Cátedra Santa María Ángeles y Demonios. Una lectura de pascua (con J. M. Velasco)

Ángeles y demonios en el NT y en las Religiones

angeles y demonios | juan martin velasco
Hace 36 años, el 21.1.1984, J. Martín Velasco,  J. R. Busto Saiz y un servidor, pronunciamos unas conferencias sobre Angeles y Demonios, en el Colegio Mayor Chaminade de la Ciudad Universitaria de Madrid. Los textos se publicaron en el pequeño libro de la imagen, con el reverso en que aparecemos los tres. Han pasado los años, pero el tema sigue siendo actual, y así lo quiero presentar hoy como lectura de Pascua.  

Ha fallecido mi amigo Juan Martín el pasado 5 de abril, y publiqué el mismo día una reseña de su vida y obra en RD. Me atrevo aquí a publicar su colaboración (me dijo un día: Haz con ese texto lo que quieras). No publico la de J. R. Busto, pues, aunque es buen colega, tengo menos relación con él y no tengo a mano su trabajo. Incluyo así sólo mi trabajo sobre Ángeles y demonios en el NT y el de J.M. Velasco sobre Ángeles y demonios en la historia de las religiones. El texto es algo largo, pero merece la pena como lectura reposada de pascua. Yo no puse notas a mi texto. Juan se las puso. Desde aquí le recuerdo, con los ángeles de Cristo. Descansa en paz, Juan. Buena semana a todos los lectores.

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ÁNGELES Y DIABLO EN EL NUEVO TESTAMENTO

  (Cátedra CHAMINADE Madrid 1984, págs. 73-116)

Xabier Pikaza

Introducción

EL AMBIENTE en que brota el Nuevo Testamento participa, de manera espontánea, en las creencias ambientales en lo angélico y lo en lo demoníaco. Partiendo de la novedad israelita, esas creencias fueron enriquecidas y matizadas por varios rasgos que resultan muy significativos.

  1.  Existe, en principio, una separación de campos: ángeles y demonios han dejado de ser equivalentes: Partiendo de un dualismo moral, que adquiere caracteres definitivos, los ángeles se muestran como poderes buenos, al servicio de Dios y para ayuda de los hombres; los demonios son, en cambio, negativos, destructores.
  2.  Hay una jerarquización de lo demoníaco: El ámbito de poderes o espíritus perversos se halla dominado y dirigido por un príncipe del mal que ha recibido el nombre de Satán, Mastema, Diábolos o Diablo, Belial y Beelzebú, según las tradiciones; los demonios son sus ayudantes y seguidores.
  3. De todas formas, la separación de campos no llega al dualismo teológico: El Diablo no tiene verdadera categoría de antidiós; es simplemente un principio del mal que en ámbito de cosmos y en el tiempo de la historia tiende a destruir la obra de Dios y su presencia entre los hombres; jamás se puede presentar como divino.
  4. Ángeles y demonios realizan funciones contrarias que se centran, básicamente, en estos cinco espacios: sostenimiento o destrucción de la vida humana, apertura y cierre de la historia, origen del mal, libertad o esclavizamiento del cosmos, plenitud o castigo de los hombres en el juicio.

 El Nuevo Testamento reasume esos rasgos y supone esas funciones, pero las transforma y retraduce de una forma que juzgamos decisiva. Para ello, significativamente, rompe el paralelo entre los dos espacios: quien se enfrenta con lo demoníaco no es ya el mundo de los ángeles, sino el mismo Hijo de Dios, que es Jesucristo.

Por eso, prescindiendo de un texto marginal, que además ha sido reinterpretado cristológicamente (Ap 12,7 y ss; cf. Judas 9), la experiencia cristiana no alude a la batalla supraterrena (mítica) de ángeles y Diablo, de Miguel contra Satán. Esto nos permite comprender ya desde ahora los dos rasgos principales que aporta el evangelio.

  1. Los ángeles pierden su importancia, al menos desde un punto de vista teológico; la función que ellos podían realizar, como enviados de Dios y amigos de los hombres, vienen a cumplirla Cristo y el Espíritu.
  2. Los demonios, y más expresamente Satán, el Diablo, como personificación radical de los poderes destructores, asumen funciones e importancia que antes no tenían. Ellos se desvelan en su esencia más profunda y vienen a mostrarse como fuerza de lo malo, una especie de imitación negativa de Dios, de Jesucristo y de su Espíritu.

La exposición que sigue desarrolla las funciones arriba señaladas a partir de los momentos clave del despliegue del Nuevo Testamento. Es un trabajo que no puede entrar en los detalles de la exégesis. Sencillamente, quiere ir señalando los momentos de explicitación de lo angélico-demoníaco en la iglesia primitiva. Esos momentos muestran un cierto orden progresivo, aunque no pueden entenderse de manera puramente cronológica. Tampoco se pueden escindir como excluyentes; todos ellos tienden, en el fondo, hacia lo mismo, aunque destaquen cada vez un plano diferente.

1) La historia de Jesús subraya la lucha del mesías contra la presencia destructora del Diablo que actúa en los hombres más perdidos (los posesos).

2) Los sinópticos entienden la vida de Jesús como victoria sobre el mismo Satán, que pretendía dominar la historia de los pueblos.

3) San Juan ha relacionado al Diablo con el fundamento de lo malo; por eso destaca la función del Cristo como aquel que viene del bien originario.

4) La literatura paulina interpreta lo angélico-demoniaco en perspectiva cósmica; a partir de ella ha entendido la victoria de Cristo sobre los poderes destructores.

5) El Apocalipsis de Juan ha introducido lo angélico-demoniaco en ámbito de juicio escatológico. 

  1. Punto de partida: Jesús y el Diablo

 DENTRO de lo que podríamos llamar el campo del Jesús histórico, los ángeles ocupan un lugar más bien modesto. Jesús no ofrece nada que se pueda comparar con las especulaciones angelológicas de la literatura apocalíptica. Le importa el reino de Dios y en un lugar fundamental de su mensaje afirma que ni aún los ángeles conocen (=pueden dominar) su día y hora (Mc 13, 32; Mt 24, 36). De todas formas, moviéndose quizá en la línea de cierta exégesis rabínica, Jesús afirma que los ángeles de Dios sostienen y protegen a los más pequeños de este mundo (Mt 18,10), añadiendo que en el Reino, los salvados no estarán ya sometidos al poder del sexo, como pasa en esta tierra: serán como ángeles de Dios (Mc 12, 25; Mt 22,30).

En este campo, la novedad de Jesús se manifiesta en eso que podríamos llamar el comienzo de una cristologización (o, quizá mejor, mesianización) de lo angélico. Es básico aquel texto que dice: «A quien me confiese delante de los hombres, el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios» (Lc 12,8; redacción más cristológica, sin ángeles, en Mt 10,32-33).

Los ángeles forman la corte judicial de Dios. En calidad de tales deben asumir el testimonio de Jesús, ratificado por el Hijo del Hombre, que muy pronto acabará identificándose con el mismo Jesucristo. Pues bien, en esta línea, los ángeles del juicio tienden a convertirse en compañeros y servidores del Hijo del Hombre que viene (Mc 13,27; 8,38; Lc 9,26). De esa forma, y perteneciendo a Dios, ellos vienen a presentarse como ejecutores de la obra del Hijo del Hombre: están al servicio de Jesús. No es extraño que la tradición cristiana (cf. Mt 16,27; 24,31) acabe presentándolos como ángeles «del Hijo del Hombre».

 Papel más importante realizan en la vida de Jesús el Diablo y sus demonios. Lo demoníaco está ahí. No se teoriza en torno a su origen. Tampoco se discuten sus formas de existencia. El Diablo aparece como un momento concreto de la existencia del hombre caído, enfermo, aplastado por la vida. Es significativo el hecho de que Jesús no trate del Diablo y sus demonios en un campo cosmológico. No le importa la visión del mundo en general. Lo ocupan los hombres caídos, oprimidos, de su propio entorno. Es en ellos, precisamente en ellos, donde encuentra al adversario: diabólico es aquello que destruye la existencia de los hombres. Por eso la actuación de Jesús se explícita por medio de exorcismos.

Los exorcismos, que quizá en su origen fueron prácticas apotropaicas destinadas a conjurar el poder adversario de los espíritus, vienen a ser para Jesús un tipo de praxis radical del reino: Por ellos quiere ayudar al hombre, haciéndole que pueda ser humano, vivir en libertad, desarrollarse con salud, desplegar el poder de su existencia.

Por eso, demoníaco es lo impuro (cf. Mc 3,11; 5,2; 7,25, etc.), lo que al hombre le impide realizarse en transparencia. Es demoníaca la enfermedad, entendida como sujeción, impotencia, incapacidad de ver, de andar, de comunicarse con los otros. Es demoníaca sobre todo una especie de locura más o menos cercana a la epilepsia; ella saca al hombre fuera de si, le pone en manos de una especie de necesidad que le domina. Pues bien, ayudando a estos hombres y haciendo posible que ellos «sean», Jesús abre el camino del reino. Esa actuación no es un sencillo gesto higiénico, ni efecto de un puro humanismo bondadoso.

Al enfrentarse con lo demoníaco, Jesús plantea la batalla al Diablo como tal, es decir, al principio originario de lo malo. Así lo supone Lc 10,18 cuando interpreta la verdad de los exorcismos diciendo: «He visto a Satán caer del cielo como un rayo». Así lo ha desarrollado de manera explícita Mt 12,22-32.

Ciertas personas de Israel acusan a Jesús de estar haciendo algo satánico: libera a unos pequeños, insignificantes, endemoniados para engañar mejor al pueblo, separándolo de la ley y poniéndolo en manos del Diablo, el poder antidivino (cf. Mt 9,34; 12,24 y par). Jesús vendría a ser una especie de encarnación de Satán, un demonio principal, infinitamente más peligroso que todos los demonios de los ciegos, cojos y epilépticos. Pues bien, Jesús responde de una forma decidida y programática: «si expulso a los demonios con la fuerza del Espíritu de Dios, esto significa que el reino de Dios está llegando hasta vosotros. (Mt 12,28; cf. Le 11,20). Esta sentencia, dentro del contexto de la actuación de Jesús, reflejada en el conjunto del pasaje (Mt 12,22-32), implica lo siguiente:

  1.  Los exorcismos de Jesús han de entenderse como signo y lugar de advenimiento del reino de Dios, que se expresa y actúa precisamente en un mundo dominado por lo diabólico, es decir, por la enfermedad y la opresión interhumana.
  2. Jesús no es emisario de Satán, sino enviado de Dios; por eso tiene un poder que es superior, el mismo poder de lo divino, de forma que él aparece como “dedo” de Dios, portador del Espíritu Santo, no para imponerse y destruir, sino para crear vida humana.
  3. Satán ya está vencido. Era el fuerte. Dominaba la casa de este mundo. Ahora ha llegado uno más fuerte y le ha quitado sus poderes (/Mt/12/29-30); Dios mismo actúa por Jesús y está expresando y realizando su obra sobre el mundo.

