Israel, mesianismo pacífico. La gran utopía (más allá de Gaza)

Pero ese mismo Israel, en gesto sorprendente de complementariedad, se ha presentado como promotor de un camino ejemplar de pacificación que nos sigue iluminando todavía, como indicarán los temas que siguen:
(1) Trasferencia orante.
(2) Revelación profética.
(3) Mesianismo de la paz.
1. Trasferencia orante de la violencia
No es fácil escapar de la violencia, pues ella existe y persigue a los hombres, como saben los israelitas antiguos y sus herederos judíos. La Biblia ha conservado el testimonio de muchos hebreos perseguidos, que han tenido una percepción muy aguda de la violencia, una sensibilidad especial ante las persecuciones.
Pues bien, algunos de ellos, en especial tras el exilio del siglo VI en Babilonia, han intentado "dominarla" de algún modo "verbalizándola", esto es, diciéndola en un tipo de palabra orante. En esa línea se sitúan muchos salmos y oraciones, con el testimonio de unos hombres y mujeres que han sufrido la persecución externa y que responden sin violencia externa, pero elevando su palabra a Dios y pidiéndole justicia e incluso venganza. Esta dinámica de violencia externa y contra-violencia interna constituye una aportación central de la historia y teología israelita, conforme a este esquema que nos sitúa ya en una línea de superación de la guerra :
1. Lamento: lejanía de Dios. El orante descubre que la violencia que sufre depende de Dios: "¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome, hasta cuándo me esconderás tu rostro?" (Sal 13, 2). "¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Sal 22, 2-3). Siente que persecución humana es una consecuencia de la lejanía de Dios, que parece esconderse (cf. Sal 10, 1), y por eso le llama, presentándole su causa: "Me turba la voz del enemigo, los gritos del malvado: descargan sobre mí calamidades y me atacan con furia" (Sal 55, 2-3); "me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de insolente..." (Sal 2, 17).
2. Súplica. Por eso, desde el centro de su persecución o dolor, el orante se refugia en Dios y busca en él su ayuda: "Atiende y respóndeme, Señor, Dios mío; ilumina mis ojos; líbrame del sueño de la muerte" (Sal 13, 4). Así concibe a Dios como cimiento y sentido de su vida y por eso suplica su ayuda, cuando todo el resto de las cosas y los hombres falla: "Pero tú, Señor, no te quedes lejos; Fuerza mía, ven corriendo a liberarme" (Sal 22, 20).
3. Canto de confianza. Tras elevar ante Dios sus pesares, el orante se siente seguro de la victoria final. Así puede terminar diciendo: "Pero yo confío en tu lealtad, mi corazón se alegra con tu salvación, y cantaré al Señor por el bien que me ha hecho" (Sal 13, 6). Dios mismo hace que cese la violencia: "Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo... Porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro; cuando le pidió auxilio le escuchó" (Sal 22, 24-25).
Ciertamente, la violencia tiene un aspecto externo. Pero en su nivel más hondo, ella es un asunto religioso, de manera que sólo Dios puede resolverla, como ha sabido el judaísmo, experto en dolores, desde el 67-73 d. C. (destrucción del templo de Jerusalén) hasta el 1939-1945 (Holocausto).
Desde ese fondo podemos preguntarnos por la identidad de los perseguidores, que aparecen con rasgos uniformes, aunque, sin duda, son personas concretas: ¿Son gentiles que atacan a los israelitas? ¿Son israelitas seguros de sí mismos que, con su prepotencia, amenazan a los pobres y devotos, que no tienen más refugio que Yahvé, su Dios? . Pueden ser ambas cosas y su forma actuar es uniforme.
(1) Ellos atacan a los buenos israelitas, como fieras salvajes (17, 12; 22, 22), intrigan contra ellos (37, 12), les ponen trampas (35, 8) y murmuran (41, 7-8): "Han tendido una red a mis pasos... me han cavado delante una fosa" (57, 7)...
(2) Ellos combaten también contra Dios (5, 11) y le desprecian (10, 3). Insolentemente afirman: "no hay Dios que pida cuentas" (10, 4; cf 28, 5); "no tengo miedo a Dios ni en su presencia (36, 2), pues piensa el necio que no existe Dios" (14, 1; 53, 2).
