JMJ Lisboa 2023 (ECJ) 2. Educar en salida. Escuela de Jesús en “Galilea”
La postal anterior, dedicada a la ECJ (Educación Cristiana Juventud) ha presentado las bases judías del proyecto de Jesús. Ésta pone de relieve los elementos centrales de su escuela en salida:
Educar no es mantener el orden, existente, sino suscitar espacio y camino de vida para todos, desde la juventud
Todos los cristianos son educadores, pero algunos se liberan de un modo especial para la escuela (educación) de todos, como Jesús, primer educador. en libertad y comunicación, abriendo aun camino de nuevo Reino, humanidad liberada[1].
Todos los cristianos son educadores, pero algunos se liberan de un modo especial para la escuela (educación) de todos, como Jesús, primer educador. en libertad y comunicación, abriendo aun camino de nuevo Reino, humanidad liberada[1].
| X. Pikaza

- EDUCAR EN SALIDA, UNA TERAPIA
Jesús ha salido de los espacios habituales para educar… con su vida.
Ha sido amigo de enfermos, es decir, de débiles, cansados y expulsados de la buena sociedad, leprosos, locos (endemoniados) e impedidos (cojos, mancos, ciegos...), es decir, de perdedores. La sociedad actual tiende a educar para triunfar, y por eso favorece a los que vencen, como si la vida fuera una batalla al servicio del éxito y dinero. Pues bien, Jesús ha protestado en contra de eso, iniciando así su tarea mesiánica esencial, una escuela de enfermos.
Educación sanadora (liberadora).Sócrates pensaba que al hombre se le cura al enseñarle porque en el fondo la enfermedad es ignorancia. También Jesús podría decir algo semejante, pero añadiendo que la enseñanza cura, pero no para que las cosas sigan como estaban, sino para transformarlas. Por eso, no ha enseñado en escuelas de rabinos, ni en academias militares de celotas, sino en el mundo de la vida, ofreciendo esperanza a los endemoniados y enfermos, como ha puesto de relieve Mc 1,21-28.
- Enseñanza sanadora, escuela de sanaciones. No ha separado curación y educación, porque sus milagros (sanaciones) eran expresión de su enseñanza: No ha sido teórico o jurista, experto en leyes, sino un hombre de acción, que ha puesto en marcha un movimiento del Reino, al servicio de pobres y enfermos. Más que enfermedades, ha curado enfermos, personas aquejadas por dolencias y deformaciones de tipo antropológico. Sabía bien que sanar es educar, abriendo un camino de maduración, vinculada a la espera de Dios, pues «la salud del alma (=de la persona) es el amor, y así cuando no tiene cumplido amor no tiene cumplida la salud, y por eso está enferma, porque la enfermedad no es otra cosa sino falta de amor» (Juan de la Cruz, Cant. Espiritual XI):
- Sanador marginal. Algunos le han tomado como judío heterodoxo, o más bien paganizado, como muchos santones/sanadores y chamanes de diverso tipo. Ciertamente, él actuaba como exorcista terapeuta, que pensó estar enviado por Dios, y fue famoso por su habilidad para hacer milagros psicosomáticos, despertando energías ocultas en los seres humanos, pero sin verdadero fondo religioso.
- Heterodoxo respecto al sistema. Otros pensaron que tenía poderes de tipo diabólico, y por eso los sacerdotes y escribas oficiales, con la función de mantener el orden social establecido, le acusaron de transgresor, porque rompía los principios religiosos que marcaban el lugar social de cada uno, y servían para separar a los fuertes, limpios y sanos de los débiles, enfermos y pecadores, destruyendo así la identidad israelita.
Jesús ha interpretado sus sanaciones como gestos del mismo Dios creador que supera las barreras anteriores de pureza e impureza, ofreciendo a los enfermos un camino superior de salud. Lógicamente, los poderes organizados (sacerdotes, escribas…), que ejercían un control sobre el conjunto de la población, separando a los enfermos de los sanos, le vieron como peligroso, un desviado al que debía condenarse. Sin duda, la enfermedad era un problema médico; pero tenía fuertes rasgos de tipo social y religioso. Curando a sordos y mudos (para que pudieran así relacionarse), a mancos y ciegos, a leprosos y endemoniados (para que pudieran vivir en comunión), Jesús rompía el equilibrio anterior de la sociedad, apareciendo como un hombre peligroso.
Sanar a los leprosos no es limpiar externamente un tipo de dolencia de su piel, sino ofrecerles un camino de comunicación, un espacio de vida compartida, en fraternidad y concordia. La curación resulta, según eso, inseparable de la sociedad, que debe cambiar para acoger de un modo diferente a los enfermos, y, en ese aspecto, Jesús no quiso solo cambiarlos solo a ellos, sino al conjunto de la sociedad, construyendo, en el lugar de las separaciones anteriores, una comunión alternativa donde se vinculen en fraternidad y esperanza del Reino.
Entendidas así, sus sanaciones forman parte de su proyecto y programa de educación, esto es, de transformación del conjunto social. Nosotros, hombres y mujeres de principios del tercer milenio, seguimos creando divisiones, expulsando a los distintos, de manera que la sociedad continúe enferma. En contra de eso, el magisterio de Jesús se expresa ante todo en forma de sanación integradora y educación para la convivencia:
- Sanar es potenciar la libertad y la comunión. La ley en sí traza un lugar para todos, dentro del sistema, pero lo hace expulsando o marginando a los débiles. Pues bien, para acoger a todos en comunión de vida, Jesús ha debido superar la ley que les separaba, abriendo por gracia (es decir, por sanación) un espacio de vida a partir de los más débiles (impuros, enfermos, pecadores…).
- Sanar es impulsar en esperanza. Ciertamente, en un nivel, la ley es necesaria, como sabían los judíos antiguos y saben los nuevos educadores cristianos. Pero, cerrada en sí misma, ella termina convirtiéndose en norma que aprisiona a los más débiles. Pues bien, por el contrario, el auténtico milagro consiste en que los débiles y enfermos puedan vivir en comunión con todos.
Jesús ha penetrado en la hondura sufriente de muchos hombres y mujeres de su tiempo, no para domarlos o encerrarlos en un puesto ya fijado, sino para ponerlos en contacto con la fuerza creadora más profunda de su vida que les cura y les vincula a unos con otros.
