La tarea del Papado FT 4. Un papa en el "caos". Renovación del papado
Al ponerse en camino hacia Roma, Pedro buscaba dos cosas: el centro del poder político-económico y el gran suburbio o periferia de los pobres, con quienes de hecho convivió, hasta que los poderes del sistema romano le mataron. Pasados los siglos, los Papas siguen dislocados en Roma, entre el nuevo imperio, con el que parece que han pactado, y los pobres, que continúan estando en el suburbio de Roma y de todos los pueblos del mundo.
Las «llaves de Pedro» tuvieron la función de abrir la iglesia a los pobres (¡pues el Reino les pertenece: Mt 5, 3 par!): fueron llaves de Dios, al servicio del mesianismo de Jesús. Para cumplir hoy su función, el Papa tendrá que abandonar sus actuales poderes sagrados, ofreciendo su evangelio de esperanza a los expulsados del sistema (cf. Mt 11, 2.6).
Sólo desde este fondo, como signo de evangelio que emerge del "caos" de un mundo que empieza a dominar sobre el mismo Vaticano se entiende la lectura del papado que ofrezco en la línea de la encíclica de Francisco: El "caos" de los pobres del mundo aparece así como principio de evangelio.
Sólo desde este fondo, como signo de evangelio que emerge del "caos" de un mundo que empieza a dominar sobre el mismo Vaticano se entiende la lectura del papado que ofrezco en la línea de la encíclica de Francisco: El "caos" de los pobres del mundo aparece así como principio de evangelio.
| X.Pikaza

No hay recetas mágicas, no hay soluciones estratégicas, no hay fórmulas políticas, sino simplemente «creer en el evangelio y convertirse» (cf. Mc 1, 15), es decir, dejar que la buena nueva de la gracia de Dios, del ágape-logos nos trasforme, trasforme a los cristianos, de manera que puedan presentarse humildemente, sin superioridad, como signo de Reino. El camino de unidad de la iglesia se define, una vez más, como camino de evangelio, como un retorno al mensaje y a la vida de Jesús, desde el centro del Sermón de la Montaña, retomando la experiencia de la pascua.
Jesús viene a presentarse de esa forma como aquel que vive «desde la muerte», es decir, como aquel que ha hecho el buen camino del amor gratuito, inmediato, creador de vida, en medio del caos de muerte de su entorno. Un tipo de papas han venido a parecerse más a los sumos sacerdotes de Jerusalén y a los gobernadores del imperio que condenaron legalmente a Jesús. Pues bien, frente a esa ley de sacerdotes y gobernadores, que representan el «eros» del sistema, queremos evocar nuevamente la figura del Papa, como representante de la unidad no jerárquica (no imperial) de la iglesia de Jesús, como si fuera un «milagro» viviente, en línea de evangelio, como una roca sobre el caos[1].

1. Empezar desde los excluidos, como hizo Jesús (desde el caos)
Caminar unidos desde el “caos”, es decir, desde los excluidos y pobres, de forma que sean ellos mismos los se vinculen y caminen, no con un tipo de mística de poder superior, sino con la comunión de amor y perdón que brota desde ellos. Una propuesta fundada en San Pablo. Hemos situado la figura del Papa en el trasfondo del amor del evangelio. Siguiendo en esa línea, a modo de ejemplo, queremos evocar un texto del san Pablo, que de algún modo recoge una experiencia básica que hallamos igualmente en el evangelio de Juan, cuando insiste en la necesidad de «nacer de nuevo» o «de arriba» (cf. Jn 3, 1-15).

Así veremos que sólo podremos superar la situación actual de caos del mundo y de la iglesia (sin caer en un orden jerárquico nuevo, quizá peor que el «platónico») si es que estamos dispuestos a morir para nacer de nuevo, retomando el impulso de la vida de Dios, según el evangelio. Desde ese fondo evocamos un texto importante de san Pablo, para interpretarlo desde esa perspectiva del caos que se abre, con la llave de Dios, al misterio de la vida compartida:
Porque hemos sido sepultados juntamente con él en la muerte (=para la muerte), por medio del bautismo, para que así como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en novedad de vida (Rom 6, 4).