Así se vinculan rechazo contra Dios y la persecución contra los hombres. Los perseguidores son sin duda personajes poderosos que utilizan su influencia en beneficio propio, rechazando la solidaridad del pueblo.
Los perseguidos no pueden (ni quieren) responder de forma externa. Por eso apelan y presentan su causa (inocencia), en gesto de no-violencia religiosa, pidiendo a Dios que resuelva el problema: que combata a su favor y así destruya con justicia (violencia) superior (¿vengadora?) a los malvados:
Dales muerte, Dios mío, para que mi pueblo no se olvide;
dispérsalos, derríbalos con tu potencia...
Salga condenado en el juicio y que sus días sean breves;
que otro tenga que ocupar su empleo;
que sus hijos queden huérfanos;
que su mujer quede viuda y sus hijos vagabundos...;
que muera su posteridad... y se acabe su apellido;
que Yahvé recuerde la culpa de sus padres
y no borre los pecados de su madre...
(Sal 59, 12; Sal 109, 7-10.13-14).
Textos como estos pueden producirnos malestar por la manera en que trasfieren la violencia externa al plano del corazón y los deseos más profundos. Nos chocan aún más porque el orante identifica su causa y la de Dios, a quien le piden que cumpla su justicia. Pero son muy novedosos e introducen un principio de superación de la violencia, pues no apelan a la lucha externa, sino que dejan en manos de Dios la respuesta y solución del problema. Ellos expresan un tipo de "catarsis" interior: los perseguidos se elevan y resisten, desplegando un tipo de personalidad más honda, frente a los perseguidores inseguros que no tienen más poder que la fuerza bruta.
Esta ha sido quizá la mayor ruptura y creación psicológica de la historia de occidente. En otros casos, lo triunfadores externos (perseguidores) han escrito siempre la historia "canónica" presentándose como justos y justificando su triunfo de forma ideológica y religiosa. Aquí nos hablan unos "perdedores" que descargan su conciencia y piensan, sabiéndose justos ante Dios y ante sí mismos. Ya no son objetos del "deseo" y triunfo de los otros, sino que se elevan ante Dios y antes sí mismos como "sujetos", dueños de su propio destino.
Son capaces de entender y decir las cosas de una forma nueva. Estos orantes de los salmos, con otros como Job, el Siervo de Yahvé (Is 40-55) y el Justo Sufriente de la Sabiduría (Sab 2-3), constituyen el principio de una humanidad distinta, que renuncia a responder a la violencia, en línea de talión, dentro del mundo, dejando en manos de Dios la respuesta, es decir, buscando una respuesta propiamente humana, más allá de la simple retribución, pues, según ella, "quien a espada mata a espada muere", en espiral de sangre sin fin.
La respuesta de estos orantes no es aún completa. No está todavía articulada en forma mística como harán muchos cabalistas judíos posteriores, o en forma evangélica como Jesús o iluminada como Buda. Pero es una respuesta ejemplar, que enseña a desactivar una bomba de violencia que, de lo contrario, acabaría destruyendo toda forma de vida sobre el mundo (como ahora, siglo XXI, estamos viendo). De esa forma, iniciando un camino de concientización y trasferencia verbal, estos orantes y judíos no-violentos han abierto un camino de paz en medio de la violencia del conjunto social. Así ofrecen un testimonio positivo de superación de la violencia externa, como el Apocalipsis cristiano, pidiendo a Dios que responda a los inocentes (cf. Ap 6, 9-11): que responda él, Dios, haciéndolos capaces de superar la violencia externa .
2. Revelación profética. Renuncia creadora a la violencia
La trasferencia orante de la violencia, en la que pudiera mezclarse todavía un deseo de venganza, ha quedado superada por una postura fuerte de no-violencia activa, propia de aquellos profetas que apelan a Dios y renuncian a luchar en guerra externa, superando de esa forma la defensa armada (la llamada "guerra justa" y la lucha interhumana). Así trazaron un camino impresionante de profundización religiosa que, asumido por Jesús, constituye todavía un testimonio clave de la historia humana. Su actitud se funda en el primer mandamiento del decálogo, que ellos han ampliado y aplicado a la prohibición de los armamentos y pactos militares . Ese mandamiento dice: "no tendrás otros dioses frente a mí" (Ex 20, 3; Dt 5, 7). Las armas y pactos militares son "dioses" y por eso deben rechazarse, como idolatría.
