David, Jesús, Francisco. Arreglar las cosas en Jerusalén

Jerusalén es una bendición y un problema, como hemos podido ver estos días en la prensa. Pongo tres nombres, los tres han querido arreglar las cosas en Jerusalén, el tercero con una gran viñeta:

1. Hacia el año mil AC, David quiso convertir la vieja ciudad sagrada de los jebusitas en capital y centro del Reino israelita, de su Reino. Años después, Salomón construyó en la era sagrada de Arauna el gran templo que sigue siendo causa de disputas. Jerusalén, ciudad de David, sigue siendo un lugar conflictivo, después de treinta siglo.

2. Hace dos mil año, Jesús quiso convertir Jerusalén, par comenzar allí su Reino, la reconciliación de Dios. Parece que no lo consiguió, al menos en un sentido externo, pues los de Jerusalén acabaron por matarle. Así difícilmente podemos decir que Jerusalén es la Ciudad de Jesús, aunque se mensaje y proyecto sigue íntimamente ligado a la ciudad, como he venido viendo estos días, con eso de la Ascensión (de Jerusalén al cielo, de Jerusalén al mundo entero).

3. Hace unos días ha estado por allí el Papa Francisco, hablando con los líderes políticos que quieren dominar la ciudad... De los resultados de su viaje ha tratado la prensa. He escogido esta viñeta, en la que aparece agarrando de la oreja al jefe judío y al jefe palestino... entre los altos muros de las lamentaciones del templo caído y de las divisiones y fronteras militares.



No sé si Jesús tendría que haber agarrado de la oreja a Pilatos y a Caifás,que bien lo merecerían. Pero fueron ellos los que le cogieron por las manos y los pies y le clavaron en la cruz de la colina de las calaveras...

Ahora les coge Jesús, al judío y al palestino, y les quiere llevar al Vaticano, tras un viaje lleno signos, para hablar allí de la ciudad de unos y otros, y de la paz en Jerualén (paz política).

Ciertamente, toda comparación entre David, Jesús y Francisco debe tomarse con muchísimo cuidado... pero una reflexión sobre el tema puede ser conveniente. Para ello tomo como texto, para quienes quieran seguirlas... las tres primeras entradas de Jerusalén en mi Diccionario de la Biblia.

Buen fin de semana... con David, Jesús, Francisco, desde Jerusalén.

Jerusalén 1. Ciudad israelita (→ Sión, templo, monarquía).

La historia de Jerusalén se hallaba en el principio desligada de la federación de las tribus de Israel. Era una ciudad pagana, habitada por los jebuseos, bien defendida sobre una colina, rodeada de tierras que habían ido conquistando los hebreos. Por su misma importancia estratégica o por pacto con los israelitas, como recordarían las relaciones de su rey Melquisedec don Abrahán (Gen 14, 18), los jebuseos conservaron su ciudad, mientras crecían hacia el sur los habitantes de Judá y hacia el norte iban triunfando los grupos israelitas de las tribus de Benjamín y Efraín.

(1) Ciudad de David. Pero un día, hacia el 1000 a. C., David unió a sus hombres y conquistó la ciudad, convirtiéndola en centro de su nuevo reino: «Entonces marchó el rey con sus hombres a Jerusalén contra los jebuseos que moraban en aquella tierra; los cuales hablaron a David, diciendo: Tú no entrarás acá, pues aun los ciegos y los cojos te echarán... Pero David tomó la fortaleza de Sión, la cual es la ciudad de David» (cf. 2 Sam 5, 6). Era una ciudad bien protegida, pero parece que los soldados de David entraron por el canal del agua (cf. 2 Sam 5, 8) y David la conservó bajo su poder. En general, el territorio de Palestina iba cayendo en manos de las tribus de Israel, que formaban un tipo de federación social y religiosa. En contra de eso, David conquistó la ciudad de Jerusalén, pero no para las tribus, sino para él mismo, convirtiéndola en propiedad de la monarquía, ciudad real. Lógicamente, David quiso sacralizar su capital, dándole un valor religioso, a fin de que las tribus, que hasta entonces no tenían capital, vinieron a centrarse en ésta, que será desde entonces el signo de unidad de los israelitas, especialmente de los que formarían parte del reino del sur. La sacralidad de Jerusalén se funda en dos motivos. (a) Hay un factor israelita, expresado en el traslado del → Arca de la alianza (cf. 2 Sam 6) y en la construcción posterior del → templo de Jerusalén. (b) Hay un factor no israelita. Todo nos permite suponer que Jerusalén era una ciudad sagrada ya antes de la conquista de David; en ella se veneraba al Dios Altísimo (El Elyon), «creador del cielo y de la tierra» (Gen 14, 19). Como buen político, David quiso unificar las dos tradiciones religiosas. Por un lado, se declaró protector de la religión israelita, representada por el Arca de la Alianza. Pero, al mismo tiempo, quiso ser continuador de los valores sacrales anteriores, centrados en el Dios de la ciudad, creador de cielo y tierra. De esa forma, el mismo Dios Yahvé, propio de Israel, vino a identificarse con el Dios de la ciudad, de manera que se podrá afirmar que «reside en el monte Sión, que aparece así como « montaña de la casa de Yahvé» (cf. Is 1, 21; 2, 2-4; 9, 19; Miq 4, 1).