El texto refleja una clara experiencia de muerte, vinculada sacramentalmente al bautismo, que nos ha introducido en un estado (sepulcro) de vida fracasada. No podemos partir del poder que tenemos (que tienen algunos sobre otros), sino del “estado de muerte” de todos.
También nosotros (cristianos del año 2020) hemos experimentado en nosotros mismos (en esta iglesia) un tipo de ruina y/o de caos, el fracaso de instituciones milenarias de poder sagrado, de manera que podemos afirmar que estamos sepultados con Cristo, muertos con él, no sólo en un plano personal (como suele decirse en los discursos ascéticos), sino también en un plano social, de instituciones. Pues bien, sólo si morimos de verdad, si asumimos la experiencia del fracaso de todos los esquemas anteriores, podremos encontrar las llaves de Dios, que son las llaves de la Resurrección de Jesús, que se traduce en nosotros como «vida nueva», que conducirá según Ef 2, 1-10 a la unidad de los hombres antes divididos.
El sistema del poder, tal como se expresa en un plano económico-militar, es lineal, de tipo racionalista e impositivo: quiere asegurar y asegura su despliegue por la fuerza, sin que exista allí lugar para la gracia, sin que importen los hombres como tales (importa la ley, el triunfo del capital, no la vida humana). Por el contrario, el “caos” de los pobres y expulsados puede constituir una experiencia básica de superación de los controles científicos y sociales vinculados a la linealidad impositiva de unos procesos que pueden calcularse y medirse, de un modo jerárquico, a través de instituciones y controles de poder.
Allí donde se extiende un tipo de "caos" (desde fuera del sistema), los hombres y mujeres dejan de estar dirigidos por instituciones que les dicen desde fuera lo que son y han de hacer. Eso sucede con los pobres de diverso tipo, que no pueden apoyarse en un tipo de ley o sistema, porque el sistema les expulsa y ellos no tienen más bien o capital que su propia vida (de forma que no tienen que defender ningún tipo de norma o estructura objetiva de poder, como puede ser el Vaticano actual.
Sólo en esa línea se puede hablar de una vuelta al evangelio: en contra de los que se apoyan en las seguridades (llaves) del sistema, los pobres sólo cuentan con su vida, una vida que han recibido y mantienen por gracia, en medio de las fragilidades de un mundo que les amenaza; no tienen nada que defender, ningún dinero o tesoro que guardar (cf. Mt 6, 19-20), fuera de su amor. De esa forma, no teniendo nada, pueden tenerlo todo, de un modo distinto, como anuncia de manera ejemplar el mensaje de las bienaventuranzas (Mt 5, 1-12 par).
Esta visión del caos-pobreza nos permite descubrir la novedad de los creyentes que se encuentran como «muertos» con Jesús (no están determinados por ningún «tesoro» de sistema) y de esa forma se abren a la experiencia de la resurrección. Desde ese fondo se entiende la palabra central de Pablo (¡caminemos!), que nos invita a iniciar un nuevo tipo de marcha de evangelio, esto es, de experiencia compartida de resurrección. Conforme a la lógica antigua, con el Cristo Mesías, tenía que haber llegado el fin del mundo (la destrucción del sistema), para que se realizara una forma de resurrección triunfante en un sentido externo.
Pero en vez de ese fin ha llegado una experiencia más honda del caos, vinculado a la muerte de Jesús y a la ruptura de las instituciones antiguas (ley y templo). Este caos de la muerte de Jesús supone un gran fracaso, pues no ha llegado ni siquiera el Reino en la forma que Jesús lo había proclamado; pero queda y se despliega con toda su fuerza el amor gratuito que vincula y da vida. Éste ha sido, por tanto, un fracaso creador, pues ha permitido que sus discípulos superen muchas cosas que antes parecían esenciales (el valor del templo, la sacralidad de la ley y, en nuestro caso, las instituciones vaticanas).