De esta forma alcanzamos la primera gran certeza. El Diablo se expresa en la enfermedad y la caída del hombre sobre el mundo. Por eso, lo diabólico se encuentra ahí mismo, en la ceguera, en la parálisis, la angustia de los hombres. Contra ese Diablo no combaten ya los ángeles del cielo, sino el hombre Jesús y sus discípulos (cf. Mt 10,8 par).

Ellos luchan contra el Diablo y sus demonios desde la pequeñez de la tierra, en un camino que se abre y les abre hacia la nueva humanidad, en gesto de liberación, de gracia y esperanza. Ese camino ha sido ya básicamente recorrido por Jesús, a través de un itinerario liberador que culmina en su muerte. Por eso, los primeros creyentes han interpretado su vida y, sobre todo, su muerte y su pascua como momento clave liberación, es decir, de superación de lo diabólico.

Todos los textos del Nuevo Testamento retoman, de formas distintas y complementarias, esa batalla y victoria de Jesús contra el Diablo, que aparece condensada de forma genial, en el relato de las tentaciones (Mc 1, 12-13; Mt 4; Lc 4). Esos textos nos sitúan ante el Christus Victor, el Cristo vencedor en la gran batalla de la historia humana contra el Diablo. Así lo iremos viendo en los Evangelio sinópticos y en Juan, en Pablo y en el Apocalipsis de Juan. 

Sinópticos El Diablo como tentador

 LA TRADICIÓN de los sinópticos ha desarrollado y reinterpretado la postura de Jesús respecto de los ángeles y Diablo. En este desarrollo, que aquí no podemos explicitar con más detalle, me parecen significativos tres momentos: irrupción de lo angélico en el nacimiento y pascua de Jesús, cristologización de los ángeles, presentación del Diablo como el tentador.

Lo primero es la irrupción de lo angélico en el nacimiento y la resurrección de Jesús. Este dato ha nacido de la necesidad de hallar otro lenguaje, un género distinto, capaz de transmitir la experiencia más profunda de la manifestación y la presencia (encarnación) de Dios en Jesucristo, en sus momentos de venida al mundo y de culminación de su camino.

Significativamente, la anunciación según Mateo sólo evoca la presencia del Ángel del Señor (Mt 1,20.24; 2,13.19), el Malak Yahvéh de la tradición israelita (sin ángeles concretos). Ese Ángel del Señor no es un espíritu más del gran ejército celeste que proclama la grandeza de Dios. Es su enviado peculiar o mensajero. Es uno sólo, siempre idéntico, es Dios mismo que se vuelve hacia los hombres, haciéndose presente sobre el mundo.

También Lucas refleja esa tradición, aunque lo hace de un modo más velado. Como mediador de las anunciaciones (de Zacarías y María) aparece el ángel del Señor, al que, en palabra antigua (cf. Dn 8,16; 9,21), se le llama Gabriel (Lc 1,11.19.26). Pero, más adelante, en el relato del nacimiento, el texto distingue perfectamente los motivos: por un lado está el Ángel del Señor, rodeado de la gloria de Dios, que anuncia a los hombres el misterio; por otro lado, está el ejército celeste, es decir, el gran coro de los ángeles que cantan la gloria de Dios (Lc 2,9-13).

Tomado estrictamente y mirado a la luz del Antiguo Testamento, el ángel del Señor, aunque acabe llamándose Gabriel, no se distingue de la presencia de Dios que se vuelve palabra de diálogo y anuncio. Evidentemente, a su lado está «lo angélico», entendido como ámbito de alabanza de Dios.

Los relatos pascuales acentúan la presencia de lo angélico conforme avanza la tradición. El Marcos primitivo sólo alude, velada, sobriamente, a un joven sentado a la derecha del sepulcro abierto: está vestido de blanco, transmite una palabra de Dios. Evidentemente pertenece al mundo angélico. Pero eso no se dice. El texto le presenta simplemente como «joven» (Mc 16,5).

Lucas quiere mantener el mismo velo de misterio sobre aquel primer anuncio de la pascua; pero corrige la palabra sobre el «joven», y quizá para fortalecer el testimonio (la ley exigía dos testigos), dice que dentro del sepulcro había dos varones resplandecientes que infundieron un miedo religioso a las mujeres. Claramente pertenecen al mundo de lo angélico, pero tampoco aquí se dice (cf. Lc 24,4).

Sólo Mateo ha explicitado el sentido de esa tradición: el Ángel del Señor (Angelos Kyriou) bajó del cielo, movió la piedra, se apareció a las mujeres y les anunció la gran palabra (Mt 28,1-7).

 El ángel representa por tanto lo divino: es el mismo Dios que viene, haciéndose presente, Dios que realiza y testimonia la pascua de su Cristo. De esta forma culmina aquello que podríamos llamar la teologización nueva de lo angélico dentro de una línea de tradición israelita. También podemos hablar de una cristologización de lo angélico. La hemos señalado ya en el apartado precedente al afirmar que los ángeles que vienen para el juicio, como acompañantes y servidores del juez, se convierten ahora en ángeles del Hijo del Hombre (Mt 16,27; 24,31). 

Cristologización de lo ángélico. De esta forma se reformula el sentido de los ángeles, que aparecen como expansión de Cristo y así representan el poder de su presencia, el signo de su gloria. Esto es lo que de un modo eminente acaba expresándose en Mt 25,31: «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria y todos los ángeles con él...». Evidentemente, ellos son los ángeles de Cristo (del Hijo del Hombre), encargados de recoger a los elegidos de los cuatro vientos de la tierra (cf. Mt 24,31), los testigos y garantes del juicio (cf. Mt 16,27). Pues bien, ahora, en el lado opuesto al Hijo del Hombre y sus ángeles hallamos al Diablo con los suyos (Mt 25,41).

Así aparecen como dos reinos opuestos, frente a frente: Cristo y sus ángeles que acogen a los justos; el Diablo y sus ángeles que expresan y motivan la calda de los malos. Satán ejerce ya funciones de Anticristo (el término aparece en 1 Jn 2,18.22; 4,3; 2 Jn 7).

Tentaciones. Esa función de Anticristo la explicitan los sinópticos presentando al Diablo como tentador del Cristo. No es un simple demonio el que se acerca a tantearle. Es el mismo Satán (Mc 1,13), príncipe de todos los demonios, al que en forma singular se le conoce como «ho diábolos», el Diablo (Lc 4,2.3.13; Mt 4,1.5.8.11). Mateo concretiza aún más su nombre llamándole «ho peiradson», el tentador por excelencia (Mt 4,3).

Satán es tentador y es Anticristo porque ofrece un ideal de realidad humana que es reverso y es contrario al ideal del Cristo. Concretamente, Satán se identifica con el culto de los bienes materiales (pan), del poder (reino) y de la imposición ideológica (milagros), como encarnándose así en los poderes del mundo. Éste es su ser, ésa es su obra: la destrucción del hombre y con el hombre la lucha contra el Cristo.

Sobre la realidad de ese Satán el evangelio no abriga duda alguna: el Diablo está ahí. Se ha enfrentado con Cristo. De igual forma puede enfrentarse con los hombres. No les habla puramente desde dentro ni tampoco desde fuera. La existencia de Satán rompe los moldes cartesianos, racionalistas, del sujeto y del objeto. Satán no es objetivo ni tampoco es subjetivo; es una posibilidad real y amenazadora de nuestro ser en el mundo; esa posibilidad ha sido derrotada, vencida originariamente por el Cristo; pero a nosotros nos sigue tentando todavía. Esa tentación constituye un elemento clave en nuestra historia, como seres libres que realizamos la existencia.

A la luz de lo indicado podemos afirmar que sólo a partir de la plena manifestación de Dios ha sido posible el descubrimiento de lo diabólico: allí donde Dios se despliega plenamente en Jesús aparece también a plena luz la amenaza y tentación del Diablo. De alguna forma podríamos decir que lo diabólico es una dimensión de nuestra propia libertad caída, siempre que esa libertad se entienda como algo más que un puro subjetivismo.

  1. Juan El Diablo como homicida

Los ángeles.

En Juan los ángeles juegan un papel muy secundario. Dejando a un lado un pasaje interpolado posteriormente, de carácter más bien costumbrista (Jn 5,4), sólo aparecen tres veces en su obra.

  1. Jn 12,29 los pone puestos en boca de la muchedumbre: Jesús habla con Dios; y se escucha un trueno; algunos dicen «un ángel le ha hablado». Pues bien, el evangelio deja correr esa interpretación, aunque la juzgue equivocada: Jesús no habla con ángeles, dialoga con su Padre.
  2.  Jn 20,12 ofrece una reminiscencia de los relatos pascuales de los sinópticos. María Magdalena entra al sepulcro vacío y ve dos ángeles, uno en el lugar donde estuvieron los pies, otro donde estuvo la cabeza de Jesús, como indicando el vacío de su cuerpo. María no se inmuta ni tiembla. Simplemente llora, pues le importa sólo Jesús. Los ángeles resultan incapaces de consolarla, tampoco le puede ofrecer el mensaje pascual. Simplemente preguntan: «¿por qué lloras?». Eso indica una especie de consciente y poderosa devaluación: los ángeles no pueden darnos a Jesús, no pueden conducirnos hacia Dios. Simplemente están ahí, como testigos de un lugar sagrado.
  3.  Esa misma función es la que cumplen, de un modo paradigmático, en Jn 1, 51: «veréis el cielo abierto y los ángeles de Dios que suben y bajan sobre el Hijo del Hombre». El texto reinterpreta así explícitamente la teofanía de Betel (Gen 28,12); ya no está presente Dios en una piedra sagrada; está actuando en Jesús, Hijo del Hombre; por eso los creyentes verán «que el cielo se abre» y se establece así una comunicación entre el Padre de arriba y Jesús, el Hijo del hombre de la tierra; un camino angélico les une y les vincula mutuamente. Los ángeles constituyen el signo de la unión entre Jesús y el Padre. Sólo en Jesús se abre el camino que conduce hasta la altura de Dios.
  4. Jesús y el Diablo. En perspectiva contraria, el Diablo cumple una función muy definida. Un primer rasgo está en el hecho de que Juan personifica al Diablo, tentador, en Judas (cf. Jn 6,70; 13,2). Este camino ya lo hablan iniciado los sinópticos, transmitiendo la palabra en que Jesús acusa a Pedro, llamándole Satán (Mc 8,33; Mt 16,23), porque le impide realizar su entrega salvadora. Diablo es aquel que vende al Cristo, aquel que quiere separarle del camino, destruir su obra mesiánica. Como adversario, fuente de tentación y vendedor de Jesús, Judas recibe el nombre de Diablo.

– Es un endemoniado, Jn 10, 20. Pero la función del Diablo resulta todavía más explicita, sobre todo a partir de una serie de textos que le relacionan con la posesión demoníaca, el homicidio y la mentira. El más simple es quizá el que se transmite en Jn 10,20-21. Jesús se ha presentado como buen pastor y puerta del rebaño: conoce a los suyos y el Padre le conoce; es más, pone la vida en favor de sus ovejas, entregándola hasta el extremo de la muerte. Sólo de esa forma cumple su camino: «por eso el Padre me ama, porque entrego mi vida a fin de recibirla de nuevo» (Jn 10,17; cf. 10,11.18).