- No cura él sólo, hace que se curan los enfermos. No educa desde arriba, hace que los jóvenes puedan encontrar un camino…. Los milagros son un signo y consecuencia de la educación de Jesús, es decir, de la certeza de que Dios asiste a los pobres y enfermos (cf. Mt 11,2-6 y par.). Pero, al mismo tiempo, ellos provienen de la acción creadora de aquellos que no solo esperan la llegada futura del Reino, sino que lo están instaurando con su vida:
- Enseñar es sanar, Jesús carismático. No ha trazado ninguna teoría sobre el «mal» (en la dirección de un posible «pecado original»). Pero sabe que este mundo concreto se halla enfermo. Por eso, no se ha limitado a mantener lo que hay, sino que ha querido cambiarlo con la fuerza del Reino de Dios, a partir de los expulsados y pobres de la sociedad. En ese sentido, él ha sido un carismático, un hombre que expresa la presencia y acción de Dios sobre la tierra.
- Curación educadora… En esa línea, la educación de Jesús hace milagros, pues él no se ha limitado a impartir conocimientos para que cada uno conozca su lugar, sino que hace que todos puedan cambiar, los enfermos por un lado (transformando a los sanos), los sanos por otro (acogiendo a los enfermos). Esta educación les hace pasar de un nivel inferior (donde los problemas no pueden resolverse) a un nivel más alto, donde se transcienden, superando la barrera que separa a varones y mujeres, puros e impuros, poderosos y desgraciados, transformando para ello a las personas.
Desde ese contexto se entiende la gran controversia, iniciada por los escribas de Jerusalén (dirigentes oficiales del sistema) que le definieron como un mago negativo, poseído por el Diablo (tiene a Belcebú y con el poder del Príncipe de los demonios expulsa a los demonios: Mc 3,22 y par.; Mt 9,34; cf. Jn 8,48; 10,20). Esa acusación resulta lógica dentro del contexto. Ciertamente, Jesús realiza gestos que en sí mismos son (parecen) positivos: libera a unos posesos, cura a unos enfermos; pero él lo hace por engañar diabólicamente a los demás, para fortalecer de esa manera el paganismo, porque está poseído por el Diablo, Príncipe de los demonios, y solo así, como gran poseso, él puede realizar curaciones prodigiosas. Pero Jesús se define y defiende como enviado de Dios, diciendo que sus exorcismos no son resultado de una posesión diabólica, sino consecuencia de la acción sanadora de Dios
Si yo expulso a los demonios con la fuerza del Espíritu de Dios eso significa que el Reino de Dios ha llegado a vosotros. Nadie puede entrar en casa del «fuerte» para apoderarse de sus armas si es que no le ha apresado primero (Mt 12,28‑29).

Jesús sabe que ha sido enviado por Dios, para abrir a los seres humanos el camino del Reino: «Id y anunciadle a Juan lo que habéis oído y habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los sordos oyen. . . y dichoso aquel que no se escandalice de mí» (Mt 11,4‑6). Jesús ha interpretado así la llegada del Reino en forma de curación de los enfermos:
Así educa como mediador de fe, desde la raíz de la misma enfermedad o locura de los hombres, en gesto de iluminación, de donación de amor y entrega personal, poniendo al enfermo ante el poder de Dios que él define como «reino». Como mensajero y promotor de ese Reino actúa Jesús, de tal forma que cada enfermo pueda colocar su vida en manos de Dios (y de los otros).
El milagro de Jesús consiste en que hombres y mujeres puedan «creer»: Que acepten la presencia de Dios en su vida y se dejen transformar por ella. Un tipo de enseñanza impuesta puede parecer positiva, pero corre el riesgo de encerrar al hombre bajo unos poderes que le manipulan, como quieren los «buscadores» de prodigios, adivinos y hechiceros. [II1] En contra de eso, Jesús educa a los seres humanos para ofrecerles libertad, para que se acepten y curen a sí mismos, desde el Dios que les libera y les hace ser hermanos:
Los milagros son gestos de amor: Jesús mira a los seres humanos y tiene compasión, pues los encuentra encorvados, aplastados sobre la tierra. Por eso, como mensajero de la gratuidad de Dios quiere ayudarles, ofreciéndoles la mano, a fin de que ellos sean capaces de asumir su propia vida.
- Al mismo tiempo, ellos son invitación a la libertad. En Parece una fórmula paradójica, pero podríamos decir que Jesús cura a las personas para hacerlas capaces de asumir en libertad su propia muerte como gesto de entrega por los otros. El auténtico milagro consiste en que los seres humanos quieran amar y vivir en libertad, siendo capaces de entregar la vida hasta la muerte por los otros.
Empezando por niños y adolescentes. educación en salida, en la calle

Pareciera que debía despreocuparse de ellos, porque, si el tiempo acaba, no merece la pena educarlos (cf. 1 Cor 7,29.32). Pues bien, paradójicamente, Jesús ha insistido en el valor supremo de los niños, que son un elemento esencial de su Evangelio, entendido como escuela de maduración, empezando por los más pequeños. En ese contexto se sitúan los dos temas que siguen: (a) Niños en la familia, los milagros. (b) Niños en la comunidad, primeros en el Reino.
Curar en familia, curar a los padres.Los tres milagros que siguen, reelaborados por Marcos, son distintos por su contexto y finalidad, pero tienen un fondo común: La salud de los niños depende de los padres, a quienes Jesús ha de empezar curando, en una especie de escuela de familia. Estos relatos ofrecen la carta magna o primera regla de educación-cuidado de niños en la familia:
- La niña de Mc 5,21-42 es hija un archisinagogo importante; tiene doce años, está enferma y el padre no puede curarla. Muchas niñas/mujeres han sufrido y sufren a esa edad (primera menstruación) un duro trastorno personal y familiar; entre ellas la hija de este hombre religioso, que debería haber sido feliz, deseando madurar para casarse con otro archisinagogo como su padre, repitiendo la historia de su madre y de las buenas mujeres de la comunidad judía. Pero a los doce años, etapa de transición, ella «renuncia» y enferma.