La muerte de Jesús ha hecho posible que sus discípulos abran los ojos y vean las cosas de un modo diferente. Sólo allí donde todo ha terminado puede empezar todo, pero de un modo diferente (de manera que no se puede ya decir: ¡que todo cambie para que todo sea lo mismo!). Sólo una experiencia radical de muerte hace posible un tipo de nuevo nacimiento y vida nueva.
Pues bien, esta nueva forma de vida no se abre ni resuelve ya por medio «de una acción organizada de toma del poder, ni por medio de un orden impuesto desde fuera, sino por medio de una posibilidad totalmente nueva: vivir comunitariamente en este mismo viejo mundo, caminar juntos, impulsados por la fuerza que proviene de la pascua de Jesús. En esa línea, para volver a las palabras y experiencias del tiempo de san Pablo, podemos hablar de un nuevo «proceso de empoderamiento en el corazón mismo del poder absoluto del Imperio Romano».
Aquí se expresa y despliega el Poder de Dios (que es el Espíritu Santo), pero no a través de una «toma de poder» político, sino de una forma diferente de vida, en gratuidad de amor, más allá de las instituciones de la sociedad impositiva del imperio, superando el poder y el miedo de la muerte que determinan el mundo del sistema. Sólo desde aquí se puede hablar de nuevas y más altas instituciones de amor (de evangelio), por encima del espacio donde se impone y triunfa el sistema económico y militar.
En ese contexto podemos afirmar que el camino de la iglesia primitiva (en tiempos de Pablo) vino a presentarse y actuar en forma de elemento desestabilizador dentro de un Imperio Romano, que se había organizado como un orden sagrado, impuesto desde arriba, como un todo. En un primer momento, ese camino de la iglesia primitiva pudo parecer un simple caos (y fue caos, en un plano de sistema), pero un caos que permitía iniciar un camino de vida y comunicación directa, porque estaba lleno del amor de Cristo, que se expresa como gratuidad compartida.
Aquí nos deja Pablo, con esta invitación al despliegue gratuito y compartido de la vida (¡caminemos!), animándonos a iniciar un recorrido de libertad, como resucitados, para el amor mutuo, para el nuevo encuentro humano y la nueva comunicación, superando la muerte (vinculada al poder impositivo), partiendo de los pobres. Aquí debemos situarnos con Pedro, en el centro de ese caos donde se encuentran los pobres del mundo, es decir, aquellos que no pueden valerse de las instituciones de poder. Desde aquí debemos iniciar un nuevo camino de vida. Entendido así, el caos de la máxima pobreza (no podemos asegurarnos en nada, no podemos divinizar el mundo) viene a presentarse, al mismo tiempo, como lugar de la máxima riqueza: Jesús proclamó el evangelio a los pobres, invitándoles a caminar unidos, creando formas de comunión y vida compartida que no son las del imperio (que se cierra y domina sobre el mundo a través del dinero/denario y la espada). Aquí es donde las llaves de Dios pueden abrirnos a la vida[2].
Mutación cristiana. La institución eclesial como evangelio
Fuera de las grandes instituciones de poder, la iglesia quiso crear y fue creando estructuras de comunicación y misión que respondían a la novedad del evangelio, a partir del mensaje y experiencia de Jesús, tal como había sido recreado por la pascua. Como pudimos observar, esas estructuras no fueron idénticas en todas las iglesias, pues el movimiento cristiano se expandió y concretó en variantes primitivas, en Galilea y Jerusalén, entre los helenistas y la comunidad del Discípulo amado etc. Pero en lo esencial esas variantes mantuvieron la unidad a partir de la dinámica común del evangelio y también, al menos en parte, por la presencia de mediadores como Pedro, de manera que las iglesias pudieron crecer desde la misma dinámica del amor compartido, sin que una iglesia (como la romana actual) se impusiera sobre las otras.