Pues bien, precisamente aquí, sobre el gesto que supone el don de si mismo, surge la polémica, se dividen los judíos, y algunos atestiguan: «Es un endemoniado, se halla loco. (Jn 10,20). Ésta es la “locura” de Jesús, éste su “demonio”, es decir, su “espíritu”: Jesús se ha empeñado en transformar el mundo ofreciendo su vida por los hombres.

– Estás poseído por un demonio, Jn 7, 20. Volvamos hacia atrás. Jesús ha subido a Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos y su actitud enciende la polémica. Le acusan de hablar sin previo aprendizaje, es decir, sin limitarse a presentar la ley según las tradiciones escolares (rabínicas) (Jn 7,14). Jesús responde apelando a Dios, por encima de una ley mal interpretada, presentándose como enviado del Padre: «quien habla desde si mismo busca su propia gloria; quien busca la gloria de aquel que le envía, éste es verdadero» (Jn 7,18).

A partir de aquí se escinden las conductas: los judíos buscan su propia seguridad, instaurando un orden de violencia; Jesús no quiere su ventaja, cumple la ley de amor del Padre. Precisamente por eso, porque rompe el esquema de violencia de los hombres, suscita su rechazo. Lo descubre claramente y dice: «¿Por qué me queréis matar? La muchedumbre respondió: estás poseído por un demonio. ¿Quién quiere matarte?» (Jn 7,20).

– Vuestro padre es el Diablo, 8, 44. En esa línea se definen las posturas aparecen. Los judíos (es decir, los adversarios de Jesús) le acusan de endemoniado porque él desenmascara su violencia: quieren destruirle, pero no lo reconocen. Jesús les responde, en dura polémica. En el centro de las acusaciones y contra acusaciones queda la pregunta sobre lo diabólico: ¿Dónde se halla el Diablo? ¿Está en Jesús que desenmascara la violencia de los hombres? ¿En aquellos que pretenden matarle y no lo reconocen?

La respuesta a la pregunta ocupa una de las páginas más interesantes de todo el evangelio: Jn 8,31-59. Por un lado está Jesús, que ofrece a los hombres el camino de la verdad liberadora (Jn 8,32); por otro, los judíos que presumen de hijos de Abraham y se presentan como libres (Jn 8,33). Las posturas se enconan: los judíos recurren nuevamente a la violencia, queriendo matar a Jesús, quien va mostrándoles el fondo de su gesto, desvelando su más honda filiación: son hijos de un padre muy distinto (cf. Jn 8,38.40.41). En un momento determinado las posturas se explicitan; Jesús muestra sus cartas, aclara a los judíos el sentido de su origen y les dice:

Si Dios fuera vuestro padre me querríais, porque vine y estoy aquí de parte de Dios. No he venido por decisión propia; ha sido Dios quien me ha enviado. ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Tenéis por padre al Diablo y queréis realizar los deseos de vuestro padre. Él fue un asesino desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque en él no existe verdad. Cuando dice la mentira le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira... Los judíos cogieron piedras para apedrearle, pero Jesús se escondió y salió del templo. (Jn 8,41-45.59).

– Identidad del Diablo. Quizá ningún pasaje del Nuevo Testamento refleje con mayor nitidez el contenido original de lo diabólico. El Diablo es la mentira y es la muerte. Así aparece como el asesino, el homicida, ya desde el principio, desde Adán y Eva en el Edén, desde Caín y Abel en la primera tierra (cf. 1 Jn 3,8: «peca desde el principio»). Ese principio es el que viene a desvelarse cuando los judíos pretenden matar a Jesús y finalmente le matan.

El Diablo es también el mentiroso y padre de la mentira: destruye la realidad del hombre, la desquicia, en un ocultamiento que impide descubrir el sentido de Dios, tal como Jesús lo manifiesta. Ahora si que se desvela la verdad: no es endemoniado Jesús, sino la muchedumbre que le acusa, que rechaza su verdad y que le mata. Para comprender este pasaje resulta absolutamente necesario unir estos aspectos, la muerte y la mentira. No son momentos separables, sino rasgos de un mismo proceso de caída, facetas de un mismo derrumbamiento diabólico.

El Diablo es la violencia universal que se desata ya desde el principio y llega hasta Jesús; la violencia del asesinato interhumano, la lucha de todos contra todos que parece ser el fundamento de la historia. Pues bien, precisamente esa violencia es la mentira: enmascara el sentido de Dios, incapacita para descubrir la verdad de la existencia.

Puede preguntarse: ¿existe el Diablo? Ciertamente existe. ¿Dónde? Desde el principio de la historia. El hombre viene de Dios, pero ha surgido en un principio en el que brota pronto, también, el homicidio y la mentira. De esa forma, el hombre nace en un estado de lucha, ocultamiento y muerte. Es ahí donde encontramos lo diabólico.

De esta forma, el evangelio de Juan, que parecía un texto gnóstico de liberación puramente interior, se convierte en proclama de transformación integral que se introduce en las mismas relaciones interhumanas: Jesús ha desvelado el mecanismo de violencia y de mentira en el que estamos asentados. De esta forma nos hace capaces de entenderlo y superarlo.

Sólo así, reconociendo nuestra base de homicidio y asumiendo nuestro engaño, podemos abrirnos al camino de Jesús que es «entrega gratuita de la vida», amor mutuo, superación de la violencia. Vencer al Diablo significa ir suscitando, en gratuidad y entrega radicales, un orden que no sea de mentira y de violencia (de homicidio). Es lo que Jesús ha realizado en su camino, es lo que suscita con su muerte y con su pascua.

Ésta es la traducción que Juan ofrece de los exorcismos. No se trata simplemente de curar a unos enfermos. Jesús ha realizado una especie de exorcismo universal: nos capacita para vivir en libertad, rompiendo toda imposición, en el amor de una verdad que supera al homicidio del principio. Ese exorcismo se traduce en una actitud de cambio universal, de gratuidad, de entrega de la vida por los otros, de pura y absoluta no violencia. Por eso se puede afirmar que por la muerte de Jesús se ha derrotado y destruido aquel «príncipe del mundo» que tenia a los hombres sometidos (cf. Jn 12,31; 16,11). 

4 Literatura paulina  Los poderes cósmicos

RESULTA absolutamente imposible recoger todos los elementos de la literatura paulina en torno a los ángeles y al Diablo. En un contexto de tradición antigua (cercana, por ejemplo, a los textos de Qumrán) se sitúa la exigencia de «no dar lugar al Diablo», «manteniéndose firme ante sus engaños» (Ef 4,27, 6,11. Cf. también 2 Cor 6,15 en que se habla de Cristo y Belial). Es normal que se diga: «Satán puede metamorfosearse en ángel de luz. (2 Cor 11,14).

Pablo ofrece una novedad muy significativa cuando relaciona sacrificios idolátricos y culto a los demonios; en el fondo, los llamados dioses de los pueblos han quedado convertidos en signo de Satán: son fuerzas inferiores, no divinas, que esclavizan al hombre y le mantienen sometido a los principios de este mundo de pecado (cf. 1 Cor 1,20-21).

– Poderes cósmicos. Esto nos permite penetrar en aquello que podríamos llamar la aportación fundamental de Pablo. Presenta dos aspectos.

  1. Por un lado, en contra de la posible ambivalencia de Juan en torno a este problema, Pablo está completamente seguro del origen humano del pecado de la historia: ha sido cometido por Adán y no por una especie de poderes superiores, por el «príncipe del mundo» o los demonios (Rm 5,12 ss).
  2. Pero, al mismo tiempo, Pablo sabe, con la tradición precedente, que el estado de caída está relacionado con poderes distintos de la pura humanidad fáctica; son poderes de carácter más o menos expresamente cósmico; por eso la victoria de Cristo se explícita allí donde toda realidad se dobla, toda rodilla se inclina y los seres del cielo, de la tierra y del abismo le proclaman Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2,10-11).

¿Quiénes son estos poderes que han quedado sometidos a Jesús, el Cristo? Pablo no responde nunca expresamente, aunque en sus cartas hallamos alusiones que pueden resultarnos muy valiosas. Puede tratarse de ángeles que, en cuanto tales, se mueven todavía en el nivel del Antiguo Testamento: son transmisores de la ley (Gal 3,19), y de esa forma muestran su carácter deficiente, quizá malo (en contra de lo que suponen Hech 7,53 y Heb 2,2 que presentan a los ángeles como mediadores buenos de la ley).

En esa línea, con toda solemnidad, en dos lugares clave de su obra, Pablo toma en serio la posibilidad de un mundo angélico opuesto y contrario a la gracia y evangelio de Jesús, el Cristo: «Aunque nosotros mismos o un ángel bajado del cielo os anunciara un evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gal 1,8); «estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados... ni poderes ni alturas, ni abismos, ni ninguna otra creatura podrá separarnos del amor de Dios presente en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).

Con esto hemos entrado en un espacio de experiencia diferente de todo lo indicado hasta el momento. Antes, lo angélico y el Diablo venían a encontrarse radicalmente separados. Ahora, partiendo de la misma soberanía de Jesús y de su exclusivismo salvador, esa escisión se difumina; por eso ángeles y Diablo (poderes superiores) pueden presentarse como adversarios del creyente, ligados a los fenómenos del cosmos (paganismo) o al despliegue de la ley (judaísmo).

Desde esta perspectiva, cuando en 1 Cor 13,1 se aluda a la posibilidad de hablar «lenguas de ángeles» (glosolalia) no se presupone que ese fenómeno sea perfectamente positivo. En el fondo de esa misma experiencia puede haber una mezcla de diabólico. La profundidad del mundo, reflejada en aquello que Pablo ha llamado «el príncipe de este siglo» (relacionado evidentemente con la sabiduría griega y la ley israelita) ha resultado incapaz de conocer a Cristo, el Señor de la gloria (1 Cor 2,6-8).

– Literatura postpaulina. Efesios. Estas insinuaciones paulinas, sobrias, comedidas, han sido explicitadas de manera expresa por su escuela. En esa perspectiva, Efesios y Colosenses han trazado las líneas de una angelología peculiar, de carácter predominantemente cósmico.

Quizá pudiéramos decir, con más acierto, que ellos han trazado el esquema de una «antiangelologia»: no niegan la existencia de ese espacio superior, del mundo angélico-astral de los poderes sobrehumanos; pero añaden que se trata de un mundo radicalmente vencido por el Cristo. De esta forma combaten los principios de una especulación judaizante, de carácter protognóstico y cosmicista, que ligaba la existencia del hombre al ritmo y estructura de las potencias angélicas. La observancia de «los días, meses, estaciones y años» a que alude Gal 4,10, observancia que ponía a los hombres bajo el ritmo de lo cósmico, se expresa ahora de un modo conceptual y religioso más explícito; contra ella combaten los herederos de Pablo en Efesios y Colosenses, rechazando así toda posible tentación de esoterismo cósmico-angélico. Así, en Efesios se dice:

 También vosotros estabais muertos por vuestras culpas y pecados, pues tal era vuestra conducta anterior, conforme al eón de este mundo (aiona tou kosmou toutou), siguiendo al príncipe del poder del aire (=de la zona inferior), el espíritu que ahora actúa eficazmente en los rebeldes (Ef 2,2).