No sabemos nada de la madre (que aparece solo al final: Mc 5,40), aunque podemos imaginar que sufre con la hija, identificándose con ella. El drama nos sitúa ante el padre, que puede presidir la sinagoga (ser jefe de la comunidad), pero que es incapaz de ofrecer compañía, palabra y ayuda a su hija. Por eso, como va indicando paso a paso el evangelio, el verdadero milagro (fuente de curación de la hija) será la conversión del padre. Estamos pues ante una terapia de familia (de primera escuela, que es la de los padres):
- La hija está enferma, y el padre acude a Jesús (Mc 5,22-24b). Como representante de una estructura social y religiosa que no puede ofrecer vida a su hija, este «levita» acude a Jesús para que le imponga las manos y le salve (5,23). Pues bien, mientras su niña agoniza, él debe recorrer un fuerte camino de fe (Mc 5,35-36), viendo cómo Jesús cura a la hemorroísa (5,24b-34).
- Un Jesús impuro, que acaba de ser tocado por la hemorroísa, entraen la habitación de la niña (5, 37-40). El milagro empieza en el momento en que el padre confía en Jesús, entrando con él, con la madre y tres discípulos en la habitación de la moribunda. Ha descubierto el valor de la fe, ha logrado aprender lo más difícil, y así viene para asistir a su hija adolescente.
Jesús toma a la niña de la mano y la levanta, diciendo que le den de comer, de manera que el milagro es suyo, pero es al mismo tiempo del padre que empieza a creer en su hija, y de la madre y los discípulos, que les acompañan, superando un tipo de ritualismo sinagogal y una ley de purezas que lleva a la muerte. Este milagro indica que el evangelio es una escuela de maduración para niñas adolescentes que viven en un contexto de ruptura familiar.
- Madre siro-fenicia (Mc 7,24-30). Jesús llega a los confines de Tiro y se refugia en una casa (Mc 7,24). Muchos le han rechazado en Galilea, y él ha salido de allí como si quisiera resguardarse por un tiempo entre paganos. Pues bien, paradójicamente, ese ocultamiento se vuelve principio de nueva revelación, nueva escuela de familia, pues una madre pagana le pide que cure a su hija, y Jesús empieza respondiendo:
- Deja que primero se sacien los hijos. No es bueno tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos... (7,27). La madre le pide por su hija, pero Jesús responde con la tradición y teología israelita, ratificando la separación judía: Primero han de alimentarse en la mesa del Reino los hijos/judíos; solo después, cuando se sanen ellos, podrán ser ayudados los gentiles/perros.
- ¡Señor! pero también los perrillos comen las migajas que caen debajo de la mesa... (7,28). Así responde la mujer, aceptando las palabras de la teología israelita de Jesús, pero invirtiendo y completando su sentido, recordándole que su banquete es abundante y que sobra pan en la mesa para todos. No pide para el futuro (cuando «se sacien los hijos»), sino ya, en este momento (superando así la división entre hijos y perros).
Jesús acepta el argumento de la madre: «Por esta palabra que has dicho: ¡Vete! Tu hija está curada» (7,29). De manera sorprendente, el mismo Jesús deja que esta mujer madre pagana le enseñe, y así debe aprender él también, para ver las cosas desde el otro lado, desde aquellos gentiles que carecen de familia (que no pueden alimentar a sus hijos). El primer discípulo de esta escuela mesiánica es Jesús, que acepta la palabra de la madre pagana.
- Un padre de poca fe (Mc 9,14-29). Aumentar su padre.
Que los padres crean en sus hijos… que les transmitan vida.Este es el milagro educativo más dramático y eficaz: Educar es un drama de amor, un camino de vida. . Jesús baja del monte de la transfiguración, para encontrarse en el llano con el padre de un niño a quien no pueden curar sus discípulos, un «lunático» (cf. Mt 17,15), encerrado en su vacío, sin comunicación con la familia, alguien que no puede o quiere hablar, dominado por un «demonio mudo», malviviendo en un mundo sin palabras, bajo el poder del «espíritu» que le arroja por el suelo, que le arrastra y aprisiona.
Parece que este niño recibe y codifica en forma de silencio la agresión de su familia (de su padre). Sobre esta basa ha de entenderse la intervención de Jesús, que comienza pidiendo al padre que verbalice la enfermedad de su niño, y que luego crea, para así curarle. El padre le responde que «cree», pero le pide que aumente su fe:
- Jesús responde: todo es posible para quien cree (9,23). La fe que evoca esa palabra no es una actitud interna sino un poder de transformación de la persona, en un plano individual y social. No es solo fe del padre en Dios, sino fe en su mismo hijo enfermo, a quien debe recrear por la fe. Pues bien, el padre responde y pide a Jesús: Creo, pero ayuda mi incredulidad (9,24), invirtiendo el orden normal de las relaciones familiares. Se dice que los hijos deben creer en los padres, obedeciéndoles sumisos. Pues bien, aquí es el padre de familia el que, creyendo en el Dios de la vida, puede y debe confesar su fe en el hijo, para así curarle.
- Jesús actúa en su doble función de hombre cercano y sanador poderoso. Por un lado. penetra en el dolor del hijo, asumiendo su enfermedad y violencia para acompañarle de verdad, y así curarle. Por otro lado llega al corazón del padre, madurándole en la fe y haciéndole capaz de ofrecer amor sanante sanador al niño enfermo. Solo de esa forma puede curar, actuando como maestro de fe, mediador entre el padre y el hijo, que antes no habían logrado comunicarse, pero que ahora lo hacen con su ayuda de educador de vida.
Jesús ha realizado así una verdadera terapia de familia (o de grupo social) en solidaridad profunda. No se ha limitado a curar por aislado a unos enfermos sino que lo ha hecho recreando sus relaciones afectivas y personales. Esta es la novedad radical de sus milagros, que instituyen una verdadera terapia de familia. Los restantes problemas resultan secundarios. Solo la fe de los padres puede hacer que los niños vivan en salud. Solo la salud de los niños enfermos garantiza la llegada del Reino de Dios sobre la Tierra.

- Niños en comunidad, curación en familia, curación social. Los milagros anteriores insisten en la necesidad de que los padres eduquen —curen— a sus hijos (niñas, niños). Los relatos que siguen resaltan la importancia de los niños en la comunidad (Mc 9,33-36; 10,13-16 y par.), que así aparece como escuela-cuna. Estos son los textos principales de la Iglesia escuela, y de ellos depende todo lo que sigue en este libro.