Esta es la novedad cristiana: fueron surgiendo grupos de hombres y mujeres que se relacionaban entre sí por amor mutuo, desde la gracia de Jesús, creando formas propias de comunicación, en el interior de los esquemas del sistema imperial, pero sin identificarse con el imperio. En ese plano, los cristianos no empezaron creando expresamente instituciones organizativas distintas, sino que aceptaron, al menos de un modo parcial, las que había (casas, sinagogas), pero introdujeron en ellas su más honda experiencia de gratuidad y comunicación, desde los pobres. Ésta fue su novedad, éste su atractivo: dentro de un gran sistema de poder (imperio romano), los cristianos, hombres y mujeres, no se vinculaban entre sí desde algún tipo de poder impositivo, sino desde el gozo del amor, es decir, desde la gracia, partiendo de los pobres.
Las iglesias fueron y son, según eso, experiencias de comunicación personal que se fundan en el Dios de amor (ágape) y la esperanza de reino, tal como se había manifestado en Jesús. Los cristianos descubrieron así que el Dios de Jesús (Espíritu Santo) se comunicaba en ellos y por ellos, como agente de vida (resurrección) desde la pequeñez de un mundo que parecía condenarles a la muerte. Ciertamente, hubo diversos líderes, como hemos visto en el capítulo primero, pero líderes carismáticos, que no obedecían a un dictado exterior, ni imponían sobre otros su postura, personas que ofrecieron su experiencia de Jesús, sin extenderla por la fuerza, a modo de sistema o institución, sino por el testimonio de su vida, desde los más pobres.
Según eso, las formas de relación personal no eran en la iglesia algo ulterior, sino la misma esencia de la vida cristiana, entendida como experiencia de comunicación creyente, personal y social. De esa forma se vio lo que puede ser y es el cristianismo, antes de que hubiera obispos fijos y comunidades jerárquicamente organizadas: no es un dogma, ni una espiritualidad intimista, sino una forma de vida compartida, un movimiento de amor que vinculaba a los hombres y mujeres de un modo directo, sin apelar al dinero o a la espada. Ésta fue la esencia del cristianismo. Más tarde, las estructuras eclesiales, dominadas por moldes sacerdotales helenistas o romanos, han corrido el riesgo de fosilizarse, perdiendo su savia mesiánica. Pues bien, ha llegado el momento de que los cristianos de diversas confesiones, y entre ellos de un modo especial los católicos, deben volver al principio pascual de su historia, de manera que el «Espíritu de Jesús» se encarne y exprese en las instituciones (que van surgiendo y cambiando) para que ellas mismas sean presencia de evangelio.
En esa línea queremos retomar el impulso del primer momento de la iglesia, ahora que el esquema judío, helenista y romano, que llevó al sistema de papado actual, ha cumplido su función y está perdiendo consistencia, de manera que muchos afirman que hemos vuelto al caos. Pues bien, ese retorno al caos nos parece muy positivo, porque si no retomamos la pobreza radical de la muerte de Jesús, que nos vincula de nuevo con los expulsados y fracasados de la historia, no podremos recrear la iglesia, ya que sólo en ámbito de caos podemos volver a encontrarnos con los pobres, sin imponer sobre ellos un tipo de ideología o jerarquía independiente. En los últimos siglos (en sus mejores momentos), la iglesia jerárquica ha sido «para los pobres», pero no «de los pobres», ya que, para serlo de verdad, tendría que haber vuelto al caos, esto es, al lugar de los expulsados del sistema, para ofrecer allí su impulso de amor mutuo. Sólo ahora, acabado el ciclo constantiniano y absolutista, la institución eclesial puede volver al caos y esto es una buenísima noticia.
