Oración cristiana, seis riesgos (seis oportunidades)

Hablé ayer de la oración como carrera de obstáculos. Hoy destaco algunos de sus riesgos:

-- Interés económico. Sólo importa el dios-dinero, no hay Dios-oración.
-- Imposición legal. Nos dicen y mandan lo que debemos orar.
-- Fuga interior, una evasión a mundos de pura fantasía.
-- Espectáculo de masas: nos juntamos para gritar pensando que oramos.
-- Explosión carismática: Necesitamos un escape emocional...
-- Puro sentimentalismo, una emoción particular...


Es evidente que la oración (como la religión) se ha vuelto insignificante para muchos. Pero quizá su misma insignificancia actual sea un buen motivo para penetrar en ella. En ese contexto he querido destacar seis riesgos de la oración, que pueden convertirse en oportunidades, en un tiempo bueno, como el nuestro.
En la imagen una fuente... Otra imagen con libro... Finalmente, hay otra imagen con un riesgo sangrante: Unas mujeres de negro limpiando o preparando un altar para que oren de forma "celebrativa" los "buenos" varones ministros. Sigo tomando estas reflexiones de mi libro sobre La oración cristiana

Un camino de riesgos

Sobre ese campo de obstáculos que brevemente hemos querido señalar, debemos situar nuestra plegaria. Ciertamente, los obstáculos influyen de maneras diferentes: los cuatro primeros (falta de tiempo, búsqueda de seguridades, miedo, comodidad) se pueden situar dentro del mismo cristianismo y de la iglesia; el quinto, en cambio, nos conduce fuera de la iglesia, a los lugares de eso que podríamos llamar poscristianismo:

Ha “muerto” un tipo de cristianismo de tal forma que parece brotar en muchos sitios una especie de neopaganismo: Diónisos y Apolo, Hermes, Deméter y Afrodita vuelven a ser signo supremo de la vida y de la historia. Sobre el cansancio y derrota del Dios cristiano, vienen a surgir otros modelos no cristianos de plegaria.

Pues bien, aquí no podemos estudiar ese último problema (neopaganismo), aunque lo tengamos siempre al fondo de nuestras reflexiones. Tomamos como válido y viviente el modelo cristiano de plegaria y estudiamos de manera más precisa sus problemas.

En algún sentido podemos afirmar que la oración está de moda: hay muchos que pretenden cultivarla y, al hacerlo, quieren asumir la tradición cristiana, aunque introduzcan dentro de ella elementos legalistas, orientales, cúlticos, etc., que pueden diluir la identidad de esa tradición cristiana.


En esta línea quiero hablar de fascinaciones o espejismos que deforman la plegaria. Desde una perspectiva cristiana no basta con orar. Habrá que hacerlo bien, en la línea de Jesús, el Cristo. También oraba Juan Bautista, y lo hacía sin duda bien (cf. Lc 11, 1), y también oraban los paganos, con fariseos “especiales” y otros tipos farsantes religiosos (cf. Lc 18, 10; Mt 6, 5.7); sin duda, su oración tenía aspectos buenos, pero podía convertirse en un tipo de “patología” al servicio de los propios intereses. Oraban igualmente aquellos sacerdotes y soldados que mataron a Jesús (¡y el mataron sin duda porque de un modo equivocado!), y con ellos han invocado a su Dios o a sus dioses hombres y mujeres violentos, destructores, dentro de la historia.

La oración es lo más alto, el despliegue de la propia intimidad, en apertura de diálogo con Dios. Pero ella puede convertirse en una gran patología, si encierra al hombre en su egoísmo religioso, en su seguridad violenta o en su engaño. Por eso me parece conveniente resaltar algunos riesgos y problemas que presenta (o puede presentar) la oración cristiana en nuestro tiempo.

a) El primer riesgo e... ¡sólo importa el dinero!