En el entorno judío los niños aparecían como signo y don de Dios (y no podían ser rechazados e incluso matados tras nacer, si el padre no los aceptaba, como admitía la ley romana); pero ellos solo alcanzaban verdadera autoridad si cumplían la Ley y las normas sacrales (cf. Código de Damasco 10,6), una vez que hubieran alcanzado la mayoría de edad para celebrar la liturgia de adultos puros, cumpliendo las leyes y ritos. Por su parte, las niñas importaban por su maternidad, dentro de un entorno social en el que se valoraba mucho su función de madres. Novedad de Jesús. En contra de esa visión (y del modo de obrar ordinario del entorno), Jesús presenta a los niños como testigos y destinatarios del Reino, sean o no judíos, pues ellos son en sí mismos regalo y presencia de Dios. A él no le importan solo los limpios, de gloriosa genealogía, ni los ya crecidos, sino todos, sin diferencia de sexo, posición o familia, a partir de los más necesitados. Frente a un mundo donde los hombres valen por su saber (griegos) o su hacer (judíos; cf. 1 Cor 1), Jesús les ha valorado desde niños en cuanto necesitados y capaces de amor (de ser amados).
Niños, la mayor autoridad (Mc 9,33-37). Este es un pasaje de disputa eclesial, que empieza con una discusión de los discípulos que quieren hacerse los primeros. Jesús les responde diciendo «quien quiera ser primero, hágase el último y el servidor de todos», para realizar después un signo decisivo: «Tomó a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: Quien reciba a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado» (Mc 9,33-37). Los discípulos quieren una comunidad o movimiento de varones, deseosos de alcanzar los primeros puestos. Jesús les responde diciendo que en ella los primeros son los niños:
Enseñanza inicial: Una iglesia de servidores (Mc 9,35). Jesús se sienta en la cátedra de su magisterio, convoca a los Doce (poder eclesial) y les dice: «¡Quien quiera ser primero hágase el último...!». Los Doce querían construir una Iglesia sobre bases de poder, desde los mayores y primeros. Pero él invierte ese modelo, diciendo que les quiere servidores, no mayores. Gesto: pone a un niño en el centro del grupo y le abraza (9,36). Los discípulos saben que para funcionar como grupo se necesitan dirigentes Pero Jesús no quiere dirigentes, sino amigos. Por eso toma a un niño y realiza con él un signo doble: (1) De autoridad: le coloca en el centro, mostrando que él es jerarquía máxima, en el corro de los discípulos. (2) De amor: abraza al niño con afecto cercano y protector, y así muestra que la autoridad ha de entenderse como acogida y tarea educativa, de forma que la Iglesia ha de ser una escuela hogar para los niños. Enseñanza conclusiva: Quien reciba a uno de estos (9,37). El servicio (ser último) se expresa en forma de acogida familiar al niño. El mundo exterior (dominado por un duro proceso de comercialización elitista) era lugar poco propicio para los niños que sufrían las consecuencias de la lucha por el poder, apareciendo así como el último eslabón de una cadena de opresiones y corriendo el riesgo de quedar sin casa (sin familia, ni comunidad). En contra de eso, Jesús dice: ¡Quien reciba a uno de estos niños a mí me recibe...! Ellos, los niños, aparecen así como signo mesiánico, expresión de autoridad, presencia de Dios sobre la tierra.
Esta Iglesia no es una sociedad de poderosos o influyentes, una asociación de burócratas sagrados, sino hogar para los niños, espacio donde encuentran acogida y valor los más pequeños. La tarea de la Iglesia no es hacer teorías sobre los niños, sino para acogerles, ofreciéndoles espacios de maduración humana, pues ellos son los más importantes.
Esos niños no tienen que hacer nada para ser valorados, valen porque están necesitados, porque su vida depende de aquello que les digan y ofrezcan los mayores. La misma debilidad de los niños suscita el compromiso de acogida de los grandes, de tal forma que la iglesia debe definirse así como grupo especializado en recibir y educar a los niños, porque son presencia de Dios («¡quien acoge a uno de estos a mí me acoge!»).
Este pasaje nos sitúa ante una comunidad que debe ofrecer espacio humano, de vida y crecimiento, a los niños más necesitados. No es cuestión de dogmas sagrados, ni de grandes estructuras. La Iglesia es ante todo cuna-escuela para los niños. Frente a unos discípulos patriarcalistas que buscaban el dominio (ser grandes, conquistar con su acción los primeros puestos) ha elevado aquí Jesús el modelo de una Iglesia que es familia, hogar materno al servicio de los más pequeños.
Jesús ha situado en el primer plano de la Iglesia algo que parecía propio de mujeres: las tareas del hogar, el cuidado de los niños. Su comunidad es lugar donde no solo es posible el amor de los mayores, sino también la vida de los niños, pues ellos pertenecen en algún sentido a todos los creyentes que han de ofrecerles su cuidado. Frente a una posible dictadura de los poderosos (grandes), Jesús ha fundado su comunidad sobre el gesto sorprendente y amoroso de los niños que, dejándose querer, son principio de vida para la comunidad. En esa línea, el evangelio de Marcos (y de un modo más amplio todo el Nuevo Testamento) aparece como escuela de padres y educadores de niños, a quienes acogen y ofrecen lugar en la vida.
- EDUCADORES EN SALIDA, LIBERADOS PARA EL REINO
Jesús ha dejado en un segundo plano las demás tareas, y así ha querido que actúen también así sus discípulos, como educadores de la escuela del Reino, poniendo de esa forma su vida, y la vida del conjunto de la comunidad al servicio del proyecto mesiánico, centrado en la acogida y educación de los niños.
Maestro célibe (liberado) , escuela itinerante
La situación ideal del hombre y la mujer en el Antiguo Testamento había sido el matrimonio, aunque el libro de la Sabiduría incluye un canto al eunuco y a la mujer soltera/estéril que son fieles a Dios (Sab 3,13-4, 6). En esa línea, algunos movimientos judíos (terapeutas, esenios) habían podido favorecer el celibato, para liberarse de las preocupaciones del mundo, y así centrar la vida en valores de tipo espiritual. Pero Jesús no ha sido célibe para quedar más libre en general, ni por rechazo de una familia propia, sino para cultivar y expandir de un modo intenso (universal) el Reino de Dios, con sus curaciones y enseñanza. Su mismo cuidado por el Reino le ha hecho célibe, al menos durante el tiempo de su ministerio:
Su maestro Juan Bautista parece haber sido célibe, pero en sentido más apocalíptico, pues, a su entender, no había llegado todavía el tiempo de entrar y vivir en la tierra prometida. De esa forma habría renunciado a la creación de una familia propia, al menos hasta que llegara el Reino.