Hemos venido diciendo que la institución de la iglesia no puede guiarse por principios de contabilidad económica o política que divide a los hombres según sus diferentes grados de poder o jerarquía religiosa, conforme a sus obras y méritos[3], pues ella brota de la «mutación» de Jesús, por quien descubrimos y recibimos la posibilidad de acoger y regalar la vida, de un modo gratuito y directo, una vida que sólo poseemos si lo damos (es decir, sin poseerlo), como muestra el signo de la resurrección de Jesús. Por impulso y experiencia de amor, la iglesia es una, pero se expresa en las diversas comunidades, que son espacios humanos donde la vida se puede regalar y compartir, conforme al signo de la muerte y resurrección, superando la dictadura del sistema. Por eso, la organización de la iglesia no es algo que se añade a un tipo de fe o misterio anterior, sino la misma fe compartida (fe en el Dios de Cristo, fe de unos en otros) que libera a los creyentes, para que cada uno y todos puedan vivir dándose la vida unos a otros. No es que primero haya cristianos y que después se reúnen en iglesia, sino que su reunión eclesial es lo que les hace ser cristianos
Pues bien, en esa línea, debemos afirmar que la mejor noticia de la iglesia es que se acabe su estructura jerárquica objetivada en forma de sistema, para que ella pueda ser, de nuevo, como en tiempo de Pablo, un movimiento de comunicación inmediata de vida, sin superestructuras legales o sociales, ideológicas o sacrales, sobre el mismo caos social lleno de amor. Eso significa que la iglesia se identifica con la misma realidad de la vida compartida, vida que gracia hecha contacto inmediato, empezando por los pobres, de tal forma que resulta contradictorio buscar dentro de ella unas personas superiores y otras inferiores, unas más altas y otras subordinadas. Toda idea de jerarquía es contraria a la experiencia de gracia de la iglesia de Jesús, en la que hay y debe haber ministerios o diaconías de servicio mutuo, al servicio de los pobres y de la comunión de amor de los creyentes, pero nunca instituciones de mando o personas superiores a las otras[4].
Creatividad desde los pobres y excluidos: primado de la gracia
Estamos suponiendo que es posible, y muy deseable, un tipo de Papa que pueda presentarse como signo privilegiado de la Roca y las Llaves de Pedro (cf. Mt 16, 18-19), que no impone un orden sobre el caos (en línea de eros-jerarquía), sino que representa la comunión desde el mismo caos (en línea de ágape-logos). Eso significa que el Papa debe abandonar los poderes jerárquicos para recibir y ejercer su diaconía de gratuidad, según el Nuevo Testamento.
Algunos de los cambios anteriores del papado (entre ellos la liquidación de los Estados Vaticanos) se hicieron por imposición externa, en línea de sistema. El que ahora proyectamos debe realizarse a través la misma dinámica del evangelio: la iglesia papal no puede esperar a que tumben su casa y roben sus poderes, sino que debe abandonarlos de un modo voluntario. La misma Biblia habló de tiempo de renuncia o derribo (cf. Qoh 3, 3). Pues bien, el derribo de la iglesia actual no debe hacerse por furia o venganza resentida, sino por decisión de amor, sabiendo por qué surgieron un día los muros que ahora queremos abajar, no sea que arrasemos aquello que debe conservarse o conservemos aquello que debe ya cesar. Por eso proponemos un ejercicio de de-construcción creadora, por el amor de Dios[5].
Si el obispo de Roma (varón o mujer) quiere mantenerse en el futuro como signo de gratuidad compartida (ágape) y salvación para los pobres, ha de ponerse al servicio de la comunión católica (universal), superando fronteras y credos de la iglesia, en la estela de Pedro, que no fue Papa ni obispo en el sentido moderno, sino hombre de esperanza para los pobres y de comunión (de gracia) para los diversos grupos cristianos.
Conforme a las palabras de Jesús (¡no os preocupéis, no os afanéis por muchas cosas!: Mt 6, 25-34 par), la función del Papa/Mama, Amigo/a... no será resolver los problemas de cada iglesia, diciendo a todos los fieles del mundo aquello que han de hacer (como si fuera subordinados), sino mantener la primacía de los pobres, iniciando desde ellos la unidad de vida que esté en la línea de Pedro que dijo a Jesús: «tú eres Cristo», mesías de los pobres (Mt 16, 16). Eso significa que el verdadero cambio del papado no empieza en el papado, sino en el conjunto de las iglesias, que han de empezar asumiendo la dinámica de evangelio, de tal forma que después (¡sólo después!) podrá hablarse de un cambio del Papa[6].