(2) Ciudad profética, madre divina. Jerusalén cayo en manos de los invasores babilonios (587 a. c.), pero fue reconstruida y vino a convertirse para los profetas postexélicos en lugar privilegiado de presencia y promesa de Dios, apareciendo, incluso, como signo de la nueva humanidad:«Alegraos con Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis; alegraos de su alegría, con ella, todos los que por llevasteis duelo mamaréis de sus pechos, os saciaréis de sus consolaciones, chuparéis las delicias de sus senos abundantes...(Is 66, 10-13) El orante israelita se siente así como un niño que anhela y busca la ternura de la Madre, representada por Jerusalén (Hija Sión, Ciudad engendradora, de pechos abundantes). Ésta es la necesidad suprema, éste el primero de todos los deseos de los fieles: saciarse de leche, sentir la dulzura de unos pechos maternos, recibir el sustento firme de unas rodillas donde asentarse Pues bien, en el fondo de esa Madre Jerusalén viene a revelarse el mismo Dios Yahvé, que aparece recibe ya rasgos maternos. Es como si hubieran terminado las duras experiencias de la historia, las normas religiosas impuestas desde arriba. Los creyentes se saben pequeños y así quieren sentirse ante Dios, como hijos de la ciudad sagrada, que les ofrece la promesa de la vida.

(3) Jerusalén, ciudad del fin de los tiempos. Así la ha descubierto, por ejemplo, el vidente de 1 Henoc, cuando dice que «desde allí fui andando por el centro de la tierra y vi un lugar bendito» (1 Hen 26, 1), que es Jerusalén donde hay «un árbol cortado de vástagos vigorosos», que parecen evocar el «resto de Israel» (cf. Is 4, 3: 6, 13; Miq 5, 6). Éste es el lugar donde vuelve a florecer el tronco de Jesé, en la línea de David (cf. Is 11, 1), de manera que allí donde la vida parecía ya truncada (pueblo roto, árbol cortado), surge por la acción de Dios la vida, en esperanza escatológica. En ese contexto se habla de una tierra bendita, vinculada al «Monte Santo» (Sión) del que brota hacia el oriente el → agua de la que hablaron los profetas (cf. Ez 47). Fuera de la ciudad quedará el valle maldito (gehenna, → infierno) donde «serán reunidos todos los que profieran por sus bocas palabras inconvenientes contra Dios y digan cosas contrarias a su gloria». En el entorno de Jerusalén se realizará por tanto el juicio: «en los últimos tiempos tendrá lugar el espectáculo del justo juicio contra ellos (los condenados de la gehenna), ante los justos, por la eternidad. Los que han obtenido misericordia del Dios de la gloria le bendecirán allí todos los días...» (1 Hen 26, 1-27, 4). Avanzando en esa línea, la visión de la nueva Jerusalén constituye el culmen y sentido del libro del Apocalipsis cristiano: «Yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su esposo... Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal» (Ap 21, 2.10). Esta es la → ciudad perfecta, en la que Dios habita con los hombres, el verdadero paraíso. «Me mostró entonces un Río de agua viva, transparente como el cristal, que salía del Trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza de la ciudad, a uno y otro lado del río, había un Árbol de vida que daba doce cosechas, una cosecha cada mes, cuyas hojas servían para curación a las naciones. Y no habrá allí nada maldito. Y en ella estará el Trono de Dios y del Cordero y sus siervos le rendirán culto; y contemplarán su rostro y llevarán su nombre escrito en la frente. Ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámpara ni luz de sol; el Señor Dios les alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22, 1-5). Jerusalén, Ciudad de las Piedras Preciosas aparece así como y Jardín y Paraíso de Dios, con el Río y la alameda del Árbol de la Vida.
(cf. J. GONZÁLEZ ECHEGARAY, Pisando sus umbrales. Historia antigua de la ciudad, Verbo Divino, Estella 2005; R. J. Z. WERBLOWSKY, El significado de Jerusalem para judíos, cristianos y musulmanes, Jerusalem, 1994).