Queremos que la oración “sirva”, nos sirva, se capitalice en forma económica, pues la única seguridad que parece ofrecer nuestro tiempo es el “dinero”. Éramos antes (o creíamos ser) seres orantes. Nuestra mayor preocupación era Dios, encontrar la forma de unión con lo divino, de manea que nuestros héroes eran San Agustín con sus Confesiones o Santa Teresa con sus Moradas o etapas de oración personal, contemplativa. Ahora podemos orar, pero nuestra preocupación principal es de otro tipo: ¡Sólo buscamos en el fondo un tipo de seguridad que da el dinero!

Por eso, aunque digamos “orar” ya no oramos, porque nuestro interés está en otra cosa: Allí donde está tu tesoro está tu corazón, dice Jesús; y nosotros (como generación económica) tenemos el corazón en el dinero. No os preocupéis, dice Jesús; que no os domine el ansia inmediata del mañana, mirad los pájaros del cielo, y los lirios del campo…, sigue diciendo Jesús. Sin ese primer des-interés (o sobre-interés) es imposible la oración cristiana.

No se trata simplemente de olvidar, sino de trascender. Ciertamente, la economía es importante, Dios mismos nos ha hecho “trabajadores”. Pero si no superamos la fascinación del dinero, si no superamos la visión de la “mamona” como único dios de nuestro tiempo no podremos orar. Por eso, la oración verdadera implica una protesta, una ruptura radical frente a un mundo del dinero convertido en absoluto.


No se trata simplemente de evadirnos, de buscar en lo interior y de dejar que otros dominen el mundo exterior del dinero, sino de superar ese nivel, descubriendo y cultivando otros valores más altos de la vida, de forma gozosa, creadora. Se trata así de protestar, de elevar nuestro gran rechazo frente a la invasión de un mundo monetarizado donde todo, desde la política a la iglesia, desde las finanzas a la vida familiar este regulado por el “pensamiento único del dinero”.

Se trata de trazar una gran “inversión” o, si se prefiere, una “mutación” intensa en el campo de los valores y de los compromisos, no para salirnos simplemente del sistema y dejar así que otros lo dominen, sino para romper por dentro este sistema monolátrico del dinero, desplegando un pensamiento más hondo de vida, en confianza, en amor a los demás… Ésta será nuestra gran revolución, el comienzo de la transformación más honda, como aquella que inició Jesús, siguiendo su camino.

Se trata de orar para superar el nivel del hombre puramente económico, en gratuidad interior, en trabajo al servicio de los demás, en superación de una estructura monetaria donde algunos dominan y la mayoría pasan hambre y muchos-muchos mueren. Orar es descubrir la brecha de muerte que ha trazado en nuestro mundo la mamona de una economía al servicio de la imposición y de la muerte. En ese sentido orar es resistir, orar es protestar, orar es iniciar un camino de recuperación humana, superando así la gran recesión de siglos en que estamos inmersos.

b) El segundo riesgo parece ser legalismo

Que te digan lo que debes rezar, cómo, cuándo y dónde, al servicio de un sistema religioso, que termina pactando con el sistema religioso. Que algunos se eleven y dicten tu diálogo con Dios, sobre todo a partir de una religión establecida, donde la jerarquía dice lo que has de hacer y cómo, no en clave de comunión de búsqueda y de vida en libertad, sino por imposición sacral, como si ella fuera un oráculo de Delfos.

Parece que algunos quieren cerrar el orden y marcha de la oración en el esquema de unas normas ya trazadas de antemano, bien fijadas, que aparecen como expresión de valor definitivo.

Muchos recuerdan con nostalgia idealizada los momentos anteriores de la historia de la iglesia en que los rezos parecían estar reglamentados en fórmulas, en tiempos, en conceptos. Dicen que ha venido después una explosión de libertad, una llamada a los valores interiores de la creatividad espontánea de todos los creyentes.