Ciertamente, el Papa actual puede y debe ofrecer su aportación, pero ella ha de ser básicamente animadora y receptiva. No puede aprovechar su poner actual para reformar por la fuerza las instituciones de la iglesia, pues de esa forma pasaríamos de un tipo de constantinismo a otro igualmente impuesto por la fuerza. La primera tarea del Papa será la de animar a las comunidades (regiones eclesiales, diócesis, congregaciones religiones...) para que ellas mismas asuman su responsabilidad cristiana y respondan con libertad al evangelio, a fin de que el mensaje y vida de Jesús se expanda generosamente. La segunda será la de ofrecer espacios de diálogos para las diversas comunidades puedan compartir experiencias y caminos desde la diversidad. Sólo así podrá presentarse como representante y portavoz de esa comunión de las iglesias, pero siempre en línea de gracia, no de leyes o méritos.
Las leyes y méritos distinguen y separan, pues clasifican a los hombres según capacidades y logros, dentro de un sistema religioso. Por el contrario, la gracia vincula en igualdad de amor, pues no quiere demostrar ya nada, ni conquistar cosa ninguna, sino sólo que unos y otros puedan vivir en comunión, superando los poderes religiosos de un sistema que intenta imponerse como jerarquía. La gracia es anarquía (caos), pero no en línea de improvisación (que fácilmente desemboca en la violencia), sino de amor activo y entrega mutua y gozosa, por encima de todos los esquemas de poder, propios del sistema. Sólo por gracia pueden vincularse judíos y gentiles, hombres o mujeres, regalándose la vida, sin dividirse en superiores e inferiores, buenos y malos, sabios e ignorantes. La gracia no se conquista, sino que se vive y goza, se regala y comparte. Sólo así, en comunión con los más pobres, podremos hablar de un Pedro-Papa no afanoso, que lo hace todo no haciendo nada especial, pues quiere que todos puedan vivir en libertad y comunión cristiana.
Con ese Pedro-Papa, que no impone ni obliga, no busca primados, honores o clases superiores, sino que expresa el diálogo de todos, escuchando activamente a cada uno, podrían sentirse en comunión no sólo los demás cristianos (ortodoxos, protestantes), sino incluso otros creyentes de las grandes tradiciones (hindúes, budistas, taoístas, por poner unos ejemplos). Por eso, queremos repetir que la función real del Papa no es hacer cosas, que terminan separando (escribir documentos, trazar distinciones), sino suscitar espacios de distensión en gratuidad.
Para ello no necesita dinero, ni zonas de poder, ni dignidades, sino sólo fe en el hombre, que es hijo de Dios, y solidaridad con los más pobres, en cuyo lugar se quiere situar, dejando que ellos (los pobres) le acepten, pues son ellos los que le reconocen y dan autoridad de Papa, siempre que le vean como signo de evangelio[7]. Un Papa que dirige a las comunidades por arriba, sin dejar que ellas expresen libremente su palabra, no es ministro de la iglesia de Jesús. Sólo en la medida en que simboliza y acoge la palabra autónoma y gratuita de todos, asumiendo la voz de los rechazados del sistema, puede llamarse infalible, con la iglesia, como hemos indicado[8].
NOTAS
[1] Evidentemente, lo que llamo «milagro» no es una demostración exterior de fuerza, sino el despliegue de la humanidad como amor, en la línea de los gestos de Jesús. En esa línea quiero hablar de un posible futuro del papado, es decir, de un servicio de unidad cristiana, de tipo no jerárquico. Nadie conoce las respuestas, nadie sabe de antemano lo que vendrá en concreto según el evangelio, aunque tengamos la esperanza de que seguirá fluyendo el agua de la Vida que es Dios a través de la vida humana, en camino de muerte y resurrección. Por eso tenemos que respetar el despliegue de la historia y, sobre todo, fundarnos bien sobre la base de evangelio. Pienso que la experiencia del caos ha sido buena y necesaria, pues nos permite descubrir mejor el valor de los pobres, haciendo que nos situemos de nuevo ante el Espíritu y la Palabra de Dios. Pero éste ha de ser, según Jesús, un «caos que se abre con la llave del amor», abierto a una fraternidad evangélica, que nos permiten vincularnos con los más pobres, retomando el espíritu del comienzo de la iglesia. No podemos resolver la crisis y salir del caos a través de unos programas bien racionalizados, pues ellos nos conducirían a nuevas dictaduras.