Este rechazo de los dioses implica una experiencia más alta de Dios a quien los fieles miran como padre, amigo, esposo, que cuida de los suyos (por creación y alianza no militar). Por eso, los que buscan su cobijo en las armas, los que se defienden apelando a los pactos militares y al dinero están cometiendo un pecado de idolatría: rechazan el poder de Dios y se destruyen a sí mismo como pueblo mesiánico, elegido por Dios sobre la tierra.
Por las armas (ejército) y los pactos militares, los hombres ponen su confianza en algo construido por los hombres y no en Dios. La multitud de los soldados es un pecado contra Dios (Os 10, 13), lo mismo que sus ciudades fortificadas, sus alcázares guerreros (Os 8, 14), porque Dios defiende al pueblo sin arco ni espada, sin caballos militares y sin guerra (Os 1, 7). Así dice el creyente: "No montaremos a caballo (para luchar), no volveremos a llamar dios a la obra de nuestras manos" (Os 14, 4).
Esta experiencia (que reaparece en textos como Miq 5, 9-10, Hab 1, 16, Zac 4, 6) invierte de forma consecuente la experiencia de la guerra santa en la que Dios actúa de un modo divino a través de los soldados de su pueblo. Pues bien, ahora se sabe que Dios es "tan divino" que no necesita soldados, sino que actúa y se expresa por la fe y la vida de sus fieles, superando los principios de la justicia distributiva (del talión guerrero). Esta es una experiencia que aparece de manera especial en Isaías quien, hablando del pecado de Israel, habla de ídolos (plano más sacral), tesoros (plano más económico) y carros-caballos de combate (plano más militar: Is 2, 7-9). Las armas son una idolatría, porque expresan la soberbia de los hombres que quieren defenderse con violencia (en línea de juicio) y así niegan a Dios que es gracia.
Confían en los carros porque son numerosos
y en los jinetes porque son fuertes,
sin mirar al Santo de Israel ni preocuparse del Señor
(Is 31, 1).
Estas palabras, proclamadas en contexto de polémica antiegipcia, son el centro de la fe israelita: el hombre no nace por la fuerza, la paz no se consigue por defensas militares. Lo que al hombre le funda y sostiene es la confianza en Dios, la comunicación gratuita de la vida, reflejada en el niño que nace en medio de la guerra y a quien su madre acoge y educa. Todas las guerras (y victorias) de la historia son incapaces de hacer lo que una madre: engendrar y educar a un nuevo ser humano, a quien ella misma llama Dios con nosotros, Emmanuel (cf. Is 7, 14).
Los pactos militares y las guerras dejan al hombre bajo la violencia de los imperios (Cf. Os 5, 12-14; 7, 8-12; 8, 8-10; Is 30, 1-5; 31, 1-3; Jer 2, 18.36-37; Ez 16, 26-29; 23, 1-27).
«Los profetas no condenaron los pactos y alianzas por miedo a que el culto se contaminase o porque implicaban una invocación de los dioses paganos, sino porque iban directamente, en sí mismo, contra el primer mandamiento. Lo que preocupaba en los profetas eran los nuevos dioses que el pueblo se había forjado, los grandes imperios, que han suplantado a Yahvé, como lo había suplantado antes Baal, convirtiéndose en "amantes" del pueblo» .
Ese tipo de pactos y guerras atribuyen a las armas lo que sólo pertenece a Dios (la capacidad de fundar, sostener y pacificar la vida de los hombres). Ellos expresan así la "idolatría de la política": la soberbia del hombre que quiere hacerse Dios (como en Gen 2-3), que sacralizan su poder y piensan que así pueden salvarse a sí mismo. Ellos repiten la historia de Adán/Eva, cuando pretendieron convertirse en dioses, la lógica de la torre de Babel, donde los hombres quieren refugiarse, superando los riesgos militares y sociales de la historia. Así actúa la violencia humana, no la gracia de Dios que se expresa en la comunicación gratuita de la vida de los hombres .