Esta situación no es algo que ha pasado. Sabemos ya que el Cristo es triunfador y que se sienta por encima de todo principado y poder, fuerza y soberanía (Ef 1,21). Eso supone que todos los antiguos dueños de este mundo se hallan sometidos, todos los llamados dioses y demonios, los ángeles del cosmos. Eso es cierto, pero los poderes, aun vencidos y dominados, siguen insistiendo, son amenazantes. Por eso, la carta a los Efesios termina con una voz de alerta:

 Poneos la panoplia (las armas) de Dios… porque vuestra (nuestra) lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y poderes, contra las dominaciones cósmicas que rigen en estas tinieblas, contra los espíritus del mal que imperan en la parte superior del cielo. (Ef 6,11-12).

La fe y praxis del Cristo sigue firme, pero ahora el campo de visión se ha transformado. Lo diabólico no impone su ley en los enfermos y perdidos de este mundo (como en los sinópticos); tampoco se refleja en la mentira y homicidio (Juan). Viene a expresarse como «ley del cosmos». Ha surgido una experiencia diferente. Partiendo de antiguas visiones paganas y de nuevas especulaciones gnostizantes, el autor de Efesios supone los hombres se han hallado sometidos al yugo de este cosmos, bajo la fatalidad de los astros, en un mundo en el que todo parece aplastado por las leyes del destino. Pues bien, Cristo nos libera de la esclavitud del cosmos, con sus dioses angélicos, sus príncipes y fuerzas.

– Colosenses.Esta experiencia se desvela todavía con mayor claridad en Colosenses, a través de dos afirmaciones radicales.

La primera trata de la creación: esos poderes del mundo no son independientes, no han surgido por si mismo, ni dependen de un principio negativo, de un Dios malo; todos ellos se cimientan en el Cristo: «En él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles e invisibles, los tronos, dominaciones, principados y poderes» (Col 1,16). Sin embargo, por medio de una gran mutación que el autor de la carta no ha querido detallar o explicitar, esos poderes superiores, creados por el Cristo, se han venido a convertir en dueños, destructores de los hombres. Por eso ha sido necesario un cambio redentor:

 Dios canceló la nota de cargo (la acusación) que había contra nosotros...; la quitó de en medio clavándola en la Cruz. Y una vez destituidos los principados y poderes, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal. (Col 2,14-15).

 Según esto, los creyentes no se encuentran sometidos a poderes de este mundo, a los ritmos de la luna, las comidas especiales, las semanas y los días (cf. Col 2,16-17). En contra de lo que pudiera suponerse, el mundo de lo angélico no ofrece aquí rasgos de espíritu sin carne o sin materia, sino que se expresa en el orden concreto de los astros, los poderes de este cosmos que, hallándose fundados en el Cristo, tienden, sin embargo, a dominarnos, haciéndonos esclavos de su fuerza, de su ritmo necesario y su violencia.

 El autor de Colosenses no ha querido explicitar los elementos, las figuras y valor de esas potencias. Quizá tampoco lo podría haber hecho. Sabe que hay poderes superiores que esclavizan, determinan y dominan a los hombres. Pero ahora son «poderes derrotados», expoliados desde dentro por la Cruz de Jesucristo (cf. 1 Cor 2,6-8; Col 2,14-15).

Precisamente aquí, a través de la más alta no violencia amorosa, por medio la entrega voluntaria de Jesús hasta la muerte, queda superado todo el orbe de las leyes, los sometimientos del cosmos, las angustias personales. Los hombres pueden realizarse como libres en amor y en apertura al Padre. De esta forma, la violencia del cosmos ha podido ser transfigurada y se transforma en ámbito de manifestación y gloria de Jesús, el Cristo.

También ahora puede preguntarse: ¿existen los ángeles? Ciertamente, si. Pero ¿cómo?, ¿dónde? Ellos forman parte del ser del hombre en el mundo, son como el aspecto trascendente de nuestra experiencia cósmica. Es normal que puedan pervertirse y pervertirnos, haciéndonos esclavos de su fuerza y de su ritmo.

Pues bien, en ese contexto, se añade que Cristo no es un ángel. No nos salva a través de mecanismos más o menos complicados de manifestación y plenitud del cosmos. Cristo es Hijo de Dios y hombre concreto, que realiza su camino en gesto de pura entrega no violenta. Sólo ante su Cruz se puede definir y se definen los caminos: el cosmos autodivinizado que rechaza la Cruz se convierte en potencia demoníaca; el cosmos que le acepta y se libera viene a ser campo de expresión del Señor Jesucristo ante los hombres.

– Hebreos. Desde aquí se podría valorar la palabra, mucho más moderada, aunque cristológicamente más explicita, de Heb 1-2, dirigida a mostrar la superioridad de Jesús, Hijo de Dios, sobre los ángeles.

Evidentemente, la misma argumentación de la carta muestra la existencia del problema: Algunos círculos cristianos han tendido a interpretar a Jesús desde lo angélico, presentándole quizá como representante de ese mundo de espíritus celestes. Por eso, el autor de Hebreos tiene que insistir en que los ángeles son siervos de Dios, ligados a los vientos y el rayo (Heb 1,7), mediadores de la ley israelita (Heb 2,2), encargados de ayudar a los creyentes (Heb 1,14).

Pues bien, muy por encima de ellos, Jesucristo, sometido a nuestra misma pequeñez humana, y abajado hasta la muerte (Heb 2,5-18), es el Hijo de Dios (Heb 1,5), es divino (Heb 1,8). Por eso, los ángeles tienen que adorarle (Heb 1,8). También aquí, trascendiendo el mundo de lo angélico, la mirada del creyente ha de tender directamente al Hijo Jesucristo. 

5 Apocalipsis. El trono de Dios y la revelación escatológica

DESPUÉS de una introducción y siete cartas (Ap 1-3), el autor del Apocalipsis nos conduce al santuario de los cielos, al espacio originario de la gloria y la alabanza divina. En el centro de los cielos, sentado sobre el trono, se halla Dios, Majestad originaria. En su entorno, formando su corte, están los seres primigenios: espíritus, ancianos y vivientes (animales) (Ap 4,1-11). Veamos lo que ellos significan.

– Un círculo angélico. Primero están los siete espíritus. Son «lámparas de fuego que arden delante del trono» (Ap 4,5), como la luz originaria de Dios. Significativamente, en otro pasaje, esos mismos espíritus pertenecen al Cristo, Cordero sacrificado: son sus ojos, bien abiertos hacia todas direcciones (Ap 5,ó; cf. Zac 4,10), son su amor y su cuidado por todas las iglesias (cf. Ap 3,1).

Dando un paso más, Ap 1,4-6 identifica implícitamente los siete espíritus de Dios y su Cordero con el Espíritu Santo cuando dice: «gracia y paz a vosotros de parte del que es, era y será, de parte de los siete espíritus que están sobre su trono y de parte de Jesús, el Cristo.. El Padre Dios, el Espíritu y Jesús constituyen el único misterio de la divinidad (cf. también Ap 3,1213, donde los espiritus-Espiritu Santo se identifican con la nueva Jerusalén). De esta forma llegamos a la plena radicalización de lo angélico: mirados en su hondura más profunda, los espíritus (ángeles de Dios) se pueden identificar con el Espíritu Santo.

En torno al trono se sientan veinticuatro ancianos (Ap 4,4.10; 5,5, etc.). Ellos representan la iglesia que culmina su camino: son la plenitud (el doble) de las doce tribus de Israel, son el múltiplo (triple) en que se expresa la culminación y sentido de los siete espíritus: las siete iglesias terrestres (cf. Ap 1,20 y cap 2-3), sostenidas por los siete espíritus de Dios y del Cordero (comparar Ap 1,12.16; 3,1.4; 4,5; 5,ó), culminan como tales en los veinticuatro ancianos de la alabanza celeste.

Finalmente, alrededor del trono hay cuatro vivientes (animales, dsoa) (cf. Ap 4, 4.7.8, etc.). Ellos representan las fuerzas del mundo creado: son el cosmos de Dios, el mundo original y escatológico que asiste a su presencia. Dentro de una tradición cosmológica, reflejada tanto en otros pueblos del Oriente, como en el Antiguo Testamento, los poderes del cosmos se encuentran personificados de una forma que podríamos llamar angélica, al menos de manera general.

– Trama escatológica. Partiendo de este esquema se desencadenan los momentos de la trama escatológica. De los siete espíritus (Espíritu) de Dios se pasa, de una forma normal, a los siete ángeles de las iglesias (Ap 1,20; 2,1.8.12.18; 3,1.7.14). No se puede precisar de una manera racionalista lo que ellos significan. ¿Son las iglesias mismas? ¿Sus dirigentes principales, sus obispos? ¿Sus protectores celestiales, una especie de ángeles guardianes colectivos de la comunidad? Quizá tengan un poco de todo eso. Ellos indican que en el fondo de la iglesia (las iglesias) hallamos un misterio de gratuidad y exigencia, de promesa y juicio, que desborda todos los planteamientos racionales.

Por otra parte, los cuatro vivientes del cosmos glorificado se explicitan y se expenden en eso que podríamos llamar los ángeles del cosmos. Estos ángeles, que Efesios y Colosenses presentaban como adversos, aparecen ahora como servidores de la obra justiciera de Dios: ellos representan aquello que podríamos llamar la acción purificadora del juicio.

– Son los ángeles de las trompetas, que realizan su función cuando se abre el séptimo sello: desatan las potencias de la tierra destructora, del granizo, de la peste, el terremoto y del mismo desquiciamiento cósmico (Ap 8,6 es).

– Son los ángeles de las siete grandes plagas de Dios sobre la tierra (Ap 15,1; 16,1 ss); ellos realizan su acción devastadora sobre el mundo que se opone al evangelio y tiende a endiosarse; son el signo de un mundo que al absolutizarse a si mismo se destruye; por eso, indican la trascendencia del Dios, que, siendo gracia, se desvela como fuerza destructora sobre todo el Mal del cosmos.

Pero el gran combate escatológico no viene a realizarse entre los ángeles de Dios y el mundo adverso. En la visión celeste del principio faltaba un personaje: el cordero sacrificado que lleva los signos de Dios y que en su muerte, es decir, en su debilidad radical, transforma desde dentro, redime, la violencia de la tierra. Por eso puede abrir el libro y desatar los sellos, por eso marca el ritmo de la historia (Ap 5,6 ss). 

– El Dragón. Con la séptima trompeta del séptimo sello se descorren sobre el mundo las puertas de los cielos: aparecen el Dragón y la mujer que da a luz al Salvador; se sitúan frente a frente los poderes de la historia, la verdad y la mentira de este cosmos. Todo lo anterior fue preparación, era envoltura. Los vencedores de Dios no son los ángeles, sino el Cordero sacrificado. Los verdaderos enemigos no son las fuerzas del cosmos, sino el Dragón con sus Bestias y la prostituta (cf. Ap 12,1 ss). De esta forma se plantea expresamente lo diabólico. Veamos.

El Dragón, al que directamente se identifica con la serpiente original del paraíso, es Satanás, el tentador o Diablo que pretende pervertir la tierra entera (Ap 12,3-4.9). Nada puede contra Dios y contra Cristo. Por eso persigue a la mujer (ahora a la iglesia), obligándole a vivir en el desierto (Ap 12,13 ss).