[2] En esa línea, hemos dicho que el Papa tiene que dejar las seguridades anteriores del sistema, para empezar la ruta de Jesús desde y con los pobres. De ellos recibe su poder (¡todo el que tiene!), de ellos recibe su palabra (¡toda la palabra!), pues sólo la muerte de Jesús, que ha penetrado con su amor en el caos del infierno (de la opresión y de la muerte), le permite y nos permite iniciar el proceso nuevo: «caminemos...». El Papa tiene que escuchar esta palabra con los pobres, es decir con aquellos que no tienen ni quieren imponer un tipo de seguridad, para iniciar, desde esa situación, la marcha que vincula a los creyentes, pues sólo avanzando juntos (caminemos) pueden surgir nuevas formas de comunión en gratuidad, superando el caos de la pura muerte, iniciando la travesía compartido de la construcción pascual cristiana. Sólo quien tiene esta experiencia de muerte radical (entrando en el caos) puede iniciar un camino de resurrección compartida, buscando formas de comunicación que no sean impositivas. Ése fue el reto de Pedro, según Mt 16, 17-17, éste es, a mi juicio, el reto actual del papado. El sistema antiguo ha tendido a emplear el imperativo, diciendo a los demás lo que han de hacer: «¡caminad!». El subjuntivo de Pablo (¡caminemos!) subvierte el orden anterior, invitando a todas las personas a que vivan desde la pasión y el gozo del amor de Cristo, abriendo un espacio de comunicación no impositiva. Es una invitación y un ejemplo para caminar. No una imposición.
[3] Desde un punto de vista racional (legal), la iglesia resulta inviable, pues no se basa en intercambios económicos o sociales que vinculan a los hombres en forma de sistema, sino en una experiencia de gratuidad. A pesar de eso, ella ha funcionado (ha vivido y creado esperanza), siempre que se ha dejado guiar por el impulso del evangelio, superando el nivel de la racionalidad sacral, donde han tendido a situarse sus instituciones. En el próximo apartado veremos que ella es una especie de bazar, donde los hombres y mujeres no intercambian unos bienes más o menos necesarios para vivir, sino la misma vida, asumiendo y superando el nivel de las relaciones intimistas (de novios o amigos, padres e hijos, hermanos y compañeros etc) y la racionalidad de un sistema que intenta fijar por ley las relaciones sociales. La iglesia es un experimento vivo, es decir, inmanejable, de comunicación concreta que se abre a todos los hombres y mujeres, partiendo de los pobres, un tipo de mercado universal donde todo se regala, pero nada se compra ni vende,
[4] El ordenamiento jerárquico de la sociedad apela al dinero y a la espada y acaba estando al servicio de sus beneficiados. Por el contrario, los servidores eclesiales (que pueden ser obispos y/o presbíteros, con otros ministerios: Papa/Mama, Hermano/a, Amigo/a...) forman parte del mismo despliegue de amor de la comunidad, al servicio de los pobres y desde los pobres, pero nunca sobre los pobres (cf. Lc 10, 35-45). Estoy convencido de que, en este contexto, según la tradición de la iglesia latina, se puede y debe hablar de la función de un obispo de Roma, como signo de unidad y amor mutuo en la diversidad, por encima de toda jerarquía; pero ese obispo no podrá imponer un tipo de unidad, ni servir a los demás desde el vértice de una pirámide o sistema, pues todos los cristianos se sirven entre sí, sin que unos sean superiores a los otros. No tendrá que resolver los problemas de cada iglesia, pues cada iglesia resolverá los suyos, sino que será signo de la gracia y comunicación, de libertad y creatividad de las iglesias. Sólo cuando el Papa abandone sus poderes jerárquicos (no su cuidado de amor) y cada iglesia sea responsable de sí misma, podrá hablarse de unidad cristiana, en línea de evangelio.
