Teología de J. Ortega y Gasset.. Evolución del cristianismo
Capítulo Tercero
De un cristianismo mítico
a otro racional
Peculiariedad del extremismo cristiano
(Cont., viene del día 12)
El cristianismo, en su iniciación y en sus formas más rigurosas, es también un extremismo. Es más, sólo se puede entender su génesis cuando se ha entendido el modo vital del extremismo y precisamente por esta razón Ortega se ha detenido largamente en su análisis.
Este es el resultado de su arduo trabajo: también el cristianismo, como un extremismo más, consiste en destacar y aislar una sola dimensión de la vida que el hombre antiguo había desatendido. Al reparar en cuál es esa dimensión se advierte que tiene unos caracteres peculiares, únicos en cierto modo, lo que le colocan fuera de concurso y explican que sólo este extremismo cristiano llegase a perdurar. Que no es lo mismo que triunfar, matiza Ortega, porque triunfar no es posible en ningún extremismo sino en la medida en que va dejando de serlo.
Así es en el caso que nos ocupa. Sin embargo, el cristianismo empieza por diferenciarse de todos los desesperados de su tiempo en que es más radical que todos ellos y el único consecuente con su desesperación (Ibid., 117). No obstante, conviene no perder de vista que estamos asistiendo a una exposición del cristianismo de la alta Edad Media, aunque en la descripción que hace Ortega de aquella época se perciben algunos aspectos que encontramos todavía en la nuestra; una prueba más de que las edades de la historia cabalgan unas sobre otras.
Volviendo al tema de la desesperación del cristianismo primero, Ortega lo explica de este modo: el cristianismo ha entendido, en un sentido positivo, que la vida humana en su propia esencia no es otra cosa que desesperación. Es decir, el hombre es una realidad que no puede valerse por sí misma y "desesperar es sentir que somos constitutiva impotencia, que dependemos en todo de algo distinto de nosotros".
En cambio, la perspectiva en que el hombre se mueve normalmente le hace creer que con la naturaleza a su disposición se basta para que su vida sea algo positivo. Este es un error radical del que hay que curarse, dirá comentando la definición de pecado de San Agustín en La ciudad de Dios. No olvidemos que estamos en el siglo IV. Para el santo de Hipona, es pecado que el hombre se crea principio de su ser y hacer.
Por consiguiente, en el cristianismo que san Agustín representa, el hombre confiado en sí, que aún espera algo de sí, es esencialmente pecador. En cambio, procede correctamente cuando reconoce que no puede vivir con verdadero sentido desde sí mismo, cuando descubre su dependencia del poder superior de Dios y decide vivir desde Él.
Abundando en el tema, añade: el hombre no puede encontrar la verdad con su razón, sólo puede recibirla por revelación, en la que el hombre no pone otra cosa que el buen deseo, lo demás lo pone Dios (Esta negación de la razón se llama hoy fideísmo). Y así en todo lo demás: el hombre, al reconocerse como lo que es -nada-, hace de sí un vacío que Dios llena. De este modo el cristiano convierte por una dialéctica automática la desesperación en salvación.
Su nueva perspectiva le hace ver que esta vida que vivimos no es la verdadera realidad de la vida, sino un error de óptica. "Es sólo la refracción en el tiempo de nuestra vida eterna". Y es preciso vivir en consecuencia, no dando importancia a los actos intravitales y referirlos siempre a nuestra absoluta vida en Dios.
"El hombre, como ser natural frente al mundo natural ha muerto, y le va a preocupar sólo la dimensión sobrenatural, el sentido absoluto de sus actos. Se queda, pues, el hombre solo con Dios. Desatiende el mundo, que es sólo un estorbo para las relaciones del alma con Dios, y si mira a él es para verlo como puro reflejo de lo divino, como símbolo o alegoría.
Un hombre así despreciará la ciencia. Por dos razones: porque se ocupa en serio del mundo, que no lo merece, y porque supone confianza del hombre en su razón natural, lo cual es, por lo menos, tendencia al pecado, a vivir centrado en sí. La vida del cristiano es teocéntrica, y el mundo para él es, por lo pronto, el trasmundo sobrenatural".
La reflexión sobre el extremismo como forma de vida la concluye Ortega diciendo que el extremismo cristiano, como todo extremismo, va a tener que pactar, porque esa negación de lo intrahumano es una exclusión arbitraria. La misma aturaleza reclama los derechos que como realidad posee y, poco a poco, va a irse interponiendo de nuevo entre el hombre y Dios. Así lo ha reconocido el católico francés Gilson en su libro L'esprit de la philosiphie médiévàle que maneja Ortega.
"A partir del siglo XIII el universo de la ciencia -se entiende la puramente humana- comienza a interponerse entre nosotros y el universo simbólico, divino -de la alta Edad Media". Esta va a ser la crisis renacentista, que va a separar de nuevo al hombre de Dios. Y cuando Galileo y Descartes descubren un nuevo tipo de ciencia, de razón humana, que permite predecir con exactitud los acontecimientos cósmicos el hombre recobra la fe y la confianza en sí mismo.
Vuelve a vivir desde sí, más que nunca en la historia. Eso ha sido la Edad Moderna -el humanismo" (Sobre el extremismo como forma de vida V 119-121).
Concluimos estos epígrafes sobre los extremismos diciendo que la negación tan radical del mundo, que hace el cristianismo medieval descrito, no tiene cabida en el humanismo político que la nueva teología surgida del Vaticano II ha asumido con total decisión. Esta será la conclusión final de todo este trabajo. Pero ahora vamos a ver el desarrollo del cristianismo en la historia tal como lo ha visto Ortega en el estudio minucioso que ha hecho sobre él.
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