Pues bien, muchos responden con miedo y sumisión. Sienten que se mueve el suelo, se cuartean los muros de su casa y se descubren de pronto sin respuesta. Parecen incapaces de aguantar semejante situación y gritan, pidiendo que una ley les diga lo que tienen que hacer y que les asegure en la existencia. Tienen miedo y quieren que les manden lo que han de hacer, cómo orar, para obedecer y quedar tranquilos.

Esa actitud tiene un momento de lógica. La vida de oración no puede estar bajo el dictado de unos espontáneos, ni se puede pensar que el gran conjunto de los fieles pueda comportarse siempre de manera creadora. Dentro de la iglesia, la oración se ha de expresar en unos ritmos, debe generar una estructura de confianza sacral que dé sentido a la existencia.

Pero, dicho eso, debemos añadir: Resulta necesario que venzamos la fascinación del nuevo legalismo que nace del miedo a uno mismo o, mejor dicho, del miedo a la oración auténtica, un legalismo que ha terminado siendo dominante en muchos nuevos movimientos religiosos, avalados por un tipo de jerarquía católica que quiere tener las llaves y normas de la oración cristiana, según ley (¡su propia ley!).

Son muchos los que, al fondo de su vida, sienten miedo por la libertad: no son capaces de abrir los ojos y mirar de una manera personal hacia el misterio; por eso convierten la oración en legalismo, la entierran sin cesar bajo una capa repetida, quizá un poco neurótica, de rezos y plegarias prescritas por la ley. Y son muchos también los que quieren imponer por autoridad un tipo de oración, privando a los hombres y mujeres de lo más grande que tienen: Su libertad creadora (de escucha y de respuesta) ante el misterio.

Alguien puede preguntar: ¿existe un riesgo legalista? Existe, y constituye una amenaza para aquellos fieles que no dejan que les llene y les libere la palabra interior del evangelio. En ciertos lugares de la iglesia tiende a imponerse un tipo de ley de oración que está muy cerca del antiguo judaísmo: resulta más sencillo destacar el orden; estamos más seguros cuando existen siempre normas que señalan nuestra línea de conducta. En esos lugares se toma la libertad como un engaño; un error que nos separa de la iglesia de Jesús, un espejismo que nos hace caminar por siempre errantes sobre el mundo.

Son muchos los que piensan que es preferible no buscar, no arriesgarse a caminar por las vías de Dios: todo ha de encontrarse prefijado y ordenado, en un camino de obediencia que nos hace fieles (hijos) de Dios Padre, dentro de una iglesia convertida en norma de las normas. Pero Dios Padre no es “ley” y la oración no puede ser una norma fijada desde fuera, al servicio de un tipo de Iglesia que tiene miedo de la libertad.

En esa perspectiva corremos el riesgo de traducir la presencia de Dios en términos de norma: cumplimos esa norma, en gesto servicial, quizá servil, y destacamos dentro de la iglesia los aspectos, las personas, las instituciones que sólo quieren orden. En esta línea, orar es ante todo cumplir unos mandatos: se reza por hacer lo establecido, en actitud de respeto legalista, en actitud de miedo que va en contra de la gran palabra de evangelio y libertad de Cristo que resume Pablo en Gal 4, 1-7; Rom 8. Por eso debo repetir que el legalismo constituye un riesgo que amenaza con ahogar la realidad de la oración cristiana. Más allá de todos los mandatos, la oración debe llevarnos al espacio libre, de la vida como gracia.

c) El tercer riesgo sería la huida, el puro intimismo

Nos conduce hacia el lugar contrario, al encierro de cada uno en sí mismo. Es como si tuviéramos que dejar el mundo externo en manos del “diablo” del dinero. Es como si tuviéramos que obedecer en un plano material, pues las cosas son así, y hay que someterse a las jerarquías establecidas. Pero eso acontece sólo en un plano externo. En el plano interior nos evadimos, creando así una oración de exiliados.