En terminología mítico-simbólica se dice que ha sido derrotado por Miguel, el primero de los ángeles (Ap 12,7 ss). Dentro del contexto total del Apocalipsis se debe señalar que está vencido por el Dios de Jesucristo y por el testimonio de fe de los cristianos (cf. Ap 12,10 ss). De manera quizá un poco aproximada podemos definir a Satanás como Antidios, cabeza de una trinidad diabólica.

– Bestias. Del Dragón proviene la primera Bestia, como encarnación y signo de su imperio sobre la tierra. Viene del mar, desde la hondura del abismo, y se presenta con las credenciales del poder divinizado: es una especie de condensación de las cuatro bestias de Daniel y quiere recibir y ejercitar todo el dominio sobre el mundo (cf. Ap 12,18; 13,1 ss). A los ojos del Apocalipsis, la condensación más clara de lo satánico se encuentra en las instituciones del poder divinizado que pide adoración, que exige reverencia y pleno sometimiento.

De esta forma, lo que parecía antes batalla supracósmica se viene a convertir en compromiso de lucha sobre el mundo. La bestia de Satán se concretiza en un estado que se piensa hijo de Dios, revelación suprema de la verdad. Por eso, la lucha antisatánica supone resistencia contra las pretensiones de sometimiento pleno del estado de este mundo (cf. Ap 13,4.8; 17,9 se). En el fondo, esta bestia puede llamarse el Anticristo.

Hay una segunda Bestia que brota de la tierra (Ap 13,11 ss). Es la religión o inteligencia, es la profecía o propaganda puesta al servicio del totalitarismo (de la primera bestia). Seduce a los hombres con sus fascinaciones, les obliga al sometimiento, al culto del estado (cf. Ap 13,16 ss). Es la mente que se ha vuelto satánica, la cultura que ha venido a convertirse en instrumento de dominio. Es el espíritu perverso, aquello que en terminología trinitaria podríamos llamar el Antiespiritu santo.

Con esto tenemos ya la trinidad satánica, la revelación más detallada y perfecta del poder de lo diabólico. Aquí no podemos desplegar todos los momentos de la gran batalla. Sólo hemos querido señalar que el Diablo (Dragón originario) se explícita en el camino de la historia a través de los poderes antihumanos.

En gesto paradójico que invierte los poderes de este mundo, por su entrega hasta la muerte, Jesús ha comenzado el gran camino de la destrucción de lo diabólico. Es un camino que ahora continúa allí donde los fieles de Jesús mantienen su gesto, explicitan su testimonio. Aparentemente han sido, siguen siendo, derrotados. Por eso han de sellar con su muerte el rasgo de su fidelidad. Pero en el fondo son los triunfadores: Cristo ha vencido ya; los signos de los cielos, los ángeles del cosmos y la historia, van a reflejar muy pronto su victoria.

– La victoria de Dios. Ésta es la fe que se proyecta como gran futuro. En ella nos importan solamente la suerte de los ángeles y el Diablo. Los primeros en caer son los delegados de Satán, las dos Bestias, derrotadas por la espada que brota de la boca del jinete del caballo blanco que se llama «el Logos de Dios», la palabra originaria que es Jesús.

La palabra de Jesús y no una guerra de violencia externa es lo que vence a los poderes de Satán sobre la tierra, hasta encerrarlos en el gran lago de azufre de la muerte (Ap 19,11-21). De igual forma acaba la suerte del Dragón, del Diablo de la historia: encadenado por mil años (Ap 20,2), viene a terminar su tiempo en el gran lago de fuego, con sus bestias (Ap 20,10). Esto significa que el poder del Diablo pertenece al camino de la historia de los hombres. Surge con ella y en ella se destruye.

Al llegar aquí advertimos la profunda semejanza estructural del Apocalipsis con el evangelio de Juan. Allí hemos visto que Satán mostraba los matices principales: el poder del homicidio y la mentira. Esos mismos son los rasgos que presentan las dos bestias: la primera es el poder que mata; la segunda es el engaño de la falsa religión y la mentira. De esa forma, el Diablo se explicita como aquel poder de destrucción que intenta quebrantar y aniquilar la historia de los hombres.

Por el contrario, el Dios de Jesucristo aparece como libertad definitiva. Es libertad del ser humano que comparte la adoración de los ancianos (signo de la iglesia), el culto de los grandes animales (los cuatro vivientes). Así penetra el hombre en el misterio del que es, era y será, en el misterio de los espíritus de Dios, de Jesucristo (cf. Ap 1,4-5). Sólo de esa forma adquiere sentido el surgimiento de la nueva sociedad de transparencia (la Jerusalén renovada), en ámbito de bodas o de encuentro de Dios y de los hombres (Ap 1,21-22). Aquí tienen su lugar los ángeles custodios de la ciudad (Ap 21,12) y la palabra del Espíritu y la esposa (iglesia) que suplican: «¡Ven, Señor Jesús!». Habrá terminado lo satánico. Lo angélico será signo y realidad de la presencia de Dios entre los hombres.

Conclusiones

LA PALABRA del Nuevo Testamento resulta tan extensa y multiforme que no puede resumirse en ningún tipo de doctrina unitaria sobre ángeles y Diablo. No hay una, sino varias angelologías y satanologías. Pensamos que resulta vano querer unificarlas. Por eso, propiamente hablando no ofrecemos conclusiones. De todas formas, hay algo que resulta común y puede presentarse como fundamento de un trabajo más extenso sobre el tema.

1 Ángeles y Diablo pierden su posible independencia y sólo pueden entenderse en relación a Jesucristo: son expresión de su venida y de su gloria, son la fuerza que se opone al triunfo de su gracia sobre el mundo. Todo intento de entenderlos o estudiarlos desde fuera de Jesús carece de sentido para los creyentes.

2 La angelología del Nuevo Testamento resulta escasa y tanteante. El Ángel del Señor (Malak Yahvéh) o los ángeles de Dios siguen cumpliendo funciones de servicio y alabanza que resultan conocidas desde el mismo Antiguo Testamento. La novedad en el hecho de que ahora esas funciones se vuelven cada vez más secundarias: en el centro del misterio surge el Cristo con su Espíritu. Por eso, el Evangelio de Juan puede prescindir casi de los ángeles; la tradición paulina los sitúa en el espacio de la lucha del cosmos contra Cristo. Por su parte, el Apocalipsis, tan conservador al señalar los aspectos cósmicos y laudatorios del mundo angélico, tiende a identificar su función con el misterio del Espíritu en la Iglesia. En esta misma perspectiva se podrían reinterpretar los pasajes del Paráclito en Juan.

3 Más explícito resulta el lugar de lo satánico, visto al contraluz de la presencia y actuación del Cristo. En este aspecto, el Nuevo Testamento ofrece una precisa y clara demonología que se puede condensar en dos rasgos.

  1. Siendo contrario a Jesucristo, el Diablo es lo antihumano: es aquello que destruye al hombre (tradición de la historia de Jesús), llevándole a un círculo de homicidio y de mentira (Juan), condenándole a la opresión del poder y al engaño universales (Apocalipsis de Juan). 
  1. Pero, siendo poderoso, el Diablo pertenece al puro campo de la historia, es decir, no forma parte de Dios. Pero no es historia que se salva, como la de Cristo y aquellos que le acogen, sino historia que se desmorona y se destruye, condenándose a si misma en eso que pudiéramos llamar “infierno”.

4 Sobre la realidad de lo angélico y lo demoníaco habría que hacer mayores precisiones. Debemos enfrentarnos contra un realismo ingenuo que atribuye a esos «seres» el carácter de sustancias espirituales, de tipo más o menos cartesiano. También debemos oponernos, con toda fuerza, a un tipo de desmitologización racionalista que, a la postre, resulta igualmente estecha. Quizá debamos precisar nuestro análisis, ver mejor lo que suponen las palabras de ser y de existencia; sólo entonces podremos fijar el sentido de la realidad de los ángeles y el Diablo, aun a sabiendas de que la misma palabra realidad (de res, cosa) resulta muy problemática. Quizá esos «seres» no tengan realidad cósmica, no sean eso que algunos han llamado «entes a la mano» (utensilios) o «entes a los ojos» (ideas). En este campo la teología no ha dado todavía sus pasos decisivos.

5 A pesar de que el tema está implicado en lo anterior, debo indicar que resulta plenamente ambiguo, por no decir equivocado, empeñarse en llamar a los ángeles y al Diablo realidades personales. Es difícil que podamos hablar de personas en un ámbito intrahumano. Por otro lado, resulta difícil fijar las categorías de lo personal al tratar de Dios, especialmente en lo que toca a la humanidad de Jesús y al Espíritu Santo. Por eso acaba siendo una osadía el decir que los ángeles y el Diablo son personas.

Lo más que podríamos hacer es situar a los ángeles en el ámbito de lo personal (personalizante) y concluir en el Diablo (lo demoníaco) existe en el plano de lo antipersonal. Unos y otros, ángeles y Diablo, “son”, en un sentido extenso: Ellos forman parte del gran drama de la historia de Dios con los hombres. Con esto nos basta. El sentido más exacto de su realidad o existencia suscita tales dificultades y preguntas que aquí no podemos ni siquiera plantearlas.

ÁNGELES Y DEMONIOS EN LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES (pags. 11-43)

JUAN MARTÍN VELASCO

Introducción

EL Título común propuesto a esta reflexión interdisciplinar traiciona el marco teológico y cristiano desde el que se ha programado. Para la historia de las religiones, el tema «ángeles y demonios» se inscribe en un capítulo más amplio que comprende también los genios y los espíritus. Ángeles y demonios son dos tipos dentro de un amplio mundo de figuras que comporta otras muchas. El mundo religioso se extiende desde el mundo inmediato del hombre hasta el del Misterio que abarca y orienta su vida. Entre este último, representado bajo figuras muy diversas: Dios, dioses, lo divino, etc., y la vida del hombre hay un amplio espacio en el que se alojan infinidad de figuras, de seres intermedios que aproximan la figura de la divinidad al mundo del hombre, que le sirven de «mensajeros, que la hacen visible y que protegen el curso de su vida, que habitan su mundo, que cargan con la responsabilidad de sus lados oscuros, figuras a las que se atribuyen los males que el hombre no puede explicar o con cuya responsabilidad no se atreve a cargar. Es el mundo de los espíritus, los genios benignos y malignos, de los ángeles y de los demonios.

Un mundo reconocido en todas las religiones y tanto más complejo y abigarrado cuanto más cerca estamos de la religión olvida por el pueblo, de la religiosidad popular, aunque no falte tampoco en las representaciones religiosas de las teologías y los cultos oficiales. A este mundo se refieren las páginas que siguen. Metodológicamente me sitúo en el terreno difícil de precisar de la historia comparada de las religiones y de la fenomenología de la religión. Basándome, pues, en unos pocos casos importantes -el espacio impone esto limitación- intentaré destacar las figuras a las que se refiere el titulo, procurando evitar a la vez que la sistematización fuerce el contenido de los datos y que la exposición se reduzca a la acumulación de unos datos incongruentes y carentes de significación. 

