El amor como palabra FT 7. El camino de la palabra, un diálogo universal

El amor es ante todo "palabra". Ciertamente, tiene otros aspectos muy importante, vinculados a la atracción sexual, a la paternidad y filiación, a la fraternidad... pero en sentido estricto, como sabía la Biblia, el amor es un "conocimiento", una palabra...

   En esa línea, la encíclica de Francisco (Tutti Fratelli, hermanos todos), ofrece un  programa que podría titularse palabra de amor. Por eso he querido poner de relieve la importancia del amor social como palabra, comunicación personal, abierta a todos los hombres y mujeres.

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Palabra 1. Amor y comunicación[1]

La relación entre el amor y la palabra es básica y así podemos decir, de un modo personal: Tu amor se vuelve humano cuando llegas a saberlo, en el momento en vuelves hacia ti y lo reconoces: te lo dices a ti misma y se lo dices al amigo; él, por su parte, te lo dice; de esa forma os introducís uno en el otro y los dos juntos en un proceso dialogal de conocer y conoceros, de saber y saberos, de encontrar y encontraros, como decía una estrofa de Unamuno:

«Si tú y yo, Teresa mía, nunca / nos hubiéramos visto, / nos hubiéramos muerto sin saberlo: no habríamos vivido» (Obras completas VI, Madrid 1966. 587). Esa estrofa mantiene todo su sentido si, en vez de “visto” ponemos “dicho”: « Si tú y yo, Teresa mía, nunca / nos hubiéramos dicho, / nos hubiéramos muerto sin saberlo: no habríamos vivido». Ciertamente, los amantes se ven. Pero más expresamente se dice uno al otro.

Amar es dialogar con otro es conocerlo y conocerse: sólo de esa forma, haciéndose palabra, el amor se vuelve humano. Adán tiene poder: sabe decir palabras y así va nombrando a cada uno de los animales. Los modela con su nombre y los sitúa delante de sí mismo. De esa forma crea, recrea desde Dios la vida entera. Pero hay algo que le falta: se halla solo. Va nombrando y engendrando con su verbo, pero nadie es capaz de responderle. Trabaja y se fatiga, va ordenando a los vivien­tes en un ritmo intenso de trabajo, pero en vano: nadie le responde. Disfruta de las cosas y posee su riqueza, pero nadie ha recogido su palabra, nadie   dialoga con él. De pronto, Dios obra el milagro: pone a Adán y Eva frente a frente. Ambos se dicen, se interpelan, se interrogan, se responden. Sólo entonces Adán sabe lo que implica conocer y conocerse: se sabe desde sí al saber al otro, al escucharle y al saberse desde el otro (Gen 2). Para uno y otro, su amor es su palabra.

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En ese sentido, el amor es más que un simple sentimiento de la vida: es asentir a lo que dice la persona que te habla, es consentir, sentir con ella y descubrirte al descubrirla. Por eso, los que quieren convertir el amor en puro instinto sin palabra han destruido su sentido más profundo, su conocimiento, que es siempre dialogal. Ciertamente, el sexo es muy importante. Pero un sexo sin palabra, sin ternura mutua, sin llamada y respuesta, acaba destruyendo al hombre en cuanto persona. Cerrado en sí mismo, sin encuentro personal, sin comunicación y palabra, el sexo se convierte en algo prehumano o, quizá mejor, en algo post-humano, muerto. Para que el impulso sexual se vuelva amor, es necesario que se eleve y se realice en plano de lenguaje, como palabra abierta a otra persona. Es evidente que eso implica una dosis de madurez personal: sólo si soy dueño de mi vida y de mi impulso puedo regalarlo, al regalarme a quien deseo y quiero.

El amor se hace diálogo y se expresa en unidad de comunión personal: yo me regalo; convierto mi cuerpo en palabra dirigida al otro y dejo que el otro me responda. Sólo de esa forma, si la unión se realiza a través de la fidelidad hombre-mujer (persona-persona) y si el contacto es profundo y permanente brota aquello que la Biblia indica cuando afirma que «serán un solo cuerpo», siendo muy distintos (cf. Gen 2, 24). Desde este fondo pueden indicarse los tres momentos del amor.

(1) Hay un momento pre-lógico (¿preconsciente?) en que el amor es anterior a la palabra: en este plano, el hombre (un ser humano), inserto en la dinámica natural de la vida, siente la atracción de otro ser humano (en general de una persona de otro sexo). En ese sentido, el amor es anterior a la palabra.

(2) Hay un momento en que el amor se hace logos, es decir, palabra: el amor se nos declara y nosotros lo declaramos; emerge a la conciencia y lo asumimos, lo gozamos, lo decimos. Sólo en este momento comienza a ser verdaderamente humano, al convertirse en palabra que se escucha, se ofrece, se pronuncia. En este contexto se habla a veces de una «erótica verbal» e incluso de sexo hecho palabra, ero-logía.