- Pues bien, Jesús ha entrado en la tierra prometida y, sin embargo, ha seguido sido célibe, al servicio de la familia de Dios. Su decisión no nace de un rechazo social, ni de una condena del matrimonio, sino que es un medio y camino para servir a los excluidos sociales y carentes de familia.
- En un contexto de crisis y desintegración. Esa forma de ser de Jesús ha de entenderse en el contexto de ruptura familiar que se había extendido en Galilea con la caída del antiguo orden social (federación de familias vinculadas por la propiedad común de la tierra). Los nuevos impulsos económicos y laborales habían destruido ese equilibrio, fundado en la estabilidad e independencia de cada familia, entendida como unidad básica y permanente de vida. A consecuencia de ello, una parte de la población (sin tierra, ni trabajo estable) tenía gran dificultades para crear y mantener una familia, en el sentido tradicional judío.
De esa forma, el celibato de Jesús se encuentra vinculado a su opción educativa a favor de los excluidos y quizá, en especial, de los «pobres sexuales», es decir, de aquellos que no podían mantener una relación estable, socialmente reconocida, como los leprosos y prostitutas, los enfermos, abandonados y faltos de familia, como indica el texto de los eunucos por el Reino de los cielos (no por azar biológico o presión social: cf. Mt 19,12), que sitúa a los seguidores de Jesús en un espacio de marginación al servicio de otros.
De un modo consecuente, aquello que era defecto (vinculado a la ruptura familiar) puede convertirse en principio de una más alta comunicación, no por elevación sobre los demás, sino para solidarizarse de un modo concreto con los hombres y mujeres del último estrato social y afectivo de su entorno. Entendido así, su celibato constituye un gesto extrañamente peligroso y fuerte, una forma de protestar en contra de una visión legalista y jerárquica del «buen» matrimonio patriarcal, como muestra el pasaje de la mujer con siete maridos (Mc 12,18-26).
Una mujer así, casada, uno tras otro, con siete hermanos, no era libre para establecer una relación afectiva en plano de igualdad y comunión, ni tampoco era libre el marido, que debía casarse con ella por mantener la herencia de la casa. Jesús protesta en contra de esa situación, precisamente para que hombres y mujeres puedan vivir en libertad, como ángeles del cielo, cosa que no significa en absoluto no casarse, sino casarse de un modo distinto. Por eso, lo decisivo del celibato no es la renuncia en sí, y menos un tipo de ascesis sexual, sino la libertad personal concreta, al servicio de la educación (maduración) de todos, superando una familia/matrimonio que obliga a las mujeres a servir a sus maridos.
En un tiempo como aquel, cuando muchos campesinos habían perdido la tierra, resultaba difícil mantener un matrimonio y una familia del Reino, al servicio de la libertad de cada uno, de la fidelidad de la pareja y de la comunión de todos (cf. Mc 10,1-12). En esa línea, lo que en un sentido parecía merma (campesinos que habían perdido sus tierras y no podían legarlas a sus herederos) podía presentarse en otro como oportunidad mayor. Liberados de la atadura de unas leyes agrícolas y sociales que les hacían servidores de una propiedad particular que debía defenderse por derecho de familia (tierra como herencia propia, de generación en generación), hombres y mujeres concretos podrían amarse entre sí (por sí mismos), sin otra finalidad que la riqueza del encuentro mutuo y la comunión de todos, superando (conforme al principio del ciento por uno: Mc 10,30) la ley de una propiedad y familia exclusivista.
En ese contexto ha formulado Jesús su ideal de apertura familiar y comunicación de bienes, diciendo que hombres y mujeres han de ser como ángeles del cielo (cf. Mc 12,18-26), no asexuados, sino seres capaces de una vinculación amorosa más personalizada, donde el matrimonio ya no está al servicio de otra cosa (propiedad unifamiliar de la tierra).
No ha sido célibe por rechazo al matrimonio, sino para que hombres y mujeres pudieran vincularse de un modo liberado y universal, al servicio del Reino. Su celibato no ha sido por falta de amor, sino expresión de una relación amorosa más alta, abierta a una forma distinta de entender el matrimonio, no porque este mundo acaba (como parecía decir Juan Bautista), sino porque empieza un mundo distinto, teniendo como modelos a los dos grandes educadores judíos, Moisés y Elías (Transfiguración, Mc 9 par).
Moisés había convocado y liberado a los hebreos, para recorrer con ellos un éxodo que lleva a la tierra prometida, como educador según la Ley (cf. Jn 1,17; 5,45). Jesús ha retomado ese papel de Moisés, como «maestro de gracia», y para ello ha llamado a los pobres y enfermos, no para caminar hacia una tierra distinta, sino para implantar en su misma tierra (Galilea) el Reino; ciertamente, él podía estar casado, como Moisés, pero su manera de implicarse en la liberación de todos le inclinaba al celibato. Elías había reunido a los fieles de Yahvé, para oponerse a la opresión de la reina Jezabel e iniciar un proyecto de fidelidad marcado por milagros y gestos de ayuda a los enfermos. En esa línea parece que fue célibe, educador de Israel, desde el Carmelo hasta el Horeb (cf. 1 Re 17-21; 2 Re 1-2). En un contexto semejante se sitúa a Jesús, para anunciar e instaurar el Reino, con sus gestos de curación y acogida a los enfermos y expulsados del orden social, siendo en esa línea célibe.
- Enseñanza en libertad, educación del Reino.El celibato de Jesús forma parte de su misión. Ciertamente, había otras formas de vincular a los hombres y mujeres, y así lo habían hecho los profetas escatológicos y Juan Bautista. Pero Jesús lo hizo de un modo especial (cf. M 3,7-8; 6,34; Mt 4,25 y par.), para reunir a los hermanos perdidos (cf. Jn 11,52) y ofrecer a los pobres el Reino (cf. Lc 4,18). Así encendió el entusiasmo de muchos, pues le escucharon y siguieron multitudes de pobres y enfermos, excluidos de la vida, hombres y mujeres de las clases oprimidas de Galilea. Pues bien, para acogerlos y formar con ellos un grupo del Reino, Jesús no podía aparecer como patriarca ejemplar, conforme a un modelo de familia que se hallaba precisamente en crisis, sino como célibe al servicio de todos.