1 Genios y espíritus

GENIOS-ESPIRITUS: SON LA PRIMERA representación de las figuras que pueblan el mundo sobrehumano. La variedad de las formas concretas que revisten dan lugar a un mundo extraordinariamente abigarrado, tan polimorfo como el mundo religioso mismo. Se puede decir que para muchas religiones, y no exclusivamente de las denominadas de nivel primitivo, cada zona importante de la realidad, cada bloque de seres del mundo y cada aspecto de la vida están acompañados de una especie de áurea trasmundana que es como la sombra que provocan al entrar en contacto con la trascendencia. Sin duda es en el hombre donde el fenómeno adquiere más relieve y por eso los espíritus acompañan sobre todo la vida humana y la prolongan bajo la forma de los espíritus de los muertos. Pero de forma más indeterminada, bajo la figura de genios y de numisma, acompañan también las plantas, los animales, los manantiales y las corrientes de agua, los astros, el aire y un casi interminable etcétera. Pueden ser experimentados como benévolos y como malignos. Aparecen, pues, como la condensación de la numinosidad, el carácter sacral, la valencia hierofánica de que está dotada la realidad en su conjunto. Resultan así como una forma de ese poder superior con el que el hombre religioso se enfrenta. Con frecuencia se sitúan junto a los dioses, como manifestaciones de lo divino; otras, los sustituyen. Frecuentemente se organizan en grupos ­que corresponden a las llamadas costelaciones hierofánicas­ y se ordenan formando una verdadera jerarquía.

Tales genios y espíritus aparecen en la inmensa mayoría de las religiones de nivel primitivo, pero subsisten en las religiones de las grandes culturas de la antigüedad. Testimonios de estas figuras ofrecen los nats de la religión popular de Birmania y Bangla-Desh, las almas y los genios de las poblaciones altaicas de Siberia, los genios locales del sureste asiático, los kouei de la religión popular china, las innumerables figuras de las religiones africanas y australianas, etc.

La presencia de tales figuras está igualmente atestiguada en la mitología hindú: «Las mitologías de la India, tanto hindúes como budista y jainista, se caracterizan por su complejidad. Vistas desde fuera se tiene la impresión de un pulular anárquico en el que se mezclan ángeles y demonios, dioses y genios, ninfas de belleza muy concreta y potencias casi abstractas, divinidades soberanas y, sin embargo, mortales, héroes que, como en Grecia, participan a la vez de lo humano y lo divino 1. «Hay en la India una serie de potencias que la tradición no individualiza, sino que agrupa en series de seres inferiores a los dioses y pertenecientes a mundos distintos del de los hombres: ninfas, elfos, genios, hadas, demonios, vampiros y dragones. Sociedad pululante y misteriosa que los fieles intentan hacerse propicia» 2. A la misma categoría pertenecen, sin duda, los numina de la religión romana y ese último grado del mundo divino de los griegos que aparece ligado a personas o realidades naturales y que están a medio camino entre lo divino y lo humanos. Muchos de estos genios aparecen como ambivalentes: malignos o peligrosos al mismo tiempo que benévolos. Otros representan concentraciones elementales del mal y parecen personificaciones tendentes a explicar la reacción de angustia, de terror, que el hombre experimenta ante los lados oscuros, misteriosos, amenazantes de lo real. De ahí la incoherencia, la monstruosidad que domina en sus representaciones literarias y plásticas. En estos espíritus maléficos se condensa el terror de los lugares desiertos, inhóspitos, solitarios; el maleficio de las horas nefastas; la medianoche, el calor sofocante del mediodía (demonio meridiano); la fuerza irreprimible del instinto sexual; el terror de las pesadillas; la enfermedad mental y el trance. Las fuentes en que se alimenta esta proliferación de las figuras demoníacas elementales son tan numerosas que se ha podido decir que «los seres demoníacos cubren la tierra como la hierba», y la vida de las poblaciones primitivas está llena de terror que originan y del que son testimonio esas figuras.

No seria difícil identificar este primer nivel de figuras en las creencias en fantasmas, hadas, dragones, brujas, etc., que dominan la religiosidad popular, el folklore y la literatura de muchas poblaciones, incluso actuales. Se trata, podríamos resumir, de condensaciones del «halo mágico» que ha rodeado a la naturaleza hasta la época moderna y que la misma ciencia, a pesar de su poder «desencantador», no ha conseguido eliminar 5.

2 Los ángeles 6

BAJO LA FORMA elemental a que acabamos de aludir, los ángeles aparecen por todas partes en la historia de las religiones. Pero no todas las religiones han desarrollado una angelología precisa. Las figuras de los ángeles emergen de un fondo mitológico múltiple. Por una parte, el mundo de figuras intermedias entre el hombre y lo divino, de seres semidivinos o de entes en los que se encarnan acciones y funciones de los dioses; por otra, el mundo de los espíritus de muertos poderosos y de los impulsos individuales o necesidades de la vida, que dan lugar a personificaciones que influyen en el destino personal.

Ordinariamente, las figuras de los ángeles cumplen una triple función: la de seres semidivinos que constituyen una especie de corte celestial; la de guardianes de los hombres, de los pueblos o de determinados seres naturales; la de mensajeros de los dioses e intermediarios entre éstos y los hombres. Las formas concretas de los ángeles corresponden en buena medida a la estructura de la religión en que aparecen, a la configuración de la divinidad que le es propia y al tipo de religiosidad que caracteriza a cada religión.

A titulo de ejemplo nos referiremos a tres religiones diferentes. Elegimos estas tres por disponer de una angelología desarrollada y por haber mantenido alguna relación con la religión de Israel y con el cristianismo.

a) Los ángeles en la religión asiro-babilónica

MUCHOS DIOSES del panteón mesopotámico tienen a su servicio ministros particulares que envían junto a los hombres. Así, Anu, primero de los dioses de la tríada celeste, tiene como mensajeros a Ninshubar y Papsakal. Existe, por otra parte, en el panteón babilónico un dios ­Nabu­ que es presentado como el mensajero de todos los dioses. El mismo apelativo recibe, además, el dios Nusku.

Junto a estos mensajeros de los dioses existen ángeles, llamados también dioses, que protegen al hombre desde su nacimiento y lo abandonan cuando hace el mal. E. DHOME subrayó la importancia de estos dioses personales a los que se refieren otros autores, denominándolos demonios buenos, que equivalen a dioses protectores. Numerosos textos se refieren a ellos en términos semejantes a éstos:

«Que mi dios esté a mi derecha,que mi dios esté a mi izquierday que los genios protectores Shedu y Lamassuestén siempre conmigo».«Que los demonios ­dice otro texto-no se acerquen al cuerpo del hombre hijo de su dios» 7.

Entre los genios protectores conviene destacar a los karibu o kuribu. Son genios o espíritus representados como seres alados con las manos levantadas en actitud de oración y encargados de la protección de casas y templos. Una oración dedicada a estos espíritus dice así: «Genio protector del templo, protege tu templo» .

  1. b) Los ángeles en las religiones del Irán

LA IMPORTANCIA que cobran las figuras angélicas en Irán ha hecho que se hable de este país como de la patria por excelencia de los ángeles 9. Esto explica también el «pan-iranismo» que dominó durante algún tiempo en los estudios sobre la religión en Oriente medio en lo relativo a ángeles, demonios y escatología.

Sin entrar en esta cuestión, es cierto que en Irán nos encontramos con una angelología notablemente desarrollada. Las primeras representaciones de los ángeles las encarnan los Amesa Spenta, corte de espíritus buenos situados en tomo a Ahura Mazda, el señor sabio, dios supremo del mazdeísmo. Se trata de figuras a medio camino entre teofanías, atributos o fuerzas del dios único y personificaciones míticas determinadas que resultarían difícilmente conciliables con el monoteísmo de esta religión. Por un lado corresponden a espíritus o genios destinados a presidir y promover los elementos buenos de la naturaleza: luz, agua, fuego, etc., y por otra, son descritos como hipóstasis o manifestaciones de la sustancia divina, como indican los nombres propios con que se los invoca: buen pensamiento, soberanía divina, orden justo, etcétera.

En épocas posteriores, algunas divinidades naturalistas del mundo iránico anterior al mazdeísmo emergen como yazata, realidades venerables jerárquicamente situadas. A éstas se añaden los fravashi, una especie de alma inmortal atribuida a todos los hombres y semejantes a los ángeles protectores de otros contextos religiosos.

En resumen, pues, en la religión del Irán los ángeles revisten tres formas principales: espíritus o personificaciones de fuerzas y elementos naturales; hipóstasis del aparecer y el actuar de dios entendido en contexto monoteísta, y espíritus protectores de los hombres y de su vida 10.

  1. c) Ángeles ­daimones- en el mundo griego

DAIMONES/QUE--SON: EN GRECIA la realidad a la que se refieren las angelologías irania y judía es expresada con la noción notablemente ambigua de daimon. Aun sin insistir en el hecho de que daimon aparece en no pocas ocasiones como un término análogo al de theos con que se designa a los dioses, el término daimon es utilizado para referirse a diferentes realidades que comparten los rasgos fundamentales de lo que en otras tradiciones se denominan ángeles.

Con los peligros de simplificación que esto comporta, se han resumido en estos cinco los sentidos del término daimon en la religión y en la cultura griegas.

Daimones se refiere en una primera acepción a las almas «divinizadas» de antepasados humanos que desde su situación de perfección y bienaventuranza ejercen sobre el mundo de los hombres una función de protección.

El término designa en segundo lugar a seres divinos y semidivinos, intermediarios entre los dioses superiores y los hombres y mensajeros de los primeros. El eros descrito en El Banquete de PLATÓN (202 c) seria uno de esos seres mediadores.

Con la palabra daimon se designan a veces energías interiores que actúan en el hombre como lo hace el daimon de SÓCRATES, ya se le entienda como una especie de voz de la conciencia o como la sumisión a la voluntad del dios que actúa en la vida del filósofo como contrapeso de otras inclinaciones o tendencias.

El daimon puede ser, en ocasiones, la personificación de una fuerza etónica de carácter benévolo.

Por último, los daimones designan a veces unas fuerzas que rigen los elementos naturales y hacen que el mundo humano sea un mundo «habitado» por lo sobrenatural. En este sentido dirá HERÁCLITO que todo está lleno de ánimas y daimones y los pitagóricos que el aire está lleno de ánimas, eso que llamamos daimones, héroes, etc. 11.

3 Los demonios

A LA LUZ de los datos anteriores que constituyen su marco natural, el contexto en que deben ser situados, los demonios aparecen como una nueva figura de ese abigarrado mundo intermedio entre los dioses y los hombres. El primer rasgo que caracteriza esta figura es la pluralidad de formas que reviste lo demoníaco. «El diablo, como se ha escrito, es múltiple». La pluriformidad de lo demoníaco contiene, además, algo de incoherente, caótico, fantástico. La «acumulación fantástica de metamorfosis monstruosas ­añade GERMAN BAZIN en un estudio sobre las figuras en que se ha representado lo diabólico­ siempre concluirá en una totalidad parcial, una suma de fragmentos que no se pueden reducir a la unidad. Deformidad, pluralidad y caos serán los caracteres de la plástica diabólica a través de las civilizaciones más alejadas en el espacio» 12.

