Colocó su mano en el muro, y apoyó la cabeza en el mismo. Los mismos gestos que realizó, al día siguiente, en el muro “oficial” de los Lamentos. Y es que las lágrimas y el sufrimiento no entienden de religiones, sino de piel, de abrazos, de ternura, de cercanía. Del principal motor que mueve a este hombre santo.

Quedan muchos muros que derribar. A gritos en las conciencias de los poderosos. A cabezazos en forma de oración, como la que tendrán, en apenas unos días, los líderes de Israel y Palestina junto al Papa en el Vaticano. A base de entrelazar manos que generen otros muros, más humanos, más de verdad. Esas mismas manos que en lugar de empuñar armas cojan martillos y piquetas para acabar con esas paredes de odio y desigualdad.

Juan Pablo II pasó a la historia, entre otras muchas cuestiones, por ser el Papa que ayudó a derribar el Muro de Berlín, el último símbolo del odio fratricida que supuso la II Guerra Mundial, un símbolo del fracaso de la Humanidad, como también lo fue el descubrimiento de la monstruosidad del Holocausto nazi. Tras este histórico viaje, Francisco parece decidido a hacer lo propio con los muros que, setenta años después, continúan poniendo barreras entre el rico y el hambriento, entre el poderoso y el exiliado, entre el rey y el mendigo. Como en la época en que Jesús caminó sus pies descalzos por la misma Tierra Santa que este fin de semana recorrió Bergoglio.

Hoy, los muros no tienen voz, pero pueden gritar; no tienen ojos, mas lloran; no tienen boca, aunque pasan hambre. Tienen vida atrapada dentro. Y de nosotros depende que la sigan teniendo. El Papa de los muros quiere acabar con todos ellos, igual de vergonzosos los que los encierran en el desierto a los que los ahogan en el mar. Igual de dignas las vidas de todos los que sufren, sienten y aman, a ambos lados de las barreras. Porque los muros, no lo olvidemos nunca, también atrapan a quienes los construyen. Y es su corazón el que acaba volviéndose de piedra.
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