Apariciones de Jesús: ¿Históricas y creadoras o histéricas y vanas?

Vivimos en un mundo de apariciones, es decir, de signos más o menos visuales o auditivos, con evocación de presencias que fundan (o dicen que fundan), definen e impulsan nuestra vida en sentido positivo (pero con riesgo de volverse destructoras).

Así ayer y hoy, por ejemplo los medios nos han despertado con la visión de los regueros de luz de muerte de las bombas smart/inteligentes de USA, GB y FR, cabalgando sobre el cielo de oriente para caer en empresas, quizá también de muerte, de Siria. Evidentemente, son apariciones inducidas, de propaganda del poder, con muerte añadida.

En cualquier lugar del mundo se están "celebrando" ahora mismo reuniones de güijas o de otro tipo de espiritismos, que quieren ponernos en contacto, también inducido, con posibles espíritus de un mundo pretendidamente superior, donde habitarían los muertos, para comunicarnos con ellos (en general, estas presencia y/o apariciones son destructoras, como indicaré, desde una perespectiva bíblica, al comentar algunos textos del AT).

Se habla por doquier de apariciones (¿siempre inducidas? ¿de qué forma?) de espíritus, ovnis o entes preter- y sobre-naturales, e incluso de santos que poblarían la otra cara de nuestra pequeña "sabiduría lunar" o nocturna, como mil veces se ha dicho (evidentemente, de una luna que está más allá de los cohetes estelares lanzados por los hombres).¿Cómo distinguir las verdaderas y/o enriquecedoras de las falsas y destructoras?

Pues bien, en este gran teatro de apariciones, los relatos pascuales nos dicen que Jesús se ha aparecido... enriqueciendo así nuestra vida, esto es, abriendo nuestra experiencia y compromiso a un plano más alto de comprensión y acción humana. Por su parte, la liturgia cristiana añade que la aparición de Jesús no sólo es verdadera sino principio y sentido de todas las verdades, fundamento del cristianismo.

Los cristianos afirman que la visión/aparición de Jesús resucitado es creadora de vida, principio de salud. Por el contrario, hay otros que afirman (como decía ya Celso en el II d.C.) que esas apariciones eran enfermizas, en la línea de una histeria destructora, como cierto tipo de visiones y posesiones demoníacas (discutidas por Mc 3)... Por eso es necesario hablar de su naturaleza y/o novedad.

Algo he pensado y estudiado sobre el tema, y me he atrevido a decirlo en el Diccionario de las tres religiones (pág. 103-107), cuyo texto retomo básicamente en lo que sigue, para ofrecer un panorama de lo que han sido (y cómo han sido y son) las apariciones/presencias de Jesús resucitado, como puerta de acceso a un tipo de realidad superior, cuyos testigos quieren ser los cristianos (hombres y mujeres que "ven" algo muy especial, que transforma o debería transformar su vida).
Que siga el buen domingo para todos.




1. Una perspectiva bíblica. Antiguo testamento.

El primer testimonio de la resurrección lo forman las “apariciones pascuales”, como dice Jesús: “Resucitó al tercer día, y se apareció…” (cf. 1 Cor 15, 3-7). Éste es un tema importante, pues muchas religiones hablan de apariciones, es decir, de manifestaciones de seres superiores, favorables o desfavorables (dioses, demonios…).

En sentido estricto, quizá deberíamos distinguir entre apariciones objetivas (los seres sobrenaturales se hacen visibles, es decir, se muestran ellos mismos) y visiones subjetivas (algunos hombres especiales, llamados videntes creen ver y ven realidades de tipo angélico o sagrado que otros son incapaces de observar). De todas formas, es difícil distinguir los dos conceptos (visión y aparición), de manera que aquí los tomamos como unidos, sin distinguir entre el plano objetivo y subjetivo o, más bien, suponiendo que ellos se encuentran vinculados.

Ciertamente, podríamos afirmar que la experiencia religiosa es capaz de hacer que los ojos se abran, para que veamos cosas que otros son incapaces de descubrir, pero que están ahí, llenas de significado. La experiencia religiosa rompe el nivel de las observaciones inmediatas y capacita a los hombres para mirar, de alguna forma, el otro lado de la realidad, un orden distinto de existencia.