Jerusalén. 2. Ciudad de Jesús (→ muerte).

La relación de Jesús con Jerusalén forma parte de su destino profético. En un primer momento, Jesús había dejado el desierto de Juan Bautista y de las tentaciones (cf. Mc 1, 1-13), para anunciar el reino en Galilea (Mc 1, 14-15), cumpliendo el oráculo antiguo: «¡Zabulón y Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que moraba en tinieblas vio una luz grande» (Mt 4, 13-16; cf. Is 9, 1-2). Pero después, en otro cambio decisivo, Jesús dejó Galilea para anunciar su mensaje en Jerusalén, como ha puesto de relieve toda la tradición sinóptica, a partir de Mc 8, 31 par.

(1) Un profeta debe morir en Jerusalén. A pesar de haber anunciado el mensaje del Reino en Galilea (o precisamente por ello), Jesús sabe que su vida de profeta debe culminar en Jerusalén, ciudad donde ha de darse manifestarse el rey Mesías. «Vinieron algunos fariseos y le dijeron sal y marcha de aquí, ¬porque Herodes quiere matarte. Y les respondió id y decidle a esa zorra que yo expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana y al tercer día acabaré mi obra. De todas formas, es preciso que hoy, y mañana y el tercer día yo vaya avanzando, por¬que no conviene que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13, 31 33). Herodes, tetrarca de Galilea, se siente molesto con Jesús y busca el modo de matarle (como ha matado a → Juan Bautis¬ta). Los fariseos, que aquí parecen amigos, le indican el peligro y Jesús contesta rechazando la pretensión de Herodes (¡zorra!) y manteniendo su camino mesiánico; pero añade que Herodes no tiene que preocuparse, pues su destino final no se juega en Galilea sino en Jerusalén, donde quiere subir como profeta, para presentar allí su mensaje.

(2) Entrar en Jerusalén. No viene simplemente a predicar y a curar, como un sencillo mensajero moralista, sino para llevar hasta el final su destino y tarea de Mesías, poniéndose él mismo y poniendo a Jerusalén en manos de Dios. Este es el momento decisivo de la historia. Como nuevo y auténtico David (cf. 2 Sam 4, 6 9, 1 Rey 3, 1; 2 Rey 16, 20), Jesús viene a tomar Jerusalén (Ciudad del gran Rey: Mt 5, 36), para ofrecerle su Reino. Acercándose la → pascua, fiesta judía de la libertad, sale de su ocultamiento y sube a Jerusalén, abiertamente, como profeta mesiánico del reino. Le acompañan algunos discípulos y/o amigos, que después le abandonarán, porque esperaban quizá un prodigio externo, aunque han dicho: «Subamos también nosotros y muramos con él» (Jn 11, 16). Esta subida no es el impulso ingenuo de un simple campesino galileo que viene emocionado a la ciudad sagrada, ni un gesto violento, como el de los soldados de liberación que, pocos años después (el 66-67 d. C.), tomarán la ciudad expulsando a los romanos. Muchos judíos habían soñado conquistarla y liberarla para siempre, con la ayuda de un Dios entendido a veces como fuente de violencia. Pues bien, en nombre de un Dios de paz entró Jesús en la ciudad de las promesas, no para conquistarla, sino para ofrecer allí su mensaje y camino de liberación universal: «Entonces trajeron el asno y echaron encima sus mantos y Jesús se sentó sobre el asno. Y muchos tendieron sus mantos en el camino y otros pusieron las ramas que habían cortado de los campos. Los que iban delante y los que le seguían, gritaban: ¡Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor. Bendito el reino de nuestro padre David que viene. ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11, 7-10, cf. Mt 21, 5). No necesita soldados, ni instituciones de violencia. Unos cantan, otros callan, los jerarcas se inquietan.