En vez de ser un salto hacia la trascendencia y una exigencia de compromiso con la realidad para cambiarla, en plano de amor y de justicia, la oración podría convertirse en un monólogo mudo. El problema de fondo es viejo: la iglesia lo encontró en sus mismos años iniciales, reflejado en aquel tipo de espiritualidad helénica de la contemplación que, superando las cosas y figuras de este mundo, introducía a los creyentes en un plano de unión con lo absoluto (en esta línea introducimos también de alguna forma al gnosticismo).

La oración se interpretaba en clave de pura concentración, en un repliegue sin camino; se trataría de dejar los diferentes planos de la vida, los problemas de la historia, sus afectos, sus pasiones, sus amores, para dejarnos en la hondura absoluta de una intimidad donde se hallaría lo divino (que podría interpretarse de esa forma como pura nada). Por eso, el orante debe “olvidarse” de los otros, de la pasión por el Reino de Dios y su justicia.

Una tendencia semejante ha vuelto a penetrar con mucha fuerza en diferentes lugares de la iglesia, a través de las tendencias puramente intimistas de plegaria: por medio de la oración, vencemos un nivel de apariencia, superamos ciertos aspectos exteriores de la vida (sensaciones, ideas, voliciones)... pero lo hacemos sólo por evasión, para entrar en un tipo de pura calma interior donde se expresasaría en nosotros lo absoluto... un absoluto que en el fondo no es más que un espejismo de la nada, pura nada, sin nervio, sin afecto, sin pasión y si tarea.

Ciertamente, la búsqueda de interioridad es necesaria y suele resultar muy beneficiosa. Como occidentales de principios del siglo XXI nos hallamos prendidos y perdidos en los mil colores y tensiones de la tierra. Vivimos hacia fuera, ahogados en la marcha incesante de las cosas. Vivimos diluidos, volcándonos perdidos en aquello que hacemos cada día. De esa forma se destruye nuestro mismo ser humano, convirtiéndose sencillamente en un momento del inmenso y siempre repetido engranaje de la vida donde todo vuelve, a no ser que subamos de nivel (un riesgo que los orientales simbolizan por la rueda de las reencarnaciones).


Pues bien, para vencer esa actitud y superar ese peligro, resulta conveniente un baño de interioridad, y en ese plano nos ayudan los caminos de la marcha interior, de manera que penetrando en el "misterio", más allá de lo que somos-pensamos-hacemos descubramos un nivel más alto de realidad, que se expresa (¡explota!) dentro de nosotros mismos, de manera que podemos descubrir que somos más que lo que somos.

En sí misma, esa actitud no sólo es buena, sino necesaria. Necesitamos maestros de oración. También Cristo quiso aprender oración en la escuela del Bautista (Mc 1,9-11 par), y así nosotros debemos aprender de los orantes de otros tiempos y lugares, especialmente de Oriente.

Pero debemos añadir que esa búsqueda interior, ese intento de llegar hasta el vacío, no puede tomarse como un juego, una pequeña diversión para un momento. Si se entiende así, como pura diversión, es búsqueda resulta peligrosa: puede llevarnos hasta un espacio falso de tranquilidad o indiferencia interior, sin lugar el compromiso concreto de la vida, ni la apertura al Dios-persona, ni el amor a los hermanos en la tierra.

Éste no es un juego para turistas espirituales "ricos", que buscan experiencias excitantes, para acumular así "recorridos interiores", que podrían quizá hacerse también con algún tipo de excitantes..
Por eso sigo diciendo que es preciso tener mucho cuidado, como han dicho siempre los grandes maestros, desde Buda (que critico a ciertos profesionales de al oración) hasta la Cábala judía, con Juan de la Cruz, por poner unos ejemplos.