La misma fidelidad religiosa conduce, por tanto, al desarme militar: allí donde los hombres confían en Dios, ellos deben superar la guerra, rechazando los juicios y métodos violentos que no engendran más que destrucción sobre la tierra. Este es el principio y sentido radical del pacifismo teológico, que constituye quizá la mayor aportación religiosa de Israel. Se trata de un ideal religioso y teológico muy hondo, que puede y debe presentarse como principio radical de vida para los israelitas y para el conjunto de los hombres. Es un ideal que nos sitúa más allá de los "ministerios de defensa", los pactos militares y las guerras que definen la realidad actual:
Al final de los tiempos estará firme
el monte de la Casa del Señor..
Será el Mediador de las naciones, juez de pueblos numerosos:
De las espadas forjarán arados; de las lanzas podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo
No se adiestrarán para la guerra...
Habitará el lobo con el cordero,
la pantera se tumbará con el cabrito...
la vaca se tumbará con el osos, sus crías pacerán juntas..
Porque está llena la tierra del Conocimiento del Señor,
como el mar que está colmado de aguas...
(Is 2, 2-4; 11, 6-9).
Sólo allí donde los hombres superan la lógica de guerra puede elevarse y se eleva la gran profecía/utopía de la reconciliación cósmica, que está en el fondo de los mismos relatos de la creación (Gen 1-2) . Esta es la grandeza de la profecía, que apuesta por la no-violencia creyente y la propone a los israelitas en medio de una tierra convulsiva, conflictiva. Precisamente allí, donde los hombres se oponen, desde su hondura religiosa, a la exigencia fáctica de los pactos militares y la guerra, allí donde apelan a la gracia de la vida como principio de existencia puede desvelarse y se desvela el Dios de la Vida y de la Gracia, como los cristianos ven en Cristo.
3. Pacifismo mesiánico: inversión de la violencia, el Siervo de Yahvé
A partir de los anterior y recreando (invirtiendo) los principios de violencia mesiánica, puede desvelarse un mesianismo utópico de paz, como retorno al paraíso de la reconciliación con la naturaleza y restantes hombres.
(1) Es reconciliación social: "De las espadas forjarán arados..." (Is 2, 2-4; Miq 4, 13). La paz es don de Dios, sobre todo pacto militar y toda guerra. Pero, al mismo tiempo, ella es resultado de una opción de los creyentes que, fundados en la voz de los profetas, destruyen lo anterior (espadas) para construir unos signos de paz compartida y trabajada (arados, podaderas).
(2) Es reconciliación cósmica, pues allí donde el ser hombre avanza en la paz puede cambiar y cambiará la misma lucha anterior del mundo: «Se juntarán el lobo y el cordero...». (cf. Is 11, 6-9). Frente a la lucha cósmica actual (cosmo-maquia, evolución violenta, struggle of life), podrá surgir al fin un tipo de vida reconciliada con la vida, en una especie de anticipo pascual.
(3) Es celebración, fiesta de la vida: El Señor de los ejércitos prepara para todos los pueblos en este monte un banquete de manjares suculentos, un festín de vinos de solera... Aniquilará la muerte para siempre, enjugará las lágrimas de todos los rostros... (Is 24, 6-8). En el fondo de las violencias latía el miedo de la muerte, opresión radical, problema de todos los problemas, pues la Biblia sabe que el hombre ha sido creado para la vida. Por eso, donde triunfa la paz puede expresarse la victoria de Dios sobre la muerte, como esperanza universal.
De esta forma, al vincularse profecía y mesianismo, Dios se expresa como principio de vida y garantía de futuro. Por eso, el Mesías no será ya guerrero que triunfa, sino alguien que abre un camino de reconciliación dando la vida por los otros . La paz es regalo del Dios que destruye las armas, vinculando a los vivientes sobre el Monte Santo del festín definitivo de la vida. Pues bien, en una situación como la nuestra, ese camino de paz resulta peligroso y arriesgado ¿Quién puede atreverse a promoverla? En este campo no bastan las teorías. Son precisos los hombres capaces de asumir ese camino y realizarlo, como sabe el evangelio de la paz del Segundo Isaías (Is 40-55), cuando habla de unos hombres mesiánicos, partidarios o representantes del Dios de la Paz (Siervos de Yahvé), portadores de gratuidad y no-violencia. Así los hemos presentado en la dedicatoria de este libro: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la buena noticia de la paz!» (Isaías 52, 7).