(3) Como rey de paz. Jesús entra en la ciudad del reino y las promesas sobre un asno prestado. No cabalga en caballo victorioso, no conduce un ejército que avanza puesto en pié para la guerra. Trae un mensaje de paz y como signo de paz escoge su cabalgadura. Evidentemente, se trata de un asno de rey por eso deja que lo cubran con mantos y él se monta, como en un trono solemne de realeza (así lo destaca Mt 21, 5, citando a Zac 9, 9). De esa forma avanza, rodeado por la muchedum¬bre que le aclama y canta, cantando la llegada del reino prometi¬do. Ésta es la verdadera toma de la ciudad. Jesús viene en son de paz, mientras sus acompañantes cantan la gloria de Dios que se revela como salvador sobre la tierra (¡Hosanna!). Significativa¬mente, la palabra del canto ha vinculado dos venidas: por un lado, viene Jesús en nombre de Dios; por otro lado, con Jesús viene el reino de David, se cumplen las promesas. Difícilmente se podría haber hallado un signo más potente y denso de esperanza. Viene Jesús como rey de paz ante las puertas de la gran ciudad. Antes que él han venido miles y millones de guerre¬ros, con aire de conquistadores. Después vendrán también muchos miles. Quieren conquistar la ciudad, cambiar el mundo por la fuerza. En medio de ellos, como Mesías de Dios y rey de paz, sigue viniendo Jesús, montado sobre un asno de fraternidad. Viene rodeado por un grupo de amigos que le cantan porque siguen esperando el verdadero reino de Dios en el camino y meta de la historia. De esa forma conquista simbólicamente la ciudad: como Mesías sin soldados, como alguien a quien pueden apresar o matar, ha entrado en Jerusalén, sobre un asno, no en caballo o con carros de combate, para ofrecer su proyecto a los marginados y excluidos de la tierra. Va con unos amigos que cantan la gloria de Dios y de su Reino.

(4) Jerusalén rechaza a su Rey. La tradición cristiana sabe que Jerusalén no ha querido recibir a su Cristo, no ha creído en su mensaje, y de esa forma sigue optando por un mesianismo victorioso con leyes de represión, soldados y cárceles. El Dios de su templo necesita violencia y cárcel para mantenerse. Jesús responde llorando, no por él, sino por la ciudad que, al rechazar la llamada de la paz, se entrega en manos a los profesionales de la muerte: «llegarán los días en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco y te arrasarán, a ti y a tus hijos, no dejando piedra sobre piedra, porque no reconociste el tiempo de Dios...» (Lc 19, 43-44). Para los cristianos, Jerusalén aparece así, ante todo, como la ciudad donde Jesús fue crucificado, bajo el poder de los sacerdotes del templo y del procurador romano. Jesús había venido para anunciar la llegada del Reino de Dios, pero los poderes de este mundo le condenan a muerte. De ahora en adelante, la ciudad de Jerusalén será la ciudad de la cruz y del sepulcro vacío. El evangelio de Marcos y el Mateo piden a los discípulos de Jesús que dejen Jerusalén (con la tumba inútil) y que vuelvan a Galilea, para iniciar allí de nuevo el camino de la iglesia (Mc 16, 7-8; Mt 28, 16-20). Pero Lucas ha insistido en el valor de Jerusalén, de manera que tanto al final del evangelio como al principio del libro de los Hechos ha situado en Jerusalén la experiencia pascual, la venida del Espíritu Santo (→ Pentecostés) y el comienzo de la iglesia.

(cf. F. DE LA CALLE, Situación al servicio del kerigma. Cuadro geográflco del evangelio de Marcos, Pontificia, Salamanca 1975; F. DÍEZ, El Calvario y la Cueva de Adán, Verbo Divino, Estella 2004; D. JUEL, Messiah and Temple: The Trial of Jesus in the Gospel of Mark, Scholars P., Missoula MO 1977; W. R. TELFORD, The Barren Temple and the Withered Tree, JSNT SupSer 11, Sheffield 1980; J. WILKINSON, La Jerusalén que Jesús conoció, Destino, Barcelona 1990).

Jerusalén. 3. Ciudad cristiana (→ iglesia 1, Pedro, Esteban, Santiago).

En un momento dado, tras la experiencia pascual, Pedro y los Doce, se trasladaron a Jerusalén, para formar allí una comunidad escatológica, esperando la cercana manifestación de Jesús resucitado, que inauguraría el Reino. Pero las cosas sucedieron de otra manera.

