Hombre y mujer en plenitud: un paraíso

Paraíso original
Estrictamente hablando, el “paraíso” es el lugar y estado de bienaventuranza o felicidad final de los hombres salvados que la tradición cristiana suele presentar a veces como “cielo”, es decir, como el lugar/estado superior donde moran Dios y sus santos. Para el judaísmo la primera imagen del cielo es el Edén del principio. «Yahvé Elohim plantó un huerto en Edén, hacia el oriente...» (Gen 2, 8). Sobre la estepa del mundo ha creado Dios un jardín, para que el hombre lo disfrute y lo cuide.
El hombre es así jardinero del cielo: le ha encargado Dios la guarda y cultivo de huerto-paraíso (Gen 2, 15-16), donde brota y discurre la fuente de aguas que luego se abre en cuatro ríos que riegan todo el universo. Ese paraíso es lugar de piedras hermosas, árboles inmensos, con toda la belleza y fecundidad imaginable, es lugar donde el hombre acoge a la mujer (y viceversa) y donde ambos conviven en paz con los animales. El cielo del hombre consiste según eso en acoger el don de Dios (huerto del mundo) y cultivarlo en gesto agradecido, en armonía de amor con todo el universo (cf. Gen 2, 4b –3, 24).
El paraíso en los profetas
En esa línea han avanzado los textos proféticos, hablando ya de un paraíso para los tiempos finales, proyecto y utopía de reconciliación y transformación de la naturaleza para el fin de la historia, en línea mesiánica. Así lo ha destacado Isaías, al hablar no sólo de la armonía final, pacífica, de pueblos, en torno a Sión (cf. Is 2, 2-4), sino de la renovación de la misma naturaleza: «El lobo habitará con el cordero, y el leopardo se recostará con el cabrito. El ternero y el cachorro del león crecerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. La vaca y la osa pacerán, y sus crías se recostarán juntas. El león comerá paja como el buey…» (Is 11, 6-7). Ésta es una visión general de la profecía, que habla de un cielo en la tierra, situado precisamente en el entorno de Jerusalén (cf. Ez 47).
Éste sigue siendo un cielo o paraíso terreno. Pero en esa línea se puede llegar a la imagen de una transformación más honda, que implica un paraíso superación de la muerte. Así lo dice el pequeño Apocalipsis de Isaías: «Entonces destruirá sobre este monte destruirá la losa que cubre a todos los pueblos y el velo que está puesto sobre todas las naciones: el Señor Yahvé destruirá a la muerte para siempre y enjugará toda lágrima de todos los rostros… y se dirá: Éste es nuestro Dios!¡ En él hemos esperado, y él nos salvará» (Is 25, 6-7). Entonces se podrá hablar de una transformación total del universo, de manera que el mismo Dios que al principio “creó los cielos y la tierra” (Gen 1, 1) dirá al final: «He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva. No habrá más memoria de las cosas primeras, ni vendrán más al pensamiento» (Is 65, 17).
Judaísmo helenista
En ese fondo se sitúan las diversas imágenes del cielo, interpretado casi siempre como culminación de la historia humana, como reconciliación definitiva y amorosa de la vida, en el entorno de la Nueva Jerusalén: «Los hijos del gran Dios vivirán todos alrededor del templo, en paz, gozándose en aquello que les concede el Creador, el Monarca justiciero, pues él sólo les protegerá y asistirá con gran poder, con una especie de muro de fuego ardiendo en derredor. Sin guerras vivirán en sus ciudades y en los campos, pues no les tocará la mano de la guerra mala... Y entonces, en verdad, las islas y todas las ciudades dirán: Cuánto ama el Inmortal a estos hombres, pues todos serán sus aliados y les ayudarán: el cielo, el sol por Dios conducido y la luna... Habrá una gran paz por la tierra... Y entonces (Dios) hará nacer un reino para la eternidad, destinado a todos los hombres, santa ley que antaño concedió a los piadosos... De todos los lugares de la tierra llevarán incienso y regalos a la Morada del gran Dios...» (Oráculos Sibilinos III, 702-780).