En ese sentido, casi todos los grandes fundadores religiosos han sido videntes: han logrado descubrir algo que antes no se veía (o que los otros no veían). Moisés ha visto al "ángel de Dios" en la zarza ardiente (Ex 3); Mahoma ha visto con frecuencia al ángel Gabriel, junto al árbol del confín. En otra línea, Arjuna ha visto a Krisna (Bagavad Gita) y Buda ha sido iluminado… Entre esas y otras apariciones hay grandes diferencias, pero todas tienen algo en común: una ruptura de nivel, una emergencia o presentación de algo (de Alguien) distinto. En esa línea, los cristianos dirán que han visto a Jesús resucitado (cf. 1 Cor 15, 4-9).

El judaísmo oficial ha sido muy reacio a todo tipo de apariciones, pues ellas vinculan a Dios con algo que se ve, es decir, con una imagen, con el mundo de las formas y las representaciones, propias de los paganos. En contra de eso, "vosotros oíais la voz de las palabras, pero no veíais imagen alguna... Tened mucho cuidado, no os pervirtáis haciendo esculturas..." (cf. Dt. 4, 12-17). Por eso, en las grandes teofanías bíblicas, el vidente es incapaz de ver el rostro de Dios, sino que ve siempre otra cosa: un hornillo de fuego (Gen 15, 17), una zarza ardiendo (Ex 3, 2), un como rostro humano sin rostro (Is 6, 2; Ez 1, 27). Ni en el Dan 7 ni en 1 Hen 1 14 se logra ver el rostro de Dios, pues ver a Dios significa morir (Is 6, 5).

Israel no ha cultivado, según eso, el tema de las visiones de Dios, y el Antiguo Testamento no es religión del ver, sino del escuchar y cumplir la palabra. Pero, en otro sentido, el camino de la historia israelita está lleno de visiones de Dios, que se va manifestando a sus fieles, capacitándoles para ver cosas que otros no ven: Adán veía y conversaba con Dios en el paraíso (Gen 2-3), también Abraham ha visto a Dios, que se le apareció varias veces (Gen 12, 7; 17, 1), lo mismo que Jacob (Gen 36, 1.9). El gran vidente ha sido, entre todos, Moisés (cf. Ex 3, 2. 16; 24, 10…). Israel recuerda, por tanto, visiones de Dios, pero tiende a situarlas al principio de su historia.

Después, desde el tiempo de los profetas, los israelitas en general no ven a Dios, no son un pueblo de videntes, sino de oyentes, es decir, de personas que escuchan la palabra y la cumplen (como decía Dt 4, 12-17). Por eso, las visiones tienden a considerarse peligrosas. En esa línea, Samuel aparece todavía como vidente en sentido positivo (cf. 1 Sam 9, 9.19). Pero después, el mismo Amós no quiere presentarse ya como vidente, sino como profeta que ha escuchado la palabra (Am 7, 12-16).

Desde la perspectiva oficial, el judaísmo del Deuteronomio ha condenado como malos videntes a los profetas que ven (¡sueñan!) y dicen cosas que van en contra de la tradición israelita, tachándoles de malos profetas, soñadores de sueños, añadiendo que ellos merecen la condena más estricta:

«Si se levanta en medio de ti un profeta o un soñador de sueños, y te da una señal o un prodigio, si se cumple la señal o el prodigio que él te predijo al decirte: Vayamos en pos de otros dioses --que tú no conociste-- y sirvámoslos, no escuches las palabras de tal profeta ni de tal soñador de sueños; porque Yahvé vuestro Dios os estará probando, para saber si amáis a Yahvé vuestro Dios con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma. En pos de Yahvé vuestro Dios andaréis, y a él temeréis. Guardaréis sus mandamientos y escucharéis su voz. A él serviréis y a él seréis fieles. Pero tal profeta o tal soñador de sueños ha de ser muerto, porque predicó la rebelión contra Yahvé vuestro Dios que te sacó de la tierra de Egipto y te rescató de la casa de esclavitud» (Dt 13, 1-5).