(1) Pedro y los Doce. Ellos elevaron en Jerusalén su propio signo mesiánico (inspirado en Jesús), como otros grupos judíos (especialmente esenios), que esperaban también la llegada del tiempo final, basándose en diversos signos o escrituras. Pues bien, esta función intra-judía de la iglesia de Pedro y de los Doce fue decayendo por varios motivos: surgieron nuevos movimientos interiores (como el de los helenistas), hubo un rechazo exterior (con persecuciones dirigidas por la autoridad del templo), el conjunto de los habitantes de Jerusalén no respondieron a la llamada mesiánica de los seguidores de Jesús... Por otra parte, la esperanza que anunciaban y simbolizaban se atrasaba y Jesús no llegaba para a retomar su obra, reinstaurando en Jerusalén el pueblo de las Doce Tribus con su Reino. Pues bien, aquello mismo que en un plano pudo parecer fracaso vino a presentarse, en otro plano, como triunfo, pues permitió el surgimiento y despliegue de dos (tres) iglesias o tendencia eclesiales.

(2) Helenistas y hermanos de Jesús. De manera paradójica (pero consecuente), en poco tiempo, los Doce perdieron su importancia y fueron desapareciendo, sin haber cumplido externamente su misión, sin que el conjunto de Israel hubiera aceptado el mensaje de Jesús y de su pascua. En lugar de ellos se elevaron estos grupos o tendencias: (a) Los helenistas (cf. Hech 6-8) que abrieron el mensaje de Jesús a los gentiles, suscitando el rechazo de algunos «celosos» de la Ley, como Saulo, que más tarde se unirá a este grupo y será su portador más significativo; (b) Santiago y los hermanos de Jesús, partidarios de una iglesia judeo-cristiana, que irá desarrollando una profunda lectura moral y universal de la Ley, para transformar desde dentro el judaísmo, como parecen indicar los estadios más antiguos de Mateo y Juan, con la carta de Santiago. (c) Pedro deja de actuar pronto como cabeza del grupo, pues cuando abandona Jerusalén, hacia el año 43 d. C. (cf. Hech 12) el grupo de los Doce (vinculados de un modo mesiánico con la Ciudad del Templo) ha perdido su importancia, para convertirse en referencia simbólica de los orígenes judíos de la iglesia. Cesan los Doce y Pedro se suma de algún modo a la misión de los helenistas, vinculándose con ellos en Antioquia, donde le hallaremos (cf. Hech 15; Gal 4). De esa forma, prescindiendo de las mujeres y los galileos, quedan en la iglesia dos líneas cristianas principales: los judeo-cristianos de Jerusalén, centrados en Santiago, pariente de Jesús, ocupan de algún modo el espacio de Pedro y de los Doce, como representantes de la esperanza israelita; los helenistas, entre quienes hallamos a Esteban y Felipe y luego a Pablo, destacan la muerte y pascua de Jesús como principio de salvación universal.

(3) Santiago. La iglesia judeo-cristiana de Jerusalén. No tenemos datos suficientes para precisar mejor los itinerarios, pero lo cierto es que, al final de un proceso que parece haber sido muy rápido, descubrimos que en Jerusalén se alzó (y permaneció) Santiago, el hermano de Jesús, con otros parientes, que fundaron ya una iglesia estrictamente dicha, es decir, una comunidad judeo-cristiana fiel al templo de Jerusalén, pero vinculada a la memoria mesiánica de Jesús, a quien conciben como heredero de las promesas de Israel. Santiago y su grupo, centrado en los hermanos de Jesús, no son dependientes de Pedro y los Doce, sino portadores de una experiencia pascual propia (que Pablo y Lucas suponen válida: cf. en 1 Cor 15, 7; Hech 1, 13-14). Ellos «han visto a Jesús», esperan su venida mesiánica en Jerusalén y se sienten portadores de una misión que les vincula a la ciudad sagrada, con sus tradiciones y su templo, su ley y su esperanza, pues allí debían reunirse, conforme a la promesa profética más honda, todas las naciones. Santiago y su grupo aparecen así como «cristianos» autónomos, al lado de Pedro con los Doce y de Pablo con los helenistas. Los de Santiago tienen su propia visión de Jesús y de su relación con Jerusalén, como «ciudad del Gran Rey» (cf. Mt, 35). Son autónomos, pero no están separados, ni forman una secta, sino que mantienen la comunión no sólo con Pedro, sino con el mismo Pablo, como sabe Hechos 15 y Gal 4. De esa forma se elevan como testigos de la variedad y riqueza de la herencia de Jesús, en la línea del mesianismo profético judío, que interpretaba a Jerusalén como Ciudad del Gran Rey, es decir, como lugar donde se mostraría Jesús, Luz de Dios, con un resplandor de gloria universal, para confirmar la esperanza judía y recibir después a todos los gentiles, abiertos, al fin, a la esperanza del Mesías. Como testigos y garantes de esa fe mesiánica judía, se alzaron, en gesto de pobreza radical, Santiago y sus hermanos, creando una ekklesia o comunidad mesiánica en el mismo Jerusalén, en los años centrales del cristianismo naciente (entre el 40 y el 70 d. C. ).

