(Eu 8) Esto es mi Cuerpo: Todo es cuerpo mío, pan ofrecido y compartido

El signo eucarístico del pan retoma y actualiza el gesto culminante del mensaje y de la vida de Jesús en Galilea, tal como aparece en las (cf. Mc 6, 30-44; 8, 1-10), y tal como se expresa en el relato del único pan en la barca pan en la barca, según el evangelio de Marcos (cf. Mc 8, 14-21).

Los discípulos no lo habían entendido (cf. 8, 21), y así, sobre su propia incomprensión, había trazando Jesús, en el evangelio de Marcos, su camino de entrega, iniciado en 8, 27-9, 1 y expresado de un modo ejemplar en su palabra sobre el templo/higuera del judaísmo (cf. 11, 12-26).

Ahora ellos deberían comprender (aunque veremos por 14, 27-72 que tampoco han entendido). En el momento final de la Cena, cuando culmina su camino, Jesús les dice claramente que el pan es su cuerpo, que su cuerpo es pan, ofrecido, compartido, que todo cuerpo es suyo. De es forma dice, en el fondo, que la vida humana (el ser del hombre en el mundo) es el cuerpo eucarístico de Dios.

A Dios no se le encuentra en una idea separada, ni en un tipo de vida espiritual impuesta o mantenida a golpe de decreto, sino en el pan compartido de la vida. Éste ha sido el descubrimiento final de Jesús, el secreto de su mesianismo, según Marcos.


− Tomando pan (arton).

De los panes y peces del campo, que expresaban el gozo mesiánico del pueblo que se unía y saciaba en la comida, pasamos al mismo Jesús que, dando el pan, se da a sí mismo, para crear de esa manera el cuerpo mesiánico. Entre las multiplicaciones y la eucaristía se establece un camino de ida y vuelta: sólo se multiplica el pan allí donde el creyente entrega su vida por los otros, volviéndose comida y creando comunión con (para) ellos (como hace Jesús). El signo central de la pascua judía era el cordero sacrificado y compartido en familia de puros. La pascua cristiana se centra en el pan que Jesús ofrece a todos, ofreciéndose él mismo por ellos.

Jesús no necesita un signo enigmático o difícil. De la historia de su pueblo (y de los pueblos de occidente) le ha llegado el pan, que ha estado siempre en el centro de sus gestos y mensaje (multiplicaciones, Padrenuestro, tentaciones....), pues ha sido profeta del alimento compartido. Con el pan en la mano le hallamos ahora, completando el gesto de la mujer del vaso de alabastro (que llevaba perfume en su mano).

No necesita cordero pascual y tampoco se dice que tome los ázimos “santos”. Como hemos indicado, pensamos que la Última Cena de Jesús no fue en la vigilia de Pascua, sino la noche anterior, de manera que pudo celebrarse con panes normales, pues la semana de los ázimos comenzaba con la fiesta de pascua; en esa segunda línea se sitúa la tradición de la iglesia oriental, que emplea pan fermentado, a diferencia de la occidental, que prefiere los ázimos par la eucaristía.

Sea como fuere, Jesús aparece, al fin de su vida, como mesías del pan en la mano, presidiendo una comida de amistad, que debe abrirse desde sus discípulos a todos los humanos.

− Lo bendijo, lo partió y se lo dio.

Es evidente que al fondo de ese signo se halla el gesto de un padre de familia (o representante de grupo) que, presidiendo la mesa, pronuncia la oración y reparte el pan. Pero aquí se actualiza también el recuerdo de las multiplicaciones de Jesús que toma los panes, bendice a Dios, los parte... (6, 41; 8, 6). De todas formas, en medio de la continuidad hay una profunda diferencia. Antes, en las multiplicaciones, Jesús daba el pan a los discípulos para que lo repartieran a la muchedumbre, en gesto de servicio. Ahora les ofrece su propia vida como pan, para que ellos coman, creando con él una comunidad somática (un cuerpo).

Este signo (partir y dar el pan) es anterior a las palabras de “institución”, y puede entenderse como gesto universal de bendición y fraternidad, que se encuentra vinculado a la multiplicación de los panes... (cf. Mc 6, 41; 8, 6). Jesús no tiene que inventarlo, pues el gesto existe y es bueno. Frente al signo de guerra (que es luchar para arrebatarse el pan), frente a la envidia y competencia que divide a los hermanos, se eleva aquí Jesús, realizando el signo mesiánico supremo: Bendice a Dios, que se revela precisamente allí donde los hombres comparten la vida, el alimento.

Por eso, él parte el pan, lo ofrece.... De esa forma marca el sentido de su mesianismo. Hasta ahora, los humanos, especialmente en occidente, hemos aprendido a producir, sabemos crear bienes; pero no hemos aprendido a compartir (partir y dar), en gesto de bendición, regalo de la vida. Esta es la enseñanza suprema del Mesías Jesús, este su signo.