En general, los buenos padres de familia amaban a los miembros de su grupo (casa), de un modo protector, defensivo, exclusivista, como su propiedad, formando así grupos pequeños de cohesión particular. A diferencia de eso, como célibe al servicio del Reino, Jesús pudo abrir una escuela de educación universal, vinculada precisamente a la superación o ruptura de ese tipo de familia, ofreciendo así una «enseñanza» personal de vida, como supone F. Josefo al decir que «aquellos que le habían amado no dejaron de amarle…» (Ant XVIII, 63-64).
Esos que le amaban no eran los miembros de una pequeña familia (con su posible esposa), sino discípulos y amigos, la nueva comunidad de lo que será su Iglesia. No era profeta del orden establecido, al servicio de los buenos padres, pues el orden de esos padres ya no garantiza la vida de los pobres y expulsados de la sociedad. Tampoco fue profeta excluyente de los rechazados, sino que quiso vincularse a todos, para formar un nuevo tipo de familia, partiendo de los pobres y excluidos, en los márgenes de la sociedad, para iniciar allí, sin tierra ni herencia particular, un proyecto universal de comunicación o Reino, prometiendo a sus seguidores el ciento por uno en casas, hermanos/as, madres/hijos, con campos (Mc 10,30; cf. Mc 3,31-35).
Cuando anunciaba su llegada, él estaba suponiendo que el Reino no había llegado todavía, pues la forma de ser y vivir de la gente de Galilea no expresaba el deseo de Dios y el sentido de su creación. El mundo no era lo que debía ser, los seres humanos no actuaban como debían hacerlo, pues había una gran distancia entre la realidad y el deseo de Dios, entre la forma de ser de los hombres y su verdadera identidad. En ese contexto, tomando en serio los principios básicos de la experiencia israelita, Jesús protestó con su propia vida contra un tipo de vida dominante de la sociedad de su entorno, iniciando así su escuela del Reino. No quiso ganar una guerra (judíos contra romanos), ni invertir una economía (pobres contra ricos), sino recrear a los hombres concretos, desde el reverso de la sociedad establecida (cf. Mc 6,34; Mt 9,36), no en un sentido intimista, sino de transformación activa:
El radicalismo ético de la tradición sinóptica... podía practicarse únicamente en condiciones extremas y marginales. Tan solo aquel que se había desligado de los lazos cotidianos con el mundo; aquel que había abandonado hogar y tierras, mujer e hijos; aquel que había dejado que los muertos enterraran a los muertos y que tomaba como ejemplo los lirios y los pájaros, podía practicar y trasmitir con credibilidad ese ethos..., dentro de un movimiento de marginados. No es de extrañar que en la tradición encontremos incesantemente marginados: enfermos y discapacitados, prostitutas y tunantes, recaudadores de impuestos e hijos perdidos… (Cf. G. Theissen, El Movimiento de Jesús, Sígueme, Salamanca, 2005, p. 81).
De esa forma se vinculan los alumnos (familiares) de la escuela itinerante de Jesús (pobres y pecadores, «prostitutas y tunantes»…), unidos a los carismáticos a quienes él educa para que dirijan su tarea mesiánica. Jesús los tomó como germen del pueblo de Dios, hombres y mujeres en quienes se revela y está llegando el Reino:
- Los primeros de esa escuela no son los grandes y sabios de las ciudades ricas (cf. Mt 11,20-24), que creen saberlo todo, no son los seguros fariseos y escribas de Jerusalén, ni los sacerdotes, sino los niños y excluidos de otro tipo de escuelas, enfermos y leprosos, empobrecidos por la injusticia social y religiosa; son a quienes Jesús dirige su llamada y bienaventuranza (cf. Mc 9,33-37; 10,13-16; Lc 6,20).
- Esta es una escuela mixta, hombres y mujeres, niños y pobres, con aquellos que asumen un camino de pobreza para acompañarlos. Los primeros son los pobres sin más, los que no tienen nada, y que así pueden hacerse maestros (¡los pobres os evangelizan!). Pero con ellos están otros que, pudiendo tener su propia riqueza, renuncian a ella (la comparten con otros) para así ponerse al servicio del Reino.
Jesús no quiso formar grupos de dominio, desde arriba, sino un movimiento de creatividad social (comunicación) donde cupieran todos. Por eso empezó ofreciendo salud a los enfermos e identidad a los posesos y empobrecidos (víctimas del poder establecido). No fue pauperista, no rechazó a los acomodados (sedentarios), dueños de casas y campos, en quienes se expresaba el ideal más antiguo de la agricultura israelita (cada familia, un campo; en armonía con otras familias también propietarias), sino que los puso al servicio de los pobres.
Maestros de la escuela de Jesús
No fue purista, pues amó (acogió) también a los propietarios, a quienes anunciaba el Reino (salud mesiánica), pidiéndoles que acogieran (no oprimieran) a los pobres, sino que compartieran con ellos sus bienes. De esa forma comía y bebía (cf. Mt 11,19) no solo en casa de Leví, el publicano (cf. Mc 2,13-17), sino en las casas de otros propietarios pudientes (cf. Mc 14,3-9; Lc 7,36-50; 14,1-24). No insistió en la oposición (no quiso la lucha de unos contra otros), sino que puso en marcha una escuela de trasformación, partiendo precisamente de los desposeídos, recreando así elementos de la tradición israelita:
- Los pobres os enseñan. Todos intervienen en su escuela, pero los que más aportan son los pobres (no los ricos y sabios), como muestra su mandato misionero, cuando envía a sus discípulos pobres (itinerantes, sin nada), anunciando el Reino y curando precisamente a los que pueden acogerlos, porque tienen comida y casa:
Les envió de dos en dos... con autoridad sobre los espíritus inmundos. «No llevéis nada, sino solo un bastón; ni pan, alforja o dinero...» (Mc 6,7-11). Curad los enfermos... y decid: se acerca el Reino. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias... Y no saludéis a nadie en el camino (Lc 10,1-8). Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. No toméis oro, ni plata, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias... (Mt 10,5-13).