Ciertamente, una llamada interior de transparencia es muy valiosa. Pero debemos cultivarla de manera respetuosa, no para lograr resultados inmediatos (¡aprenda a "meditar" en dos semanas!), sino para dejar que nuestra existencia pueda abrirse a dimensiones superiores, donde ya no importa mi yo superficial, sino la Vida que se expresa en mi vida, en un gesto de iluminación, en actitud de escucha y de respuesta.

No se trata de buscar el vacío por el vacío, sino de abrir bien el oído, para escuchar la Voz que alienta en nuestra vida, la Palabra que nos llama y nos hace capaces de decir ¡soy el soy! sin soberbia ni evasión. Somos oyentes de la gran Voz, capaces de escuchar la Llamada de la Vida, que alienta en nosotros, siendo nuestra, pero siempre más grande que nosotros.

No se trata de negar la intimidad, sino de llegar hasta su fondo paradójico, al lugar donde ella se convierte en lugar de una Llamada, de una Voz, en apertura al Dios que habita dentro de nosotros, conforme al evangelio de Jesús, que nos abre en diálogo de amor a los hermanos, dentro de la historia.

Pues bien, es aquí donde la mística interior resulta al mismo tiempo peligrosa y fascinante.

-- Es peligrosa porque puede encerrarnos en el plano impersonal de lo absoluto, de manera que al "salir de mí" puedo romperme, desviarme, perderme... como sabían los grandes maestros de la cábala judía (lo mismo que Juan de la Cruz). Tengo que superar los niveles inmediatos de la vida, en los que "dios" es siempre un ídolo... Pero he de hacerlo con cuidado, no sea que perdiendo los arrimos que tenía me pierda en espejismos.

-- Esta vía mística es, al mismo tiempo, fascinante, como sabían los maestros de la Mercabá (de una cábala inspirada en Ez 1-3), lo mismo que lo grandes orantes orientales. Se trata de superar los "ídolos", aquello que se ve de inmediato, para que emerja en nuestros ojos interiores una visión más alga, de manera que podamos la Voz que nos hace ser, la Palabra que se expresa por amor en nuestra vida. Buena es la interioridad contemplativa, pero ella se vuelve peligrosa si no lleva, con Jesús, al Padre y al encuentro de amor liberador de los hermanos.

d) Otro riesgo es la celebración externa, convertir la oración en espectáculo de masas


En el comienzo de este riesgo hay algo bueno: orar es celebrar, bueno es juntarnos para desplegar juntos nuestro potencial de trascendencia. Pero ese gesto puede volverse negativo, si nos saca de la realidad concreta de la vida, del compromiso creador y amoroso al servicio de los demás, y nos sitúa en un nivel de “masa”, dirigida casi siempre desde fuera, en un tipo de “circo” que nos permite sentirnos dirigidos por otros, unidos a muchos, gritando juntos unas consignas de tipo pseudo-religioso. Los orígenes de este riesgo son antiguos, evidentemente precristianos.

(1) Ya latía esa pasión en los antiguos cultos de la naturaleza, allí donde, a través del rito religioso, celebrado en el centro de la tribu, los orantes cultivaban la vivencia original de lo sagrado, pero corriendo el riesgo de fundirse en la experiencia de la vida prehumana.

(2) En esta línea se movían, desde un plano diferente de cultura y realidad social, los llamados cultos del misterio, en el momento en que nacía el cristianismo: los diferentes gestos de carácter y poder sacramental, vividos en hondura apasionada, conducían al orante al círculo de vida y salvación de Dios que actúa de manera directa sobre el mundo.