−Y dijo: tomad.

Ha desaparecido el cordero como principio de unidad y comunión del pueblo y en su lugar aparece Jesús con un pan en las manos. Ya no pronuncia una palabra y signo de sacralidad exterior, como si un cordero fuera expresión y presencia de Dios, sino que el “sacrificio” se identifica con su misma vida compartida (como dirá en otro contexto la carta a los Hebreos). La sacralidad mesiánica se expresa en su misma vida, simbolizada en un pan, que es su cuerpo regalado (labete, tomad) a sus discípulos. No vincula a los hombres y mujeres con palabras de doctrina, ni con ideales de pura esperanza sino con el pan de su vida entregada.

No les arroja el pan, no les obliga a comer en silencio, no se impone sobre ellos empleando el alimento (como quiso el Diablo de Mt 4 y Lc 4). Por el contrario, al ofrecerles el pan, Jesús les habla, les invita de una forma personal, como seres capaces de entender y acoger su gesto. No empieza exigiéndoles un tipo de pureza, no les separa del mundo, para que así puedan comer el puro pan de las comidas sagradas del pueblo elegido (en la línea de muchos grupos esenios, especialmente de Qumrán). No les pone ninguna obligación, sino que quieran acoger, recibir con gozo y libertad, el pan, para así vincularse en fraternidad (alianza) de reino.

− Esto es mi cuerpo (sôma).

Jesús personaliza la experiencia del pan, cuya importancia hemos visto en las multiplicaciones, diciendo: «Esto (=el pan que llevo en mis manos) es mi propio cuerpo», mi verdad, el sentido de mi vida. Gramaticalmente el sujeto puede ser la última palabra de la frase, de manera que podemos traducirla: «Mi cuerpo (=mi vida mesiánica, mi reino) es este pan que llevo en la mano y que os doy para que lo compartáis». La mujer del vaso de alabastro había perfumado (ungido) el cuerpo de Jesús para la sepultura, es decir, para la entrega hasta la muerte, en clave de anuncio de evangelio y experiencia pascual (14, 8).

Jesús ofrece ahora su cuerpo en el signo del pan que se parte (se entrega y comparte) a fin de que los suyos se vinculen a su vida, pues ella se ha vuelto principio de unidad para los humanos. Allí donde se asume y recorre el camino de Jesús quedan vencidas, rotas, las barreras que dividen a hombres y mujeres, puros e impuros, enfermos y sanos, judíos y gentiles.

La mujer del vaso de alabastro (Mc 14, 3-9) había perfumado a Jesús sin decir nada, pero su gesto resultaba suficientemente claro, de manera que él pudo definirlo diciendo: «Ha ungido mi cuerpo para la sepultura», suponiendo así que su cuerpo no queda allí encerrado, en recuerdo funerario, sino que se expande en todo el mundo, en forma de evangelio, vinculado a la memoria de lo que ha hecho esta mujer (14, 8). Pues bien, dando un paso más, podemos y debemos afirmar que la verdad de ese cuerpo de Jesús se expresa y actualiza en el pan que se parte (se entrega y comparte), para vincular en vida y esperanza a los humanos, en un gesto en el que se retoma y ratifica el signo de las multiplicaciones.

El evangelio vincula ambas comidas (las multiplicaciones del campo, la cena de la casa…), de manera que ellas han de verse como momentos necesarios de un único signo mesiánico. En esa línea, una “eucaristía de la cena” sin el alimento compartido de las multiplicaciones (del pan y los peces compartidos por todo) pierde su sentido cristiano total (y viceversa). Así podemos afirmar que Marcos ha “completado” el signo eucarístico de Pablo (que sólo habla de la Cena de la noche de la entrega), vinculándolo a todo el evangelio y, en especial, y en especial al signo de las multiplicaciones.


De esa forma, en proceso de fuerte identificación mesiánica, Jesús mismo aparece como realidad y sentido (contenido y soporte personal) de su obra. El signo del pan es la verdad más honda de su vida. Por eso, en el momento final de su entrega, él ha podido identificarse con el pan que ofrece a quienes le traicionan, superando el modelo mesiánico centrado en los Doce de Israel y fundando la iglesia sobre el signo de su cuerpo convertido en fuente de existencia (encuentro) para todos los hombres. Ésta es la señal que los fariseos discípulos no entienden (cf. 8, 11-21), el sacramento mesiánico: lo que Jesús ha hecho en Galilea (multiplicaciones) se cumple así en Jerusalén. Lógicamente, los discípulos tendrán que volver a Galilea tras la pascua reasumiendo el camino del pan multiplicado.

Conclusión. El cuerpo eucarístico de Jesús.


Se ha secado la higuera de Israel (11, 12-14), pero hay fruto universal de reino: hay pan abundante de Jesús (¡esto es mi cuerpo!), un pan que ha de ofrecerse como nuevo principio de existencia para los que quiera aceptarle. Éste es, evidentemente, el pan de bendición (eulogesas: 14, 22); pero es, al mismo tiempo, el pan de la palabra y de la vida, de la gratuidad y la esperanza compartida de los seguidores de Jesús.