Esta es la tarea escolar de los itinerantes pobres, sin casa ni hacienda, que enseñan (anuncian el Reino y curan) a los sedentarios más acomodados, que los reciben en sus casas. En este contexto se entiende una palabra clave de la tradición: Los pobres os evangelizan (es decir, os enseñan). Solo unos pobres mendicantes, que confían en el Reino, pueden liberar y curar (educar) a los sedentarios con casa y trabajo en Galilea, superando así una dinámica escolar de jerarquía (los superiores sostienen y curan a los inferiores) y confrontación (lucha de pobres contra ricos).
Los itinerantes del Reino, sin más seguridad que el Evangelio, pueden expandir su fe en el Reino y expresarla en forma de curación, educando a los ricos (con familia y casa) que quieran acogerlos, dejándose curar por ellos. No se establece así una relación de patronazgo y limosna de algunos, sino de comunicación integral y sanadora. Solo los pobres, que no tienen nada pero creen, pueden educar a los ricos, que corren el riesgo de cerrarse en sí mismos. Por su parte, esos ricos pueden ayudar a los más pobres, formando una familia con ellos.
- El pobre-itinerante es portador del Reino, y su misma pobreza es signo de la riqueza de Dios. Por eso, cuando entra en una casa, actúa como trasmisor de un Evangelio que le sobrepasa, pero que se expresa a través de su persona. No viene a pedir, exigir o amenazar, sino a enseñar curando.
- Por su parte, la casa del propietario (en aquel contexto, un campesino más acomodado) puede convertirse en signo del Reino. Cuando el rico acoge al pobre, ofreciéndole un espacio de vida, empieza a ser señal de Dios, portador de comunicación personal.
Esta es la nueva estrategia del Reino: curar y compartir desde abajo, haciendo que las mismas estructuras sociales sean de Reino. Desde la perspectiva normal del sistema, se supone que la educación y curación se hace a base dinero, desde aquellos que dominan por arriba a los más débiles y pobres. Pues bien, por el contrario, el Evangelio indica que son precisamente los más pobres los que pueden curar a los ricos. Esa es la clave del magisterio itinerante de Jesús, en los pueblos y aldeas de la Baja Galilea, en torno al lago de Genesaret, creando un nuevo tipo de familia desde los pequeños (itinerantes), a quienes ha ofrecido el encargo de anunciar e iniciar el Reino de Dios. Esos itinerantes no han ido a las mansiones de los grandes ricos (gobernadores y latifundistas) de Galilea o Jerusalén, sino a las casas de los campesinos algo más acomodados y a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cf. Mt 10,6).
No han anunciado una simple innovación para el futuro, ni una curación interior, sino el Reino, desde su misma tierra (Galilea), empezando por los rechazados, sin propiedades, ni fortuna, ni familia patriarcal (proscritos de la sociedad). No ha querido que unos (pobres) tomen las tierras de otros (ricos), volviéndose así propietarios, sino crear una humanidad fraterna, y que ofrecieran salud y curación a los más ricos.
El Imperio se hallaba establecido de manera descendente, desde los niveles superiores, de manera que el orden social reproducía el modelo de una rica familia patronal (patriarcal), donde los más altos se apoyaban en los bajos (y los bajos sostenían a los altos, como clientes). En contra de eso, Jesús ha creado una escuela no patriarcalista, donde los más pobres enriquecen (educan, curan) a los ricos, abriendo así un camino para todos, precisamente desde los más pobres, invirtiendo los modelos de poder.
No ha tenido que romper directamente la familia tradicional, pues estaba rota, y en esa situación él ha optado por los rechazados, por aquellos a quienes expulsa, utiliza, oprime y destruye la escuela de los privilegiados patriarcales. No lo hace por el afán de destruir, sino para crear un modelo de familia alternativa, allí donde no había familia verdadera.
- Como un nuevo nacimiento. Aquella familia tradicional, con casa y campos propios, era señal de bendición, pero podía convertirse en signo de pecado, pues la abundancia de algunos se elevaba sobre la carencia y destrucción de otros. En ese contexto se necesitaba un nuevo nacimiento, a fin de que unos hombres y mujeres fueran hermanos de los otros en un gesto de generosidad compartida, superando así los privilegios de aquellos que se habían hecho privilegiados a costa de los otros.
Desde esa base se entiende la palabra escandalosa de Jesús que pide a sus discípulos que odien a sus padres-madres, hermanos-hermanas… (Lc 24,26; cf. Ev. Tom 55,1-2; 101,1-3), para crear una familia alternativa. Odiar no significa condenar, sino dejar en un segundo plano, superando así un tipo de familia de imposición, para crear una solidaridad abierta en amor concreto a los carentes de familia. Jesús critica así un esquema de familia que ha terminado siendo expresión de casta y clase…, porque busca una fraternidad mesiánica de comunión, abierta de un modo especial a los expulsados y excluidos. Odiar no es, por tanto, no amar, sino educar para un tipo más alto de amor, superando el exclusivismo de algunos (club de ricos, buenas familias), para crear una relación de familia más honda y extensa, donde los lazos de carne y sangre se abren y extienden en gesto de comunión a todos.
- Escuela para amar. Amar a Jesús (ir con él) significa optar por su Evangelio, aprendiendo a crear un modelo distinto de familia. Se trata, pues, de aborrecer (abandonar y superar) un esquema y forma de vida como espacio de egoísmo de algunos, por encima o en contra de los otros, en la línea del Imperio (rechazada por el Apocalipsis de Juan) o del templo de Jerusalén.
- Con espacio para todos. Para crear esa escuela ha enviado Jesús a sus delegados como fermento y principio de una humanidad reconciliada (cf. Mc 1,14-15; Mt 5,38-48), insistiendo en la exigencia de amar a los enemigos, no para que se queden como están, sino para que puedan compartir un proyecto más alto de familia, como escuela social de comunión (cf. Mc 3,31-35; 10,29-30 y par.).
- Doce maestros, todo Israel.No quiso una escuela exclusivista de itinerantes-mendigos, ni les llamó para luchar contra los ricos-sedentarios, pero les ofreció el poder de anunciar y preparar el Reino con su vida (es decir, con su palabra y ejemplo), poniéndose en manos de quienes quieran recibirles. Tampoco quiso un reino de propietarios-sedentarios patronos de los pobres, para así ofrecerles un tipo de limosna desde arriba; no buscó la generosidad patronal o patriarcal de unos, ni la dependencia material de otros, sino la conversión de todos. Así vino a ser promotor de una escuela especial del Reino, desde los itinerantes/pobres, pero vinculados con los sedentarios/ricos, sin que un grupo dominara sobre el otro, aunque los pobres eran maestros de los ricos.