(3) En ese contexto se han movido siempre los agitadores de masas…


Dejemos ya el pasado. Una pasión celebrativa está surgiendo hoy por doquier, precisamente en estos tiempos que parecen haberse convertido en poscristianos. Ella se expresa en los creyentes que, incapaces de asumir un legalismo seco y no teniendo una experiencia de mística interior, se sienten cerca de eso que podríamos llamar sacralidad del cosmos o la vida, pero sin lugar para que el hombres sea humano. Este es el lugar del nuevo sacralismo, más allá de la ley (Israel) y de la ciencia interior de los orientales (cf. 1 Cor 1, 18s). Es el lugar del neo-paganismo, de todos los que piensan, de manera más o menos consciente, que, al centrarse en la figura de Jesús y en el camino-historia de la iglesia, el cristianismo ha destruido el poder místico del cosmos, el valor-misterio de una vida que en sí misma es fascinante.

Por eso muchos vuelven a la celebración, de las maneras más diversas: a la fiesta vitalista de Diónisos, al culto de la forma puramente estética, al orden desordenado de un erotismo sin encuentro personal... Vuelven a la fiesta precristiana, rescatando carnavales y aquelarres, magias y fantasmas. O procuran suscitar un tipo de fiesta poscristiana, reflejada en el orgullo victorioso de la raza, del estado etc.


Más sobriamente, otros apelan a los gestos nuevos de comunicación y creatividad sagrada, organizando sesiones de expresión corporal, «happenings» abiertos al misterio, encuentros de vivencia y de celebración comunitaria. Estas nuevas perspectivas no parecen todavía del todo definidas, pero juzgamos evidente que, a través de ellas, se quiere introducir en la oración eso que llamo pasión celebrativa.

Como he dicho, esta “pasión” celebrativa que convoca a veces multitudes es inicialmente valiosa, pero acaba siendo fascinante en el sentido negativo y puede resultar peligrosa en la medida en que coloca al hombre en un esquema de sacralidad distada desde fuera, donde al fin puede ser lo mismo gritar “Cristo es Grande” o repetir un eslogan político, social o deportivo.

Buena es la celebración y excelente la unidad del hombre con el cosmos, pero no podemos olvidar que la persona tiene un elemento de hondura y de valor individual (de autonomía) que le vuelve de algún modo superior al cosmos. Además, su relación con Cristo, su apertura histórica y su acción liberadora no se pueden reducir a ese nivel celebrativo. Por eso, la oración ha de tener también otros aspectos de tipo personal, de pensamiento claro, de compromiso concreto por la vida y el amor de los demás.

e) Hay un riesgo de carácter carismático cercano al anterior

Está ligado a la interioridad del Espíritu de Dios, que se percibe como activo en el camino de los hombres; también se encuentra vinculado a un tipo de celebración espontánea y entusiasta donde se integran la unidad comunitaria y la vivencia individual del misterio. Siempre han existido oraciones de tipo carismático. En el mundo antiguo estaban vinculadas a los cultos entusiastas donde la presencia divina (espíritu, vida), se expresaba en el éxtasis de un grupo o el delirio espiritual de algunos orantes peculiares. Reaparece una y otra vez en el camino de la iglesia por medio de grupos de iniciados que se sienten poseídos por la fuerza del Espíritu de Dios y alumbran en los fieles la certeza de una vida que se encuentra abierta a lo divino.

Actualmente hay distintos grupos carismáticos, orantes que acentúan la presencia del Espíritu en sus celebraciones. Esta llamada de atención carismática resulta inicialmente valiosa. Vivimos en la iglesia del Espíritu, sabemos que Jesús nos ha ofrecido por su pascua el gran misterio de la vida de Dios como una vida de entusiasmo, gozo, comunión y transparencia.

Igualmente sabemos que la auténtica oración consiste en abrir nuestra existencia y colocarnos en manos del misterio: superar nuestro egoísmo, ir destruyendo nuestras resistencias y ponernos libremente ante la luz de lo divino. Por eso, nuestra vida más profunda habrá de ser por siempre carismática; un espacio abierto a la palabra de Dios, campo de su acción entre los hombres.