Ésta es la palabra clave y el criterio del Judaísmo sobre las apariciones (revelaciones, visiones…): ellas deben concordar con la norma fundante de la ley judía, fijada por Moisés en la aparición/visión del Sinaí, tal como ha sido fijada en el Éxodo y canonizada en el Deuteronomio. Existe, por tanto, una “aparición” o revelación normativa, codificada en unos libros oficiales y fijada en una ortodoxia básica (servir a Yahvé). Eso significa que las visiones dejan de ser criterio de discernimiento religioso y quedan relegadas al principio (antes del establecimiento oficial de la fe israelita en el Sinaí) o han de entenderse como puras revelaciones privadas, que valen sólo para aquellos que las reciben, sin que se pueda definir por ellas la fe del pueblo israelita en cuanto tal.

En ese contexto, debemos añadir que el mismo Deuteronomio, que condena a los videntes como “soñadores de sueños”, ha fijado también una ley muy dura contra los fenómenos vinculados a las apariciones religiosas en general.

«Cuando entres en la tierra que Yahvé tu Dios va a darte… no haya entre los tuyos… ni adivino, ni observador de nubes (=astrólogo)… ni hechicero, ni observador de espíritu, ni sabedor de oráculos, ni evocador de muertos. Porque quien practica tales cosas es abominable para Yahvé… (cf. Dt 18, 9-15). De esa manera se ha opuesto el judaísmo a lo que pudiéramos llamar el “supermercado de las visiones”, entre las que destaca la evocación de muertos y la observación de espíritus (Dt 18, 11).


-- La evocación y aparición de muertos
es un fenómeno bien conocido dentro de la Biblia (cf. Saúl y la pitonisa de Endor: 1 Sam 28, 3-25). Desde tiempos muy antiguos, muchos hombres han querido ver y escuchar a sus muertos, creando para ello diversos tipos de técnicas mágico/r eligiosas. Pues bien, en contra de eso, la fe israelita ha condenado con toda fuera ese deseo de ver a los muertos, desarrollando de esa forma una religión al servicio de la vida.

-- La invocación y observación de espíritus. Esta práctica está cerca de la anterior, pues entre muertos (metim) y espíritus (´obim) hay una gran continuidad (casi identidad) para los antiguos y modernos. Los evocadores de espíritus eran y son hombres-mujeres que se dicen expertos en las fuerzas profundas y sagradas de la naturaleza, a la que ponen (=dicen poner) al servicio de la vida humana. Los espíritus pueden habitar en lugares especiales (pozos, fuentes, cuevas, casas, templos, montes, seres humanos...). Sólo el experto, vidente o sabedor de oráculos, parece capaz de entrar en contacto con ellos. Pues bien, en contra de eso, la religión israelita ha querido ser y sigue siendo obediencia a la Palabra de Dios, cumplimiento de su Ley. Por eso, su crítica contra las apariciones (que está también al fondo de Lev 18, 21; 20, 2-5) sigue siendo plenamente actual.

2. Novedad cristiana. La "experiencia" (aparición pascual) de Jesús

El Nuevo Testamento se mantiene en la línea del judaísmo,
de tal manera que acepta en principio todas las cautelas sobre las “apariciones”. Pero introduce una novedad básica, que está fundada en la nueva experiencia de la resurrección de Jesús, vinculada a una nueva visión/revelación, que no niega la del Sinaí (de Moisés, con la Ley), sino que la culmina y completa. Desde ese fondo, ya en una perspectiva derivada, el cristianismo puede hablar también de “apariciones” en el entorno del nacimiento de Jesús y de las visiones apocalípticas del fin de los tiempos.

Como he señalado ya, a lo largo de la historia, han sido muchos los que han visto a un difunto o al espíritu de un muerto que retorna, revelando secretos divinos o inspirando tareas sobre el mundo (como suponen los magistrados judíos de Hech 23, 9 y ratifican los espiritistas modernos de diverso tipo). Hemos dicho también que el judaísmo oficial ha condenado a los “evocadores y videntes de muertos”.

En esa línea, un tipo de judaísmo ha rechazado y puede seguir rechazando a los que “han visto a Jesús”. Los mismos cristianos saben que las experiencias visionarias pueden inducir a engaño (como supone 1 Cor 12-14 y como ratifican varios textos evangélicos: Lc 24, 39; Jn 20, 19-28; Mc 6, 49). Pues bien, a pesar de eso, los primeros cristianos han insistido en las visiones de Jesús resucitado, entendidas no como simple aparición de un muerto, sino como nueva revelación de Dios y del sentido de la vida humana.