Ciertamente, las palabras de Jesús (¡esto es mi sôma, mi cuerpo!) pueden situarnos en un ámbito sacral que parece más helenista que judío. Pero, dicho eso, debemos añadir que ellas son universales y que deben interpretarse desde el fondo mesiánico judío del mensaje y de la vida de Jesús.

Nos hemos acostumbrado a ellas, de manera que apenas nos causan extrañeza, porque las entendemos como una formulación sacral separada de la vida concreta de los hombres. Pero, al situarlas en el centro del camino anterior de Jesús, descubrimos que ellas (¡este mi Cuerpo!), con el gesto que implican (partir y compartir el pan), son la culminación mesiánica (universal) del camino de Jesús, que ha “entregado”, que “ha dado” su vida/cuerpo por vosotros, es decir, por todos.

La tradición de Marcos y Mateo no añade esa palabra (dado por vosotros), porque el signo resulta en sí claro. Jesús da su pan “a quienes lo aceptan”, es decir, en aquel contexto, “a vosotros”. Al añadir esas palabras, Pablo (por vosotros, to hyper hymôn) y Lucas (dado por vosotros, to hyper hymôn didomenon) expresan algo que estaba incluido en el signo más amplio del cuerpo ofrecido y comido, compartido y gozado, en el borde de la muerte, como pan que funda la amistad y convivencia humana. En el contexto de Marcos, esa “afirmación” (por vosotros) debería entenderse desde 10, 45, donde Jesús dice (en un contexto universal) que ha venido a “servir y dar su vida como redención por muchos” (anti pollôn), es decir, por todos.

Todo lo que Jesús ha dicho y ha hecho se expresa y ratifica, de un modo personal, en el mismo Jesus, allí donde él afirma, como Señor resucitado, tomando el pan de su Cena (y el de sus “multiplicaciones”):

¡Esto es mi cuerpo!

Es su “cuerpo”, es decir, su nuevo pueblo mesiánico, formado por todos los que comparten el pan, el gran signo de la vida. No es un alimento (pan) de purificaciones y ázimos rituales (para los puros judíos), sino el pan que Jesús ofrece a los pobres, su vida hecha pan para todos. Éste es su signo: lo que ha dicho y lo que ha hecho se condensa y expresa en forma de alimento que sustenta y vincula a los hombres. Por eso, el Jesús de Marcos no dice, como Pablo “esto es mi cuerpo por (hyper) vosotros”, sino simplemente “esto es mi cuerpo”, presentado así ante todos, cuerpo mesiánico.

Jesús no ha proclamado una verdad separada de la vida, un tipo de ley o de principio religioso aislado, sino que él mismo ha venido a convertirse en cuerpo mesiánico universal, vida expandida, sentida, compartida. El evangelio nos sitúa de esta forma en el nivel de la corporalidad cercana, que la mujer del vaso de alabastro expresaba en forma de perfume (14, 3-9) y que Jesús ofrece ahora como pan (comida). Sin comunión personal no hay Reino de Dios, cuerpo concreto que se da y acoge, se goza y comparte, en comida de justicia y fiesta. La expresión paulina y lucana interpreta y restringe de algún modo esa experiencia al calificar el cuerpo en términos de donación sacrificial. El cuerpo es identidad y comunión, individualidad y comunicación, la vida entera alimentada por el pan con el que Jesús se identifica como Mesías.

La antropología de Jesús no es dualista, en el sentido posterior, que separa cuerpo (que se debe al rey) y alma (que es de Dios), según el drama hispano del siglo XVII. En esa línea de dualismo podrían situarse (mal entendidos) algunos pasaje del evangelio como aquel que dice “no temáis a los que pueden matar el cuerpo, sino a quien puede mandar cuerpo y alma a la gehena” (cf. Mt 10, 28). Pero aquí, en la Cena final, cuerpo no es aquello que se opone al alma, exterioridad de la persona, sino persona y vida entera, el mismo ser humano en cuanto comunicación y crecimiento, exigencia de comida y posibilidad de muerte

Al decir tomad y comed, Jesús viene a mostrarse como alimento: No vive para aprovecharse de los otros y comerlos (haciendo que le sirvan), sino para ofrecer su vida (cuerpo) en forma de comida, a fin de que otros se alimenten y crezcan con su vida. Todo esto lo expresa y ofrece en contexto alimenticio: no exige obediencia, no impone su verdad, no se eleva sobre otros, sino que en gesto de solidaridad suprema se atreve a ofrecerles su cuerpo, invitándoles a compartir el pan. Este ofrecimiento de Jesús sólo pueden “entenderlo” (acogerlo) aquellos que interpretan el cuerpo mesiánico como fuente de humanidad dialogal, gratuita,emocionada.
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