Precisamente aquellos que estaban en lo más bajo se volvieron portadores de lo más alto (Reino de Dios), mensajeros de salvación, de forma que su misma carencia vino a presentarse como principio de riqueza compartida y convivencia, al servicio de la misión del Reino, en el que debían integrarse y cambiar los más ricos. En esa línea, su escuela resultaba inseparable de la aportación de los propietarios, pues el campo ha de labrarse (trabajarse) y la casa construirse (edificarse), de forma que todos puedan vivir, pero no al modo antiguo (oposición e imposición de unos sobre otros), sino de ofrecimiento de los pobres y acogida de los ricos.
Él instaura así una escuela mixta. (a) Los itinerantes aportan a los sedentarios libertad y salud, gratuitamente, para compartir y convivir, convirtiendo su casa-dinero en don para todos. (b) Por su parte, los sedentarios ofrecen a los itinerantes su comida y casa («cuando entréis en una casa… comed lo que os pongan» cf. Mt 1,11-12; Lc 10,7-8). Este modelo es un elemento central de la escuela de vida de Jesús, que no se ha limitado a enseñar en teoría, sino que ha iniciado un movimiento de comunicación social, de solidaridad real en Galilea.
También hoy (siglo XXI) hemos de crear un pacto nuevo entre sedentarios, que serían dueños de la economía (especialmente los ricos del primer mundo), e itinerantes, que no tienen medios de subsistencia. No se trata de instaurar solo una escuela interclasista, en la que cada uno siga siendo aquello que era, sino de establecer unos caminos de con-versión (meta-noia), para todos, superando así el riesgo del mundo, que tiende a secarse en su egoísmo, a no ser que aprenda y cambie a través de esta escuela mesiánica.
Los pobres y oprimidos aparecen así como portadores privilegiados del mensaje y de la vida de Jesús, que no quiso el dominio de unos, ni la revancha de otros, sino la trasformación poderosa de todos, a partir de los más pobres, a quienes él ha convertido en maestros del Evangelio. Ciertamente, ellos no pueden imponer nada a los ricos, sino que han de empezar ofreciéndoles salud (promesa de Reino) y poniéndose en sus manos; de esa forma, ellos, los que parecían menos (hambrientos, exilados…) aportan más y aparecen como maestros del Reino (cf. Mt 11,4; Lc 7,22).
Jesús quiso crear así una escuela universal del Reino, empezando desde el viejo Israel y llamando a Doce que fueran signo del nuevo Israel mesiánico. No creó un pequeño grupo particular de pobres de Yahvé (piadosos y buenos), sino que llamó a todos los pobres, elegidos y amados de Dios, ovejas perdidas de Israel y de todo el mundo. Casi todos los grupos judíos, citados en cap. 1 (fariseos, esenios, celotas...), buscaban un resto elegido, y así podían volverse elitistas. Jesús, en cambio, quiso dirigirse a todo Israel y lo hizo vinculando dos signos: (a) Los Doce, como las tribus de Israel. (b) Lospobres-marginados, como expresión de la humanidad (todos los pueblos), en simbiosis con los sedentarios. Esta unión de los Doce y los pobres es un elemento esencial de su escuela y movimiento.
Los Doce eran el signo de un Israel que se abre (como y con los pobres) a todos los hombres. No representan una por una a las tribus, pues la memoria concreta de casi todas se había perdido, sino al conjunto de Israel, pueblo de la alianza, desde la perspectiva de los pobres, como signo de la apertura de Jesús a la totalidad del Israel mesiánico. Pero, al mismo tiempo, ellos debieron vincularse con los itinerantes/pobres, esto es con aquellos que parecen rechazados de la alianza básica del pueblo de Israel (sin tierra y propiedades).
Esta es su paradoja. Jesús actúa por un lado como heredero de las tradiciones de Israel, anunciando la restauración de las doce tribus. Por otro, él supera la estructura israelita, abriéndose a través de los pobres a todos los pueblos. Ambos signos (los Doce y los pobres) se vinculan, retomando así un elemento esencial de la tradición universalista de Israel. Otros judíos habían intentado un pacto semejante, pero solo Jesús pudo hacerlo de un modo eficaz, iniciando un camino práctico de apertura universal, sin perder la identidad israelita (los Doce). Esta ha sido, a mi juicio, la mayor aportación de la escuela mesiánica de la escuela de Jesús.
Los itinerantes/Doce fueron esenciales, pero ya en el tiempo de Jesús y de un modo especial tras la experiencia pascual, se fue elevando en la Iglesia la autoridad e influjo de los sedentarios, con sus ministerios estables de tipo más jerárquico. Este triunfo posterior de los sedentarios (con presbíteros y obispos), que culminará entre el siglo II y el III, ha sido lógico y ha hecho posible que el movimiento de Jesús se conserve y extienda, pero no puede hacernos olvidar la experiencia y tarea más honda de la Gran Escuela de Jesús, como indicaré en las páginas finales de este libro, recordando un texto clave del evangelio «Las zorras tienen cuevas, y las aves del cielo madrigueras, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,19-20).
[1] Cf. R. Aguirre, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana: ensayo de exégesis sociológica del cristianismo primitivo. VD, Estella, 1998; G. Barbaglio, Jesús, hebreo de Galilea. Investigación histórica, Sec. Trinitario, Salamanca, 2003; J. J. Bartolomé, El Evangelio y Jesús de Nazaret, CCS, Madrid, 1995; J. D. Crossan, Jesús. Vida de un campesino judío, Crítica, Barcelona, 1994; X. León-Dufour,Los evangelios y la historia de Jesús, Herder, Barcelona, 1966; D. Martínez Fresneda, Jesús de Nazaret, Instituto Teológico, Murcia, 2007; J. P. Meier, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I-IV, Verbo Divino, Estella, 1998-2009; J. A. Pagola, Jesús, aproximación histórica, PPC, Madrid, 2007; X. Pikaza, La historia de Jesús, Verbo Divino, Estella, 2013