El mismo Filón de Alejandría, que por su visión más helenista podría haber hablado de un cielo meramente espiritual (separado de la tierra), sigue siendo fiel a la tradición israelita, de manera que presenta el cielo como transformación de este mundo, en la línea del mito de la edad de oro de de Is 7-11: «Yo pienso que cuando esto ocurra [cuando se amansen las fieras que los humanos llevamos en el alma], los osos, los leones y las panteras, los animales de la India (elefantes y tigres) y todas las demás fieras de vigor y poder invencibles cambiarán su vida solitaria y aislada en una comunidad y poco a poco, a imitación de las criaturas gregarias, se tornarán mansos en presencia del hombre... En medio de todos estos animales (escorpiones, cocodrilos e hipopótamos...) le es dado al hombre virtuoso permanecer protegido por una santa inviolabilidad, pues Dios ha honrado a la virtud concediéndole el privilegio de estar al abrigo de cualquier amenaza... » (De Praemiis 90-91).
Textos apocalípticos
Desde aquí se puede hablar de un paraíso más judío o más universal. En la línea más particular se dice: «Para vosotros (los judíos fieles) está abierto el paraíso, plantado el árbol de la vida, dispuesto el tiempo futuro, reservada la abundancia, edificada la ciudad, asegurado el descanso, lograda la bondad y más conseguida aún la sabiduría. La raíz mala quedó cortada en vosotros, la enfermedad extinguida, la muerte alejada; el infierno se retira, no se conoce ya la corrupción. Pasarán para siempre los dolores y estará presente la inmortalidad como tesoro» (4 Esdras 8, 52-55).
En la línea de la transformación universal, abierta al cosmos se puede decir: «Y cuando el Mesías habrá humillado el mundo entero y cuando reine en paz por siempre sobre el trono de su realeza, entonces se revelarán las delicias, se mostrará la tranquilidad. En aquel tiempo, la salud descenderá como rocío y se alejará la enfermedad. Las preocupaciones, dolores y gemidos se alejarán de los hombres, se expandirá el gozo por toda la tierra. Nadie morirá prematuramente; ninguna desgracia llegará de improviso. Juicios y acusaciones, luchas y venganza, crímenes, pasiones, celos, odio y todas las cosas semejantes sufrirán condena, después de haber sido extirpadas. Esto se refiere a los que han llenado de males la tierra, y por su causa ha sido muy turbada la vida de los hombres. Las bestias salvajes saldrán de la selva para ponerse al servicio de los humanos; serpiente y dragón saldrán de sus cuevas para obedecer a un niño. Las mujeres no sufrirán más en sus partos, ni se angustiarán cuando alumbren el fruto de su seno. En estos días, los segadores no conocerán fatiga, ni se cansarán los constructores. Los trabajos progresarán por sí mismos, al ritmo de aquellos que los realizan, en reposo completo. Porque este tiempo será el fin de la corrupción y el principio de la incorrupción» (2 Bar 73-74; en P. BOGAERT, Ap. Baruch, SCh 144, Paris 1969).
Las visiones finales sobre el cielo pueden ser distintas, pues unos judíos creían (y creen) en la inmortalidad del alma, otros no; unos creían (y creen) en la resurrección, otros no. Pero todos concuerdan en lo esencial: hay un futuro “celeste”, un paraíso final para los hombres. En esto concuerdan textos tan diversos como un tratado de Filón de Alejandría, los oráculos apocalípticos de 4 Es y de 2 Bar, y los oráculos Sibilinos. Esto significa que nos hallamos ante un elemento común de la tradición israelita: ante una esperanza de renovación humana y plenitud, que se expresa con rasgos simbólico (míticos), porque rompe y desborda el orden actual (racional) de la historia. Esta visión del cielo pertenece a lo que podríamos llamar la razón utópica, que no intenta justificar lo que existe, en gesto de sometimiento a la realidad, sino que busca y pretende suscitar aquello que debe existir, desde el don supremo de Dios. Lógicamente, esta razón utópica será de tipo imaginativo y deberá expresarse con signos y figuras evocadoras, que desgarran de algún modo las fronteras de lo que hay, abriéndonos al misterio de lo que debe venir.
Nota final: para los cristianos, el paraiso es la
resurrección
Para los cristianos, el "paraiso de Dios" se condensa y expresa en la resurreección de Jesús, entendida como cumplimiento y sentido de la vida humana.
Entandido así, el paraíso no es una evasión, sino signo de la fidelidad más honda de los hombres, al servicio de la vida, en la línea de Jesús que sigue presente en aquellos que aman y sirven a los demás. Ese paraíso de la resurrección no es algo "exterior", algo que adviene desde fuera, sino la experiencia suprema del Dios que está presente en aquellos que despliegan gratuitamente su vida al servicio de los demás.
Teniendo esto en cuenta, en los días siguientes trataré de mostrar el sentido de la vida como "paraíso", desde la perspectiva de la pascua de Jesús.