[5] Acaba así una etapa de iglesia y no podemos predecir cómo será la futura, pues depende de lo que soñemos, busquemos y hagamos, confiando en el Dios que se ha encarnado por Jesús en nuestra humanidad. Pero estamos seguros de que las «puertas del infierno no prevalecerán» (cf. Mt 16, 17-18), pues ella es anticipo y signo del Reino
[6] La situación actual, con los grandes poderes vaticanos, pertenece a un tiempo ya pasado, en la línea de un sistema sacral, como si el Papa tuviera que resolver, con su equipo vaticano, los problemas de todos los restantes católicos del mundo, que estarían obligados a acatar sus decisiones. Ha pasado ese tiempo y descubrimos que la primera tarea del Papa, como sucesor de Pedro, no es «hacer cosas», sino querer que hagan todos y todas, las iglesias católicas y las restantes iglesias, en libertad solidaria, siendo así testigo de la gracia. Volvemos así a la oposición paulina entre las obras y la gracia mesiánica. Había ciertos judíos (¡no todos, ni los mejores!) y ciertos cristianos (¡tampoco los mejores!) que querían (y quieren) salvarse por las obras, a través de organizaciones y sistemas sacrales, fijados desde arriba, en claves de talión (propias del imperio). Pero, como han sabido siempre los buenos judíos posteriores, con muchos católicos, y como puso de relieve la reforma protestante, la salvación de Dios es gracia que se expresa de un modo especial desde los pobres. Por eso, la primera experiencia de alguien que quiere ser cristiano, como el Papa, no es hacer y organizar, sino vivir de un modo evangélico, en ternura y servicio a los demás, pues sólo la gracia y el servicio concreto a los pobres vincula en amor a los hombres, partiendo de los expulsados del sistema. Pedro no resolvió los problemas de las restantes iglesias y grupos, sino que les acompañó en la gozosa tarea de expresar el evangelio. Por eso, a su lado hallamos las comunidades de Pablo y de Esteban, de los helenistas y los galileos que trazaron sus propios caminos, desde el impulso del mensaje y pascua de Jesús, resolviendo de formas distintas sus dificultades. La grandeza de Pedro no estuvo en dictar sentencias o nombrar obispos, sino en mantener el testimonio de una mesura evangélica (no política), que consiste en aceptar por gracia a todos, apareciendo así como testimonio de una fe mesiánica en la que caben muchas y distintas comunidades.
[7] La función del Papa no es promover el progreso y crecimiento del sistema (ni de su diócesis de Roma, ni del conjunto de las iglesias católicas), sino expresar la gratuidad que hace posible el diálogo y encuentro de todos (incluso de los no cristianos), a partir de los pobres. Ciertamente, la función de un Papa hiper-activo (como Juan Pablo II), de gran personalidad, capaz de convocar con sus apariciones y viajes a miles y millones de personas, como líder mundial al que se acercaban reyes y ministros del imperio, puede tener ciertas ventajas. Pero resultan pasajeras y pueden acabar siendo contrarias al evangelio, si convierten al Papa en alguien que habla y actúa desde una postura dominante.
[8]Lo que importa no es el crecimiento o ruptura del sistema vaticano, siempre pasajero, sino la libertad en el amor, es decir, la comunión gratuita entre los hombres como presencia de resurrección. Quien quiere resolver todos los problemas desde arriba no cree en la libertad de los hijos de Dios, llamados a la gracia y capaces de comunicarse en de amor mutuo. Un Papa que hace muchas cosas para solucionar los problemas de los otros es poco católico, pues no deja que los otros sean ellos mismos. En este contexto de nueva búsqueda papal puede (y debe) conservarse la memoria y función simbólica de Roma, que en tiempo de Pedro y Pablo constituía un signo de universalidad, en perspectiva de imperio. Pero lo que importa no es Roma como expresión de una historia pasada, sino como referencia de comunión evangélica actual. El Papa no es Papa por romano, sino por consenso renovado de las iglesias. Si un día todas ellas pensaran que es mejor otra referencia de unidad y memoria de Pedro el obispo de Roma dejaría de ser Papa.