El pueblo es soberano 6
Necesaria desmitificación
Contra una soberanía sacralizada
(Cont., viene del día 11)
Mientras no se consiga la secularización definitiva de la noción de soberanía, ella estará lastrando, con su carga mítica las posibilidades mismas de reinvención del Estado, quedando éste atrapado en las redes del nacionalismo que trata de monopolizarlo.
La soberanía esgrimida por cualquier nacionalismo que en este caso actúa servilmente hacia poderes económicos o instancias externas y autoritariamente hacia dentro, tiene mucho del fondo teológico monoteísta del que procede. Por ello una soberanía mitificada funciona en un discurso monológico, con afán monopólico e interpretada de modo compacto como indivisible, cual corresponde al uno, no ya divino, pero sí el uno que es Estado unitario que con la soberanía también se eleva al mito, el "mito del Estado" que ya abordó Ernst Cassirer.
Hay, pues, que empezar afrontando ese lastre de mítica heredad en moldes teológicos que sigue arrastrando la idea de soberanía, la cual, tal como venía del mundo de la religión y de las monarquías a las que pasó desde aquél, comportaba, como analiza Georges Bataille en la obra que dedicó a esclarecer "lo que entiende por soberanía, una alienación o enajenación de lo que de suyo debía ser la soberanía de todos y cada uno de los individuos, pero que no lo era en tanto vivían en condiciones de servidumbre desde la que trasponían su soberanía al dios o al rey que los "representaba".
Una apreciación como esa da piepara aceptar la parte de razón que llevaba Carl Schmitt en su polémica Teologia políticaal afirmar (no era el único) que "todos los conceptos centrales de la teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados", mas para alejarnos de inmediato de la "teología política"schmittiana. Esta venía a sostener la idea de soberanía como la secularización de la soberanía divina transferida al monarca absoluto y luego al Estado -operación tematizada por Hobbes, de quien Schmitt se sentía próximo, a diferencia de su distancia resppecto al domócrata republicano Rousseau que culmina el movimiento haciendo radicar la soberanía en el pueblo como conjunto de ciudadanos.
Lo malo es que Schmitt se aferra a ese fondo de sacralidad, redundando en la mitificación, lo cual le hacía defender la soberanía como el poder total, no sólo capaz de fundar el orden júrico del Estado, sino de dejar en suspenso ese orden cuando discrecionalmente -arbitralmente- lo considerara oportuno mediante el estado de excepción, poniendo entre paréntesis la misma legalidad establecida por el soberano: "soberano -era su definición- es quien decide sobre el estado de excepción".
Puesto así, lo grave que la realidad obliga a reconocer, con Walter Benjamín en sus Tesis de la filosofía de la historia (8), es que el juego trucado del poder soberano hace que la regla misma acabe siendo el "estado de excepción en el que vivimos", desde el momento en que la ley se ve constantemente traicionada desde el mismo poder que la promulga...
Ver:
Los nacionalismos fascistas evidenciaron su apego al pensamiento de Schmitt, y aunque los nacionalismos de cuño liberal no manifiestan tal querencia, lo cierto es que en estos últimos se sigue cultivando una noción de soberanía cargada de connotaciones provenientes de ese pasado teológico, no suficientemente depuradas, dando lugar en ese caso a una idea de soberanía, como hemos dicho, malamente secularizada, al menos por estarlo a medias.