(4) Iglesia de Jerusalén, autoridad central. Esta iglesia mantuvo un tipo de autoridad de referencia o arbitraje sobre el resto de las comunidades, como supone Hechos 15 (y algunos textos polémicos de Pablo). No intentó extender directamente su jerarquía (obispado o papado de Santiago), sobre otros posibles obispos, como hará la iglesia posterior de Roma, ni dominar a las iglesias helenistas (como sabe Hech 15), pero quiso mantener y mantuvo su propia experiencia de evangelio, en línea de pobreza y radicalidad moral (como supone la santa de Santiago). Pablo aceptó el valor de esta iglesia y la entendió como principio y casi como modelo de las otras (cf. 1 Tes 2, 14-16), ofreciéndole incluso un tributo monetario, como signo de reconocimiento (cf. 1 Cor 16, 1-4; 2 Cor 8, 9; Rom 15, 22-33 etc), aunque se opuso a los que, en nombre del «grupo de Santiago» quisieron imponerle su visión de iglesia. En ningún lugar se dice que Santiago y Pablo se opusieron, pero pudieron haberse dado choques entre los partidarios de uno y otro grupo, aunque los campos eclesiales están delimitados en Gal 2 y Hech 15. Sea como fuere, la iglesia de Jerusalén, centrada ya en torno a Santiago y definida como iglesia de los pobres, de un modo real y simbólico (cf. Gal 2, 10; Rom 15, 26), tuvo una aguda conciencia, sagrada y mesiánica, organizativa y legal, hallándose animada (presidida) por los hermanos de Jesús (cf. Mc 3, 31-35). Los miembros de ella habrían supuesto que el auténtico intérprete del Cristo y guía de la iglesia no era Pedro (como dirá Mateo 16, 18-20, contestando quizá a las pretensiones de los judeo-cristianos), sino Santiago, como suponen diversos estratos del Nuevo Testamento e incluso Ev. Tomás 12, que asume y transforma tradiciones de este grupo (uniéndolas quizá con otras de origen galileo).

(5) Fracaso de la iglesia de Jerusalén. Fue la gran iglesia del principio, el primer «experimento cristiano» a gran escala (después del que pudieron haber representado Pedro y los Doce). De todas formas, también esta iglesia fracasó, por razones que pueden resumirse así. (a) Por conflictos internos, como los que aparecen en otros grupos judeo-cristianos posteriores, representados por los evangelios de Mt y Jn. (b) Por la persecución del judaísmo oficial, que culminó cuando el Sumo Sacerdote hizo matar a Santiago, el año 62 (como había hecho matar antes a Jesús). (c) Por la situación político-social, que desembocará en la guerra del 67-70 d. C., sin que Jesús viniera a revelarse externamente como Hijo de hombre glorioso. (c) Porque aquellos que lograron extender el mensaje y movimiento de Jesús fueron otros grupos cristianos (helenistas y Pablo, con Pedro) que desligaron el evangelio de la esperanza mesiánica inmediata de la ciudad de Jerusalén. Posiblemente, esta iglesia de Jerusalén, muy centrada en la Ley de Israel (reinterpretada por Jesús y formulada de manera radical por Santiago, su hermano), careció de capacidad de adaptación o creatividad. Era una iglesia austera de pobres israelitas, pero no supo o no quiso abrir con sus llaves la puerta de la Ley a los gentiles, reinterpretando para ello la ley (como harán los helenistas y ratificará Pedro según Mt 16, 17-19). También ella fracasó y comenzó a desaparecer tras el 70 d. C. A pesar de su fuerte organización (o quizá por causa de ella) no fue capaz de mantenerse, pero muchos de sus testimonios (recogidos en diversas tradiciones de los evangelios sinópticos) han influido en el cristianismo posterior.