El recuerdo de Jesús no está vinculado a una tumba venerable, como la del Rey David, sepultado con honor y gloria en Jerusalén (cf. Hech 2, 29), ni a un espíritu-fantasma, que actúa a través de otros personajes, que reciben su poder y pueden realizar así prodigios (como piensa Herodes del Bautista, a quien había ajusticiado y que se le aparece por Jesús, llenándole de miedo; cf. Mc 6, 14-16). Al contrario, el recuerdo de Jesús se identifica con la vida de sus discípulos, que asumen su mensaje y lo expanden, formando así un cuerpo mesiánico o iglesia.

En ese sentido podemos hablar de una presencia pascual de Jesús, añadiendo que ella constituye el argumento básico de la tradición cristiana, formulada de manera confesional por Pablo: los creyentes alaban a Dios porque ha resucitado a Jesús (Rom 4, 24-25; 8, 11; Gal 1, 1; Col 2, 12; Ef 1, 20; 1 Ped 1, 21; Hebr 13, 20), a quien miran como signo y presencia definitiva de Dios (cf. Rom 10, 9; 1 Cor 6, 14; 1 Tes 1, 9-10). Los sinópticos, reasumiendo antiguas tradiciones de la iglesia, han traducido ese misterio en forma de relato pascual, que puede vincularse con la tradición del sepulcro vacío y de un modo especial con unas apariciones.

Las experiencias pascuales pueden vincularse a la afirmación de que Jesús ha sido raptado al cielo (como supone Pablo en 2 Cor 12, 1-10 y el autor de Ap 4, 1-11) y entenderse así como una anticipación de la venida apocalíptica del Hijo de hombre (cf. Mc 13, 26 y 14, 62 hasta Mt 25, 31), pero ellas son, ante todo, las visiones de un hombre que ha muerto (que ha sido asesinado). De todas formas, aisladas del conjunto de la experiencia de Jesús y de su envío mesiánico, ellas no bastan para fundar la fe pascual. Por eso, Mt 28, 17 afirma que algunos vieron a Jesús en la montaña de la gloria y del envío y, sin embargo, dudaban.

En contra de lo que se ha dicho con frecuencia, los primeros cristianos no eran más influenciables que nosotros, hombres del siglo XXI. Ciertamente, creían en un tipo de visiones, como la que testifica el mismo Jesús (he visto a Satanás caer como un astro del cielo: Lc 10, 18), pero, a su juicio, ellas sólo tenían sentido como expresión de una nueva experiencia de Dios, que se revela y/o aparece por Jesús, ofreciéndoles un modo más profundo de entender su vida actual y de esperar la gloria. En este contexto han podido hablar de una aparición de Jesús resucitado, como presencia y plenitud humana, como revelación de Dios.

En esa línea, la fe cristiana sólo ha podido surgir a través de una experiencia de encuentro pascual de los creyentes con el Jesús muerto en la Cruz. Este encuentro se formula en los relatos de las apariciones, que se han transmitido en formas distintas: se apareció primero a María Magdalena (cf. Mc 16, 9) y a Simón Pedro (Lc 24, 34), con la “lista” oficial que ofrece Pablo (1 Cor 15, 3-8).

Estas “apariciones” son una expresión de la presencia de Jesús en los creyentes. Por eso, resulta secundaria la forma en que los diversos cristianos del principio “han visto” (es decir, el tipo de visión externa), porque lo que importa es la experiencia de presencia (de vida) de un hombre especial, que ha muerto por anunciar el reino de Dios. Esta aparición/presencia personal de Jesús en aquellos que le acogen y siguen anunciando su Reino es el centro del cristianismo.

En el fondo de la confesión pascual cristiana hay una experiencia de revelación de Jesús y de visión que desborda todos los modelos anteriores.

No es la visión de un muerto como tal, ni de un posible espíritu (cosas condenadas por Dt 18, 11).
No es tampoco la experiencia del Dios de la Ley que se revela en la montaña del Sinaí (cf. Ex 19-34), sino la “revelación del mismo Jesús” en su plenitud mesiánica, la revelación de su identidad pascual, es decir, de la verdad de su mensaje, vinculado ya a la verdad de su vida.

