003. Religiones agrícolas (2)

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Las características comentadas sobre las religiones agrarias en el último post son el armazón ideológico que permite explicar la mayor parte de los fenómenos religiosos que conocemos en la denominada Historia, que técnicamente es el periodo de tiempo que la humanidad ha podido detallar por escrito (desde que mesopotámicos y egipcios desarrollaron la escritura).

                Estas sociedades agrícolas eran politeístas, lo cual implica que las peculiaridades descritas no pertenecían a una única divinidad. Es decir, los distintos valores señalados aparecerán en estos pueblos repartidos entre todas las divinidades, y difícilmente se dará el caso de que una sola divinidad (y su culto o mitología) acaparen todos los valores. Las diversas funciones serán atribuidas a diversas divinidades. (El judaísmo monoteísta no es excepción: el abandono del politeísmo judío inicial llevó a que las fiestas se asociaran al culto a Yahvé pero se desligaran de la mitología de éste).

La estructura social queda así compartimentada de acuerdo con el politeísmo vigente en cada pueblo. Ese politeísmo estructuraba tanto la vida económica como la social, pues, en la práctica, las civilizaciones antiguas obligaron a una vida en común inmensamente más intensa que la que ahora vivimos (habrá entre los lectores quien recuerde las frecuentes llamadas a la puerta de la vecindad para pedir algún ingrediente culinario o solicitar que durante unos minutos se atendiera a la prole). La vida exigía más colaboración que en la actualidad, pues era difícil tener de todo o casi de todo.

Este último dato puede servir para entender la implicación que el individuo sentía en su religión y su sociedad. Las fases económicas de las diversas zonas, dictadas por las estaciones, eran una fuerza contra la que no había (ni hay) respuesta humana; la evolución personal es otra corriente a la que es difícil oponerse; de ahí que estas religiones asociaran estos hechos de maneras diversas, cierto es, pero constantes. Vida particular y vida social, economía individual y economía común, eran cercanísimas.

Una diosa de lo salvaje como Ártemis era al mismo tiempo la señora de los límites de la polis y la vigilante del parto y la infancia. Este papel doble se puede interpretar como un único campo. Por un lado, la parte exterior de una comunidad agrícola es la correspondiente a los bosques y descampados, donde reinan animales no domesticados (la caza provee de proteínas necesarias pero en cierta medida fortuitas); la población recoge la madera indispensable para la civilización (cocina, herrería, construcción, calefacción, armamento); el terreno es especialmente difícil en general, y ha de quedar bien señalado para aviso a enemigos, que provendrán de esos límites; esos animales indómitos representarán el poder de la divinidad.

Por otra parte, junto a ese valor territorial y económico Ártemis adquirió un carácter familiar que puede resultar extraño, pero el caso es que esta diosa era la protectora de los partos y la infancia. Desde el punto de vista social, la diosa quedó ligada al primer límite de la vida, el nacimiento. Además, era señora de la fase más indómita de nuestra existencia, la infancia. Durante los años que preceden a la menarquia femenina o la inclusión en la sociedad civil masculina Ártemis acompañaba a las criaturas que debían ser “domadas”, es decir, educadas. La consecución de ese ideal significaba la entrada en la vida adulta, lo cual conllevaba un claro papel económico.

Los casos de Atenas y Esparta ilustran estas dos facetas. En Braurón, población del Ática, se celebraba el paso de las niñas a la edad fértil con dramatizaciones de cacerías en las que las protagonistas eran denominadas “osas”, ejemplo de animal similar a los humanos: camina sobre dos patas, es omnívoro, alimenta a sus crías como las mujeres… En Esparta, Ártemis Ortia sancionaba la madurez sexual y social de los púberes: en su santuario debían someterse a pruebas físicas que demostraban su autocontrol y la capacidad de conseguir alimentos. Es decir, en Atenas se reconocía la validez personal para el papel de madre y en Esparta se sancionaba la valía para mantener una familia a todo coste.

Sacerdotisa en Braurón con máscara de osa

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Para más inri, la tragedia de Eurípides titulada Hipólito muestra el problema de no asumir ni la madurez personal ni el papel a desempeñar en la sociedad y nos confirma que, para cada época de la vida, había una divinidad protectora: el joven Hipólito sigue, contra toda lógica, venerando a Ártemis en lugar de pasar a reverenciar a Afrodita, diosa que le corresponde por varón maduro sexualmente y, por tanto, preparado para engendrar y alimentar una familia. Afrodita se vengará del mortal desencadenando la tragedia.

El valor de los límites no acaba solo ahí. Con el tiempo Ártemis se unió en el culto a Hécate, otra diosa de los confines, en este caso fatales. Así el círculo se cierra y Ártemis presenta su dominio sobre el nacer y el morir, que en la Antigüedad, como en Europa hasta hace sólo algunas décadas, estaban tan cercanos.

                En definitiva, conviene apreciar las características de las religiones agrarias de una manera global. Es más realista observar los pueblos de la primera Historia como cuerpos complejos cuyos diferentes órganos colaboran de maneras muy sutiles en algunos casos pero efectivas siempre. En esos cuerpos, religión, economía y sociedad iban de la mano para estructurar la vida de cada individuo.

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