A pesar de eso, debemos afirmar que la oración carismática presenta un riesgo de fascinación, y así resulta peligrosa, pues puede ilusionarnos en un nivel de excitación sensible, sin llegar hasta la hondura personal de nuestra vida. Puede fascinarnos un poder de exaltación psíquica: somos débiles, mentalmente influenciables; por eso, al entregarnos colectivamente en manos de una llamada carismática corremos el riesgo de ser arrastrados por la propia emoción colectiva, perdiendo así nuestra identidad personal.

En esa línea, el mismo gesto de oración puede volverse campo abonado de evasiones: los problemas de la vida siguen donde estaban, allí siguen las urgencias, las tareas, los peligros. Pues bien, cuando me pongo en oración, olvido todo eso, me reúno con el grupo y me abandono en un proceso de emoción que es contagiosa. Quizá siento la presencia de un «espíritu» y me dejo enriquecer por su poder, gozo su fuerza. Pero ¿es este el Espíritu de Cristo? Ciertamente, al moverme en esa línea puedo realizar un tipo de oración, pero quizá he dejado la raíz del cristianismo, que es la cruz de Jesucristo; desarrollo la emoción colectiva, pero olvido mi responsabilidad, mi tarea creadora o liberadora en el camino de la historia.

El cultivo personal y comunitario de la experiencia carismática es muy importante, y tiene un momento y lugar en toda oración. Pero si se cierra en sí mismo ese elemento puede ser manipulado desde dentro o desde fuera, confundiendo al fin el Espíritu de Cristo con un tipo de culto extático del tipo que sea.

f) Quiero citar, finalmente, un riesgo de sentimentalismo

Sus formas son variadas. Cada ser humano necesita su refugio de amor, alguna forma de hogar en la que pueda desplegar su sentimiento. Ese refugio es para algunos la oración, tanto allí donde se vive a solas como allí donde se despliega en grupos de celebración litúrgica o espontánea. Hagamos una prueba: tomemos los manuales viejos, los libros y devocionarios de principios de este siglo; encontraremos pronto que todo o casi todo lo que allí aparece como oración es sentimiento, un tipo de emoción devocional que se vincula con Jesús, aunque pudiera hallarse vinculada a otras figuras o signos religiosos.

Lo que importa en este tipo de plegaria, que sigue siendo muy actual en nuestro tiempo, es el cultivo de un amor interpretado como sentimiento que se desborda a sí mismo, vinculándonos con otros, en camino compartido de esperanza. Ciertamente, sabemos por teoría que orar no es refugiarnos y vivir en un nivel imaginario. En general, nosotros, cristianos del siglo XXI, cultivamos la oración en un espacio más abierto al compromiso, a la exigencia bien concreta del amor que actúa en actitud liberadora, es decir, como experiencia de apertura a los demás, para que sean, es decir, para que vivan.. Pero debemos añadir que en muchas ocasiones confundimos también nuestra oración con el cultivo de los sentimientos; quizá hemos trasvasado la emoción antigua en odres nuevos de justicia o legalismo...; pero sospecho que en el fondo de ese cambio a veces sólo existe una emoción de sentimiento.

Ciertamente, el sentimiento es importante. Una palabra interior que no se sienta, un gesto que no llegue a emocionarme, nunca puede ser palabra o gesto de plegaria. En ese aspecto, frente a todos los racionalismos críticos, en contra de todo dogmatismo intelectual, debemos valorar en la oración el sentimiento. Pero añadimos que ha de ser un sentimiento que se arraiga en la estructura más profunda de la vida, en la actitud de entrega voluntaria a Cristo, por los otros; por eso permanece firme, aunque le falte la emoción externa, el romanticismo ilusionado de un momento.

Puede y debe haber un sentimiento en la plegaria, pero la plegaria no se cierra en la emoción sentimental. Ella se expresa, ante todo, como fe o confianza en el camino de Jesús que nos conduce al Padre, a través del evangelio. En ese camino de evangelio, convertido en oración, habrá momentos de luz clara, pero habrá también momentos de aridez en la actitud de escucha y