(3) Finalmente, podemos hablar de un amor supra-logico o post-lógico, en el sentido en que nos lleva más allá de todas las palabras racionales. El mismo amor nos vence y nos transciende, de tal forma que nos lleva a un nivel extático. Entonces descubrimos que sólo comenzamos a querer de veras allí donde el pensar se transfigura: superamos la razón calculadora y penetramos en el don más alto de la vida que se goza y que se entrega; más allá de los esquemas racionales está la palabra de compañía. Ésta es la palabra más honda, la del amor que ya no tiene los ojos vendados, como el Dios Eros niño, que dispara sus flechas sin mirar hacia donde. Ésta es la palabra del eros más alto y luminoso.

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 En ese contexto se pueden citar las palabras de Blas de Otero, cuando dice «biotz­beguietan: en los ojos del corazón». Para contar la historia de su vida, el poeta tiene que abrir los ojos más profundos, en la luz del corazón donde reside el verdadero conocimiento (Antología, V. Vives, Barcelona 1974, 25).

Eso lo sabía también Ricardo de San Victor cuando afirmaba: «ubi amor, ibi oculus», donde hay amor brotan los ojos (Benjamin Min. 13). Asípodríamos decir con Pascal que “el corazón razones que la razón no sabe”. Más allá de los discursos racionales de la lógica científica, que se sitúa en la línea del poder y, distendido hacia un nivel de trascendencia gratuita, se abre un campo de saber en el amor, un saber que se actualiza sobre todo en el encuentro interhumano. En ese contexto recordamos que, según una palabra esencial de la lengua hebrea, el verdadero conocimiento (yd`) es el contacto de amor, corporal, total, entre dos seres humanos.

Éste es el conocimiento que culmina y se explicita allí donde el varón «conoce» a la mujer y viceversa: allí donde se entregan y despliegan, se dicen, se responden y se gozan mutuamente en el abrazo del amor perfecto (cf. Gen 4, 1; 17, 25 etc.). Los demás modelos de conocimien­to resultan derivados, no desvelan la verdad del hombre ni le entregan el misterio de las cosas. El conocimiento radical emerge allí donde dos seres humanos se abandonan y se entregan de manera confiada y luminosa; ellos sólo entienden y conocen cuando aman. 

Conocimiento y amor[2]

El hombre de occidente se ha empeñado en desplegar las formas de un conocimiento discursivo objetivista que culmina en un nivel de ciencia: piensa distinguiendo y dominando, formulando lo sabido por medio de ecuaciones, ordenando los proce­sos conceptuales de manera que puedan traducirse en formulaciones o leyes técnicas. En esa línea se sitúan los métodos científicos. Pues bien, a pesar de su inmensa capacidad operativa, estrictamente hablando, la ciencia no conoce, no penetra en el sentido de la realidad, en lo que en filosofía tradicional se llamaba el “ser” de las cosas. Lo que se dice «conocer», sólo conoces a los hombres y mujeres que se quieren de verdad, los que dialogan y se dicen uno al otro.

Hubo en la Edad Media una disputa entre intelectualistas y volunta­ristas. Los primeros suponían que el saber es el punto de partida y el amor es consecuencia de aquello que nosotros conocemos. Los segundos invertían el proceso y afirmaban que sólo conocemos lo que amamos. Sin terciar técnicamente en la disputa, pienso que los dos movimientos tienen razón, al menos en principio. Entre saber y amar existe una profunda circularidad de planos, de elementos e influencias, tal como velada­mente he presupuesto y como luego quiero destacar con más empeño. En esa línea debemos superar las varias formas de aislamiento intelectual de los que piensan que se sabe de verdad cuando, apartan­do el corazón a un lado, se describen fórmulas perfectas o conceptos claros y distintos, independientes de la vida.

Sólo se conoce de un modo personal cuando se ama, sólo se conoce cuando se cree. En este contexto se pueden distinguir tres tipos de fe. (a) Existe una primera fe en el cosmos y en la vida: es todavía de carácter inmersivo y, si queremos precisarla con rigor, descubrimos que ella carece de matices personales. En este primer momento recibimos la verdad del mundo, lo asumimos como campo de sentido, en actitud de confianza originaria, y habitamos dentro de su fuerza. Pero no podemos decir que el mundo es persona y amarlo como se ama otras personas.   (b) Existe una segunda fe: nos mueve a confiarnos en el prójimo, a vivir en el encuentro con el otro. Solo quien confía en el hombre, quien le acepta como tal y cree en su persona puede conocerle. Conocer es amar, se podría afirmar en este plano. (c) Hay, finalmente, una fe que llamamos tercera: en el fondo del cosmos, y con rasgos de persona, en gesto de escucha y de confianza, descubri­mos a Dios como principio y verdad de la existencia. Un tipo de pensamiento moderno ha querido conocer a Dios utilizando los principios de un saber objetivista, demostrativo, abstracto. Eso era imposible, pues Dios es persona (o suprapersona), de tal forma que sólo podemos conocerle en un plano de confianza, de entrega fe amorosa.