El texto anterior se refiere a las representaciones del demonio en el arte, pero la multiplicidad que constata tiene su raíz en la multiplicidad de figuras que se resumen en ese nombre.

No es fácil organizar la extraordinaria variedad de datos que ofrece la historia de las religiones. Pero en una exposición como la nuestra resulta indispensable hacerlo aun a costa de simplificarlos y de imponerles un esquema exterior.

La primera figura de lo demoníaco se sitúa en lo que describíamos en nuestro primer apartado como mundo de los genios y los espíritus. Muchos de los demonios que nos son más familiares no son otra cosa que los genios y espíritus malignos en los que personificamos los fantasmas y los miedos que nos producen los lados negativos, oscuros y peligrosos de la vida y la naturaleza.

La segunda representación del demonio es la figura del monstruo que se opone al demiurgo en el establecimiento originario del cosmos. A este grupo pertenece el monstruo Vrta, también llamado Ahi, que debe vencer el dios guerrero Indra del vedismo para que pueda surgir el mundo. Este gran dragón no representa el mal en su totalidad, porque ni el mal moral, representado sobre todo como druh, la mentira y el engaño, ni la muerte están ligados con él. Con todo, Vrta-Ahi es la quinta-esencia de las potencias demoníacas que con diversos nombres, como asuras, dioses malos opuestos a los devas, dioses buenos, raksas y otras figuras, completan el elenco de lo demoníaco en la primera época del hinduismo 13.

La misma figura demoníaca que encarna el mal como principio cósmico aparece en el Oriente medio. Su figura más impresionante es Tiamat, monstruo o dragón de la profundidad del agua marina que es vencida por el dios-héroe Marduk, según el poema babilónico Enuma Elis 14. En los mitos ugaríticos el monstruo marino tiene por nombre Yammu, que es vencido por Baalu 15. Tampoco Tiamat es principio actual del mal, ya que fue vencido de una vez para siempre. Los males concretos de la existencia son referidos en Babilonia a los demonios, a los pecados del hombre, a las enfermedades, y de ellos pide el fiel ser liberado a los dioses y en especial a Marduk. Sin duda, esta duplicidad de datos en la misma religión se debe a una duplicidad de planos. En el primero, especulativo, se sitúan los mitos de origen que conservan las clases sacerdotales y en él aparece el mal bajo la forma de principio cósmico del mal; en el segundo se sitúan las creencias populares preocupadas inmediatamente por los males concretos, y en ellas el mal es representado por los demonios y los espíritus contra los cuales actúan las prácticas rituales 16,

Otra representación importante del principio del mal en relación con los orígenes y la creación, aparece en numerosas poblaciones del nivel primitivo bajo la forma de un contra-demiurgo a cuya actividad se atribuyen los dos lados negativos en la creación. Concretado en diferentes figuras, vamos a describirlas tomando como modelo la figura mítica del «trikster» (el embaucador), presente en numerosas poblaciones y que ha sido estudiado con todo detalle, entre otros, por W. SCHMIDT en su monumental obra El Origen de la Idea de Dios. De él existen diferentes representaciones. Es pintado a veces como cuervo o como el coyote o como hombre-coyote o como viejo. Pero bajo figuras tan distintas desempeña una función análoga. Es, por una parte, enemigo del demiurgo que estropea la obra de la creación, causando en ésta los lados negativos que no podrían atribuirse al principio bueno. Es, sobre todo, responsable de la introducción de la muerte. Pero también aparece como héroe cultural que ha traído determinados bienes a los hombres. Por eso su figura es una verdadera suma de contrastes muy característica de algunas de las representaciones demoníacas. U. BIANCHI dice de él que es a la vez «utilitarista y perspicaz, altruista y ferozmente egoísta, orgulloso y pronto al lamento...». Para concluir, después de muchas contraposiciones, que se trata de un «Prometeo-Epimeteo todavía no separado, pero en un plano menos trágico y más popular 17.

Veamos al coyote en acción, según un mito de los maidus, tribu de California central. El creador quiere que los hombres llegados a la vejez se sumerjan en un lago y salgan rejuvenecidos, y demuestra su voluntad rejuveneciendo al primer hombre. Pero el coyote quiere que los hombres mueran y les convence de que así será mejor, porque podrán celebrar solemnes ceremonias, las viudas podrán casarse de nuevo, etc. El creador cede a regañadientes y permite el cambio. Más adelante, el coyote organiza una fiesta en la que se celebran carreras. Su hijo, gran corredor, participa en ellas y sobrepasa a todos los participantes. una serpiente lo muerde durante la carrera y a los pocos instantes muere. El coyote se lamenta y lo lleva al lago que el creador había establecido para el rejuvenecimiento de los hombres. Lo arroja a las aguas, pero éstas no lo devuelven. Ahí tiene coyote el castigo por haber introducido la muerte entre los hombres 18.

Esta representación «primitiva» del demonio nos acerca a las figuras que conocemos en tradiciones que nos son más próximas. Pero el momento decisivo en la «moralización» de la figura del demonio lo constituye de nuevo la religión del Irán.

Ahura Mazda es el dios supremo y único de la religión de Zaratustra. Él es el sabio, bueno y santo, pero de él proceden dos espíritus gemelos, Spenta Mainyu (espíritu bueno) y Ahra Mainyu (Ahriman), espíritu hostil y mentiroso, espíritu malo. Los dos espíritus organizan la totalidad de lo que existe. Ahra Mainyu es el principio del mal, el responsable de la no vida, de la muerte. Responsable del mal, elige lo peor. Detrás de estos dos espíritus enfrentados se agrupan todos los hombres en dos campos o ejércitos.

Ahra-Mainyu encarna la mentira (drug) que se opone a la verdad (Asa), como se oponen en la India druh, el engaño, y Rta, el orden y la verdad.

Junto a esta figura prototípica existen otras clases de demonios. Con un curioso intercambio de nombres en relación con la tradición de la India, en Irán los espíritus malos reciben el nombre genérico de devas en oposición a los asuras, que son espíritus benéficos y dioses.

El dualismo, atestiguado en el Mazdeísmo y que nunca llegó en él a formas radicales, porque Ahura Mazda está siempre como dios supremo por encima de todos los espíritus, se radicaliza posteriormente en el zurvanisismo del Irán occidental con Zurvan como ser supremo y Ormuz y Ahriman como gemelos opuestos. Ahriman, el espíritu malo, predomina en este mundo, aunque se promete la victoria del bien, Ormuz, para el futuros. El dualismo continuará acentuándose en las tradiciones gnósticas y en el maniqueísmo 20.

Aludamos para terminar a algunas figuras demoníacas presentes en el budismo y a la angelología musulmana. Una de las principales condensaciones de lo demoníaco recibe en la mitología del hinduismo el nombre de Mara. Se trata de un espíritu de la muerte y el placer a un tiempo. Mara es el dios de este mundo, el espíritu tentador que pretende alejar al Buda de la iluminación y de la propagación de ésta por la predicación 21. El Islam presenta una angelología estrechamente emparentada con la de Israel. Los ángeles, algunos de los cuales coinciden incluso en el nombre con los ángeles del Antiguo Testamento, viven también, según el Corán, dando gloria a Dios: «la fórmula «gloria a Dios« constituye su alimento; «Alá es santo«, su bebida 22 y son los mensajeros de la voluntad y de las acciones del dios único bajo los nombres genéricos de portadores del trono, querubines, o los nombres propios de Ar-Ruh, Israfil, Gabriel, Miguel, Izrail 23. Junto a los ángeles buenos, el Corán nos habla con frecuencia de Satán bajo el nombre de Iblis. Éste era un ángel bueno y su transformación en Satán fue debida a la desobediencia de este ángel a postrarse delante de Adán, el primer hombre. El Corán narra la ocasión y las circunstancias de su caída, asumiendo una leyenda que se encuentra en uno de los apócrifos del Antiguo Testamento 24.

«Cuando tu Señor dijo a los ángeles: «quiero establecer en la tierra un representante', dijeron: «¿Quieres establecer uno que cause la desgracia y derrame sangre siendo así que nosotros te alabamos y te aclamamos como santo?« Dijo: «Yo sé con certeza lo que vosotros no sabéis»».

Enseñó a Adán los nombres de todos los seres y presentó éstos a los ángeles y dijo: «Decidme los nombres de estas cosas si sois veraces»

Ellos dijeron: «¡Alabado seas!. Nosotros sabemos sólo lo que nos has enseñado. Tú eres el omnisciente, el Sabio.

Dijo: «Adán, diles tú los nombres». Y cuando hubo dicho sus nombres, él dijo: «No os he dicho acaso: conozco con certeza lo oculto del cielo y de la tierra y que sé lo que vosotros mostráis y lo que ocultáis».

Y cuando dijimos a los ángeles: «¡Postraos ante Adán! Se postraron todos menos Iblis. Se negó y fue arrogante: era de los infieles».

La narración continúa en la sura 38:

Dijo: «Iblis, ¿qué es lo que te ha impedido postrarte ante quien he creado con mis manos' ¿Eres soberbio o altivo?».

Dijo: «Yo soy mejor que él. A mi me creaste de fuego y a él de barro».

Dijo: «Sal de aquí, pues en verdad eres maldito».

«Mi maldición te perseguirá hasta el día del juicio..

Dijo: «Mi señor, déjame esperar hasta el día de la resurrección».

Dijo: «Entonces serás de aquellos a quienes se ha concedido una prórroga, hasta el día señalado».

Dijo: «¡Por tu poder! Los seduciré a todos ellos, salvo aquellos que sean siervos tuyos escogidos».

Dijo: «Con toda verdad he hablado. Llenaré en verdad el infierno contigo y con todos los que te hayan seguido».

Aunque los textos no son fáciles de reducir a unidad, parece que la figura de Satán en el islamismo no representa el mal radicalmente; aparece subordinado a Dios y pidiendo a Dios autorización para actuar. Desde luego, no hay en esta representación del demonio rastros de dualismo. Satán es más el adversario del hombre que el de Dios 25. Por eso se explica la tendencia de algunos místicos como Al-Hallaj «a reivindicar. la figura de Iblis, al que se presenta como el más perfecto monoteísta, ya que ha preferido la condenación a adorar a otro ser que al Dios único26.

Junto a estas dos clases de ángeles, el Islam conoce una tercera denominada djinn, cuya naturaleza resulta más difícil de precisar y que no deja de tener relación con Satán. Se trata de espíritus próximos a los hombres, pero que gozan de prerrogativas especiales y una especie de genios cuya existencia podría haber heredado el Islam de la religiosidad preislámica 27.

Conclusiones

LA PERSPECTIVA fenomenológica que hemos adoptado no nos permite, sin exceder las competencias de nuestro método, establecer conclusiones sobre la existencia o no existencia de las figuras que hemos descrito y mucho menos sobre la forma personal o no personal de realización de esa existencia. Pero la observación de los materiales produce en quien la lleva a cabo impresiones y lleva a convicciones que un planteamiento filosófico y teológico de la cuestión puede desarrollar.