Los representantes de ese Siervo-Mensajero aceptan el sufrimiento y reciben la injusticia, sin reaccionar de manera violenta. De esa forma empiezan a romper la cadena de violencia (acción y reacción, retribución y juicio) que dominaba sobre el mundo. No responden a la guerra con la guerra, no cargan su culpa sobre otros, sino que asumen la carga de la culpa colectiva (aunque no la hayan realizado) y de esta forma van abriendo el camino que conduce hacia la nueva humanidad reconciliada.
«(Ese Siervo...) ha venido a presentarse, por decisión del mismo Dios, en el receptáculo de toda violencia. Así puede presentare como el sustituto de todos los miembros de la comunidad... "Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros" (Is 53, 6)... Lo más impresionante en este caso del Siervo es su inocencia, el hecho de que no tiene ninguna relación con la violencia y ninguna afinidad con ella. Así podemos añadir que no es culpable porque no es violento, porque no responde al mal con otros males, rompiendo así la lógica de la acción y reacción que dominaba sobre el mundo, culminando en los diversos tipo de guerra social y militar» .
Este Siervo es un chivo emisario sobre el que descargan los pecados de los hombres (y la violencia de un Dios que parece cerrarse en el talión); de esa forma, como derrotado, puede abrir un camino nuevo en la visión de Dios y de los hombres. (1) Este es Siervo-Mensajero de un Dios no violento, que ama y ofrece la vida sin pedir que le rindamos cuentas de ella, pues no quiere controlarnos. (2) Este Siervo-Mensajero queda en manos de unos hombres violentos, que le atrapan en la espiral de sus envidias y acaban por matarle porque es diferente y con su misma diferencia (no-violencia) parece condenarles (cf. Sab 2-3). Este es el "hombre de Dios" a quien sacude la injusticia del mundo y no responde con nuevas injusticias; el que acepta el sufrimiento de la vida y carga con la culpa de los otros (la comunidad, el mundo entero), presentándose ante Dios como garante de una humanidad reconciliada. Los Cantos que presentan su figura (Is 42, 1-9; 49, 1-7; 50, 4-11; 53,1-12) son una revelación de paz teológica y humana, sobre un mundo donde se responde a la dureza con dureza y a la muerte con la muerte:
Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban,
mis mejillas a los que besaban mi barba,
no hurté el rostro a insultos y salivazos (Is 50, 6)
Fue oprimido y se humilló, no abrió la boca.
Como un cordero al degüello era llevado,
como oveja que van a trasquilar...
(Is 53, 6-7)
Estos poemas invierten la lógica normal de la violencia, abriendo un camino distinto paz sobre la tierra: esa es la paz de Dios que se extiende allí donde los hombres (representados por el Siervo) asumen su culpa y la ajena, rompiendo la espiral del talión y respondiendo sin violencia a la violencia. Lógicamente, en esta línea, el Mesías de Dios no será un vencedor que dirige la guerra santa (como en Sal 2 y 110), sino un hombre que acepta el sufrimiento que le imponen los demás, en gesto de acogida (escucha a Dios) y apertura (ofrece paz a todos). Sólo un hombre así puede romper y superar desde abajo (por pura humanidad, sin autoridad política o militar, económica o ideológica) las diversas opresiones de la historia humana:
Yo Yahvé te he llamado en justicia,
te he tomado de la mano, te he formado y destinado
para ser luz del pueblo y alianza de las gentes,
para abrir los ojos de los ciegos,
para sacar del calabozo a los presos...
(Is 42, 5-7)
La paz del Siervo no es un pacto entre poderes militares, sino alianza de gratuidad abierta a todos los hombres. La acción creadora de Dios culmina precisamente en este Siervo que, siendo israelita, viene a presentarse como ser humano. Sólo este Siervo, y por él los pobres y humillados, pueden presentarse como principio de salvación universal. Más allá de la violencia de un poder, que lleva a la batalla entre los pueblos y a la dictadura de los más violentos, en el reverso de la historia, viene a desvelarse (ya se anuncia y se prepara) la figura del Siervo doliente y creador, como principio de pacificación universal. Aquí ha culminado a nuestro juicio (con el Cantar de los Cantares) la experiencia bíblica israelita.