En esa línea podemos preguntar por el tipo de conocimiento que mejor se adapta al amor. (1) Del amor se puede hablar en términos de mito: así lo hizo Platón y así lo hacemos en parte todavía, cuando evocamos la experiencia más profunda de un poder vital que nos transciende y arrebata. (2) Para hablar del amor se puede utilizar también el logos racional de los filósofos, pero sólo en el caso de que la razón no se cierre en sí misma. (3) Pero, superando esos niveles, estrictamente hablando, del amor sólo podemos tratar de una manera dialogal, por experiencia. Sólo en amor se puede hablar de amor. Sólo en forma de diálogo, de llamada y respuesta se puede hablar de amor.

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El amor es, ante todo, una llamada. No se gana por la fuerza, sólo se recibe y se mantiene gratuitamente. No se adquiere por trabajos y por méritos, es siempre un regalo. El amor es vocación: nos han llamado y tú lo aceptas, lo cultivas y agradeces. Sólo entonces es posible la respuesta: me invitan y yo acepto; me han trazado una misión y yo la asumo, con afecto y compromiso. Esto supone que el lenguaje del amor es dialogal, es comunión de apertura que quiere volverse transparente: más allá de imposiciones y de cálculos, dominando todo gesto de dominio, son amigos los que saben entregarse; aprenden a decirse y se hacen luminosos, de tal forma que en su unión emerge un mundo nuevo de libertad y trascendencia. El amor es libertad.-me ofrece una palabra de respeto, me enriquece y deja ser, me fundamenta y me potencia. Al mismo tiempo es trascendencia: me capacita para superar las limita­ciones de mi ser en el mundo y abrirme hacia la inmensidad de lo gratuito.

La palabra del amor sólo tiene sentido y se expresa en forma de encuentro. Allí donde el hombre, siendo dueño de sí mismo y asumiendo la dimensión última de su soledad, se abre hacia el otro para compartir con él la vida. Alguien puede preguntar: Pero ¿cómo aprendemos el logos del amor? ¡Viviendo intensamente! Disponiéndonos a ser en compañía, de manera que podamos decirnos y escucharnos. Se trata de lograr que nuestro ser (alma y cuerpo), lo que somos y tenemos, se nos vuelva transparente, de manera que podamos comunicarnos.

(1) Es necesario que aprendamos a escuchar y descubrir al otro: pasan las personas cerca de nosotros y no vemos, no queremos atenderlas, no dejamos que ellas sean y se expresen, no  dejamos para ellas un espacio de vida en libertad y donación en el encuentro.

(2) Tenemos que aprender a decir. Esperamos el amor como un milagro de la magia, un dios que llega a veces desde lejos, de manera siempre incierta, inmotivada, algo arbitraria. Sabes bien que eso resulta humanamente indigno, improcedente. Para amar es necesario que aprendamos a decirnos, arriesgándonos a ofrecer al otro lo mejor que ahora tenemos, convirtiéndonos por dentro en una especie de palabra que se ofrece. Amar es realizar la vida en diálogo: es decirse y escucharse, es potenciarse y realizarse en el encuentro. Nos sabemos sólo en la medida en que nos damos y aceptamos. En este nivel, amar y conocer se identifican. Sólo conocemos lo que amamos. En esa línea, han definido el amor supremo como un mirarse en transparencia: conocer como somos conocidos (cf. 1 Cor 13, 12), en visión beatífica, es decir, en visión que hace felices a los que miran y se miran.

[1] Cf. P. y C. Cudicio, La pareja y la comunicación: la importancia del diálogo para la plenitud y la longevidad de la pareja. Casos y reflexiones, Desclée de Brouwer, Bilbao 2002; J. Gevaert, El problema del hombre, Sígueme, Salamanca 1976; G. Gusdorf, Mito y metafísica, Nova, Buenos Aires 1960; A. J. Heschel, Los profetas II, Paidós, Buenos Aires 1973; A. Imbasciati, Eros y logos. Amor, sexualidad y cultura en el desarrollo del espíritu humano Herder, Barcelona 1980; X. Pikaza, Palabra de amor, Sígueme, Salamanca 1982; H. U. von Balthasar, La esencia de la verdad, Sudamericana, Buenos Aires 1955, 76-138. 

[2] Cf. C. Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad I-II, Tusquets, Barcelona 1983/1989; Figuras de lo pensable, Cátedra 1999; J. Derrida, Política de la amistad; seguido del oído de Heidegger, Trotta, Madrid 1998; V. Muñoz, Conocer es amar, según Zúmel, Estudios, Madrid 1950; M. C. Nussbaum, El conocimiento del amor. Ensayos sobre filosofía y literatura, Machado, Madrid 2005; J. F. Sellés, Conocer y amar: estudio de los objetos y operaciones del entendimiento y de la voluntad según Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 1995.

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