(6) Pervivencia de la iglesia de Jerusalén. Sus restos se mantuvieron durante casi dos siglos, en grupos judeocristianos de tipo ultra-legalista y en gnósticos anti-legalistas (los extremos suelen vincularse) que terminaron por agotarse y desaparecer, fuera de la Gran Iglesia. De todas maneras, su intención más honda, vinculada a la raíz israelita del evangelio, no se ha cumplido todavía y queda aún pendiente (como la intención de los Doce): no se ha cumplido aún la esperanza de las tribus de Israel o de la ciudad de Jerusalén, que, conforme a los profetas, será, como su nombre indica, ciudad de paz, lugar de concordia para todos los pueblos de la tierra. Aquellos judeo-cristianos fracasaron, pero el ideal de Jesús, a quien veneraban como Mesías de la esperaza mesiánica sigue vivo. No se cumplió lo que querían, no vino el Mesías de la forma en que le estaban aguardando y algunos fueron perseguidos por los sacerdotes oficiales, otros perecieron en la guerra del 67-70 d. C. y otros se dispersaron o buscaron caminos distintos (incluso de tipo gnóstico, quizá por reacción intimista ante el fracaso de su identidad externa). Fracasó su modelo de mesianismo, pero su tarea básica sigue siendo importante: el evangelio de Jesús debe mantener sus conexiones con el pueblo judío, cuya esperanza mesiánica comparte, asumiendo, al mismo tiempo, la suerte de los crucificados de la historia.

(7) Interpretación mística. Lógicamente, para asumir e interpretar viejos oráculos proféticos, algunos seguidores de Jesús distinguieron dos ciudades de Jerusalén, una del mundo, otra del cielo. Así lo dice Pablo: «Existen dos alianzas. La primera sobre el monte Si¬naí, que se realiza en clave de servidumbre; ella co¬rresponde a la actual Jerusalén, que vive como sierva, ¬con todos sus hijos. En cambio, la Jerusalén de arriba es libre; ella es nuestra madre» (Gal 4, 24 26). Esta Jerusalén superior es la que viene a manifestarse a través de la igle¬sia: es la ciudad de los que viven dirigidos por la fuerza del Espíritu, conforme a la promesa de la gracia. Dentro de esa misma perspectiva, aunque en clave teológica diversa, se sitúa la carta a los Hebreos. «No os habéis acercado a un monte tangible y a un fuego ardiente (Sinaí, Jerusalén antigua, Antiguo Testamento)¬. Os habéis acercado al monte Sión, a la ciu¬dad del Dios vivo, la Jerusalén celeste; a los mi¬llares de ángeles en fiesta, a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo..., al mediador de una nueva alianza, que es Jesús» (Heb12, 18 24). Los cristianos se han acercado, por tanto, a la nueva Jerusalén, de la que trata de manera extensa el Apocalipsis: «Me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, radiante con la gloria de Dios...» (Cf. Ap 21, 2). Del camino que lleva de la vieja ciudad de este mundo a la nueva ciudad escatológica trata el conjunto del Nuevo Testamento. Mientras tanto, la Jerusalén de este mundo ha seguido existiendo, bajo el dominio de romanos y bizantinos, de árabe y turcos y, finalmente, en manos de los judíos sionistas que la han convertido, por su enfrentamiento con otros musulmanes islamistas, en uno de los focos mayores de conflicto de todo el planeta.


(cf. R. AGUIRRE, La iglesia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao 1989; J. L. LEÓN AZCÁRATE, Santiago, el hermano del Señor, Verbo Divino, Estella 1998; L. SCHENKE, La comunidad primitiva, BEB 88, Sígueme, Salamanca, 1999; E. W. STEGEMANN y W. STEGEMANN, Historia social del cristianismo primitivo. Los inicios en el judaísmo y las comunidades cristianas en el mundo mediterráneo, Verbo Divino, Estella 2001; G. THEISSEN, Teoría de la religión cristiana primitiva, Sígueme, Salamanca 2002; S. VIDAL, Los tres proyectos de Jesús y el cristianismo naciente, Sígueme, Salamanca 2003; F. VOUGA, Los primeros pasos del cristianismo. Escritos, protagonistas, debates, Verbo Divino, Estella 2001).
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