El primer dato que una observación imparcial no puede dejar de subrayar es la universalidad de las figuras que designamos con los nombres de genios o espíritus, ángeles y demonios. Tales figuras aparecen en todas las áreas y en todos los niveles del complejo mundo de las religiones. Yo no me atrevería a decir como dice un notable fenomenólogo de la religión que «ios ángeles son más antiguos que los dioses». Pero hay que reconocer que el conjunto de las figuras designadas por esos nombres se dan en todos los contextos y que frecuentemente tienen en la vida religiosa más relieve que las figuras, religiosamente hablando más importantes, de los dioses.

El segundo elemento que salta a la arista en una descripción un poco detenida de este fenómeno es la variedad y la riqueza de figuras en que aparece. En pocos aspectos de la religión aparece tan manifiestamente el inagotable poder creador y configurador de esa formidable facultad humana que es la imaginación. Esta exuberancia figurativa nos sitúa de lleno en el terreno de lo simbólico y más concretamente en el mundo abigarrado de los mitos. Naturalmente esto no prejuzga para nosotros la cuestión de la realidad o la irrealidad de esas figuras. En ellas, en todo caso, se condensa la riqueza, la «trascendencia», la densidad, la verticalidad y la profundidad de la condición humana que una visión científico-técnica, utilitaria, instrumental, es incapaz de agotar.

Pero indudablemente, genios, ángeles y demonios no remiten tan sólo al hombre. En los ángeles, para fijamos primero en la figura de lo benéfico y lo favorable, brillan destellos de esa santidad, belleza, poder, amor que envuelve el mundo y la vida de los fieles de todas las religiones, que despierta en ellos sentimientos e impresiones de deslumbramiento, seducción, fascinación y que los lleva a reconocer un misterio, en definitiva, amoroso como origen y como meta de su mundo y de sus vidas. Los ángeles, los genios y espíritus benignos son los testigos ­con un pie en este mundo y otro en el más allá del mundo­ de esa Trascendencia que envuelve la vida de los hombres religiosos y que sólo puede ser sentida y pensada por el hombre con ese exceso de figuras, de rostros, de nombres y funciones que reflejan del único modo en que lo puede hacer el hombre, es decir, simbólica y míticamente, los «coros de los ángeles». Los ángeles aparecen como condensaciones de ese desbordamiento de trascendencia y de gracia que produce la presencia del Misterio en el mundo y que le hace aparecer al hombre como un mundo «habitado».

También la figura más compleja y extraña y, hemos visto, extraordinariamente polivalente del demonio, es una consecuencia de la presencia del Misterio en el mundo del hombre y de la reacción de éste ante esa presencia.

Algunas representaciones de lo demoníaco parecen no ser otra cosa que personalizaciones del lado sobrecogedor y tremendo que contiene la «vivencia». del Misterio por el hombre, que le lleva a representarse con formas y figuras determinadas una realidad capaz de producir en él tales sentimientos. No olvidemos que esos sentimientos pueden ser vividos bajo la forma del respeto y la sumisión, pero que también pueden llegar a vivirse como pavor y terror sagrado. La historia de las religiones contiene numerosos datos sobre el carácter amenazador, peligroso para el hombre, nefasto para su vida, que presenta lo sagrado, cuando el sujeto se acerca a su mundo sin las disposiciones requeridas. De ahí a representarse esas amenazas bajo figuras míticamente personalizadas, no hay más que un paso, que el hombre religioso ha dado en más de una ocasión.

Pero lo demoníaco hace en muchos casos referencia al hecho del mal mil peces y de mil maneras experimentado por el hombre en el mundo de lo sagrado y en la espera de su vida ética. El Misterio se descubre para el hombre como augustamente santo y fuente de toda santidad. Pero, por eso, a su luz el hombre descubre su radical indignidad que origina su conciencia de pecador. No creo que sea aventurado descubrir ahí una de las raíces de la tendencia humana a situar en el más allá de él mismo y de su mundo ­pero distinto de Dios­ el origen último de esa indignidad que expresan los símbolos de la mancha, el exilio, la carga que acompañan la toma de conciencia de la situación originaria de la existencia.

Por último, lo divino es vivido por el hombre ordinariamente en términos de providencia que acompaña al hombre «de su cuna a su sepultura». Pero el sufrimiento y el mal y ese resumen de todos los males que es la muerte parecen escapar a esa guía divina de la vida. ¿Será extraño que el hombre imagine ­con todo fundamento­ figuras sobrehumanas capaces de cargar con una responsabilidad que pesa demasiado sobre las frágiles espaldas de los hombres?

Observemos que con estas últimas reflexiones no pretendemos explicar desde la actividad exclusiva del hombre la «realidad» del demonio. Intentamos tan sólo resumir aspectos del hecho que es la creencia en los demonios y las representaciones a que ha dado lugar, que han servido, sin duda, de ocasión, que han prestado apoyo y han aportado la materia concreta para que el hombre religioso configurase las representaciones del demonio.

En resumen, genios, espíritus, ángeles y demonios son algo más que figuras extrañas para poblar el espacio intermedio entre el hombre y la divinidad. El interés religioso de estas figuras no radica en darnos información sobre ese más allá espacial y temporal que presentimos, que no somos capaces de representarnos y que por eso despierta tanta curiosidad. Ángeles, genios y demonios aparecen como representaciones humanas de ese inagotable e insondable misterio que envuelve la vida del hombre, de su presencia y acción sobre ella y del peligro de desorientación y de perdición que acecha a las criaturas dotadas de libertad, cuando se niegan a reconocer esa presencia y deciden no ser más que ellas mismas. 43

(·MARTIN-VELASCO-J-1. _CHAMINADE Págs 11-43)

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  1. Un estudio reciente de muchas de estas figuras en distintas regiones orientales puede verse en Génies, anges et démons. Seuil. Paris 1971. Col. Sources Orientales. Para otras áreas culturales pueden consultarse las monografías sobre religiones primitivas.
  2. VARENNE, J., Anges, démons et génies dans I'Inde, en Génies, anges et démons. Seuil. Paris 1971, pp. 259-292.
  3. Para la religión romana, cf. por ejemplo BAYET, J., La religión romaine. Payot. Paris 2, 1969, pp. 62-67. Para la religión griega, cf. NILSSON, M. P., Geschichte der Griechischen Religion. Beck. München 4, 1976. Vol. 1, pp. 216 y ss. ADKINS, A. W. H., Religión griega en BLEEKER, C. J. y WIDENGREN, G., Historia religionum. Cristiandad.. Madrid. Vol. 1, pp. 382-385.
  4. Cf., por ejemplo, BAZIN, Germain, Formes demoniaques en Satan, «Études Carmelitaines. 27 (1948) pp. 507-520.
  5. Remitimos para la confirmación de estas afirmaciones a los numerosos estudios sobre antropología cultural y sobre religiosidad popular en las diferentes regiones y épocas de la historia de España. Como ejemplo de estos estudios, cf. CARO BAROJA, J., Las formas complejos de la vida religiosa. Akal. Madrid 1978. Especialmente el capitulo ll: El demonio, pp. 51-76.

6 Para este apartado, cf. GIANNONI, P., Angeli e angelogia en Enciclopedia delle religioni. Valecchi editore. Firenze 1970. 6 vols. Vol. 1, pp. 346-358. También los lugares conespondientes de los tratados clásicos de fenomenología de la religión.

  1. LEIBOVICI, M, Génies et démons en Babylonie en Génies, anges et démons. Seuil. París 1971, pp. 87-113; los textos citados pp. 105-106.
  2. LEIBOVICI, M., Génies et démons en Babylonie en Génies, anges et démons. Seuil. París 1971, p. 104.
  3. LEEUW, G. van der, Phenomenologie der Religlon. Traducción francesa, La religlon dans son essence et dans ses manifestations. Payot. Paris 1955, p. 139.
  4. WIDENGREN, G., Les religions de I'Iran. Payot. Paris 1968, pp. 94-102; también GIANNONI, P., Angeli e angelogia en Enciciopedia delle religioni. Valecchi editore. Firenze 1970. 6 vols.
  5. GIANNONI, P., Angeli e angelogia en Enciciopedia delle religioni. Valecchi editore. Firenze 1970. 6 vols.
  6. BAZIN, G., Formes demoniaques en Satan, «Études Carmelitaines. 27 (1948), pp. 508.
  7. WIDENGREN, G., Fenomenología de la religión. Cristandad. Madrid 1976, pp. 117-119.
  8. Texto castellano en Poema babilónico de la creación, Enuma Elis, edición preparada por PEINADO, F. L., Y CORDERO, M.G. Editora Nacional. Madrid 1981.
  9. Sobre este mito y su sentido, cf. OLMO LETE, Gregorio del, Mitos y leyendas de Canaán, según las tradiciones de Ugarit. Cristiandad. Madrid 1981, pp. 98-114 y 158-177.
  10. WIDENGREN, G., Fenomenología de la religión. Cnstiandad. Madrid 1976, p. 117.
  11. BIANCHI, U., Il dualismo religioso. Saggio storico ed etnologico. «L'erma'. Roma 1958, p. 86.
  12. ENNINGER, J., L'adversaire du Dieu bon chez les primitifs, en Satan, «Études Carmelitaines. 27 (1948), nota 4, pp. 107-121. En ella se encuentran las referencias a la obra de SCHMIDT, W., Der Ursprung der Gottesidee, de la que toma la mayor parte de los datos. Cf. también HERNÁNDEZ CATALÁ, V¡cente, La experiencia de lo divino en las religiones no cristianas. Editorial Católica (BAC), Madrid 1972, pp. 82-112 y especialmente pp. 95-98.
  13. WIDENGREN, G., Les religions de l'Iran. Payot. Paris 1968, pp. 94-100.
  14. WIDENGREN, G., Fenomenología de la religión. Cristiandad. Madrid 1976, pp. 121-125. Sobre la demonología del maniqueísmo véase PUECH, H., Charles, Le prince des ténebres en son royaume en Satan, «Études Carrnelitaines. 27 (l948), pp. 136-174.
  15. WIDENGREN, G., Fenomenología de la religión. Cristiandad. Madrid 1976, p. 118.
  16. LEEUW. G. van der, Phenomelogie der Religion. Traducción francesa La religión dans son essence et dans ses manifestations. Payot. Paris 1955, p. 140.
  17. FAHD, Toufy, Anges, démons et djinns en Islam, en Génies, anges et démons. Seuil. Paris 1971, nota 1, pp. 155-214.
  18. Corán 2,30-34 y 38,75-88. FERNÁNDEZ MARCOS, N., Vida de Adán y Eva (Apocalipsis de Moisés), en D[AZ MACHO, A., Apócrifos del Antiguo Testamento. Cristiandad. Madrid 1983. Vol.II, pp. 340-341.
  19. FAHD, Toufy, Anges, démons et djinns en Islam en Génies, anges et démons. Seuil. París 1971, nota 1, p.180.
  20. HERNÁNDEZ CATALÁ, V., La experiencia de lo divino en las religiones no cristianas. Editorial Católica (BAC), Madrid 1972, p.94.
  21. FAHD, Toufy, Anges, démons et djinns en Islam en Génies, anges et démons. Seuil. París 1971, nota 1, pp. 186 y ss. y especialmente p. 195.

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