Los textos son bien conocidos, como he dicho (cf. Mc 16,1-8.9; Mt 28,1-10; Jn 20,11-18; 1 Cor 15,3-8 etc.), y no deben entenderse de un modo “historicista”, como si quisieran transmitir el “protocolo” de unas apariciones concretas, tal como tuvieron lugar en unos días y lugares determinados, después de la muerte de Jesús, sino que transmiten algo mucho más hondo: la experiencia de encuentro con Jesús, que los cristianos pueden y deben actualizar en su propia vida.

Estas “apariciones” son históricas en el sentido radical, pues sin ellas resulta imposible entender el despliegue del cristianismo,
que se identifica con el testimonio de la verdad y presencia “viviente” de un hombre a quien han asesinado por haber iniciado un movimiento de Reino, pero no han de entenderse, como digno, en sentido historicista. Los primeros cristianos han experimentado a Jesús, “descubriéndole” como presencia de Dios y comienzo de la nueva humanidad. Para ellos, la “aparición” de Jesús ha sido una revelación apocalíptica: han “visto” a Jesús como “hombre final”, dejándose transformar por él, como principio de la humanidad definitiva.

En un sentido, esa experiencia está vinculada a la capacidad vidente de esos discípulos, que ahora son capaces de ver algo que antes no veían... En esa línea, esa aparición se sitúa en el contexto de las experiencias apocalípticas, descritas en 1 Hen 14 (el viejo escriba "veía" el misterio de Dios) y Dan 7 (el profeta "veía" a Dios y al Hijo del humano), pero con una diferencia muy significativa.

Pablo y los primeros discípulos pascuales "han visto", pero no a Dios, ni a un personaje del pasado simbólico o del futuro mítico de Israel, sino al mismo Jesús, muerto por anunciar el Reino; le han visto (han descubierto en el fondo de la vida su presencia) y le han identificado como el hombre definitivo, hombre de Dios. En ese sentido podemos hablar del Apocalipsis cristiano, sabiendo que “apocalipsis” significa revelación: Dios mismo ha revelado a Jesús crucificado y sus discípulos le han visto, porque se les ha “aparecido” (cf. Rom 1,17; 1 Cor 2, 10; Gal 1, 12.16).

No se trata por tanto de “una aparición más”, sino de la aparición nueva y definitiva, del descubrimiento de la nueva humanidad, que se identifica con Jesús (no con Henoc o a un personaje angélico). La humanidad nueva “es” Jesús. Por eso, los cristianos saben que la historia, culminada ya y centrada en Cristo recibe en él sentido nuevo y así lo “han visto”. De esa forma, la “aparición pascual” se identifica con la visión del hombre nuevo. Con Jesús ha culminado el tiempo y se ha “revelado” la nueva humanidad, como han destacado de formas convergentes y complementarias los testimonios del Nuevo Testamento (los sinópticos Pablo y Marcos, las tradiciones de Hebreos y Juan).

Éste es el giro epistemológico y mesiánico, el cambio radical del cristianismo. Todos los intentos de explicarlo como simple evolución de algo anterior han fracasado: la iglesia ha nacido, dentro del judaísmo, como expresión de un salto cualitativo, vinculando precisamente a la aparición (experiencia apocalíptica) de la presencia de un crucificado, rechazado por la legalidad vigente, que está vivo y sigue poniendo en marcha su movimiento de Reino.

Desde este fondo resulta secundarias las otras apariciones que ha contado el Nuevo Testamento, en el contexto del nacimiento de Jesús: aparición del ángel de la anunciación (cf. Lc 1 y Mt 1), lo mismo que las “apariciones” de ángeles y seres sobrenaturales en el Apocalipsis. Más secundarias son aún las posibles apariciones de Jesús y/de la Virgen María a determinados santos (Catalina de Siena, Teresa de Jesús) o las apariciones vinculadas al surgimiento de lugares de culto (como Lourdes en Francia o Fátima en Portugal). Todas ellas pertenecen al plano de las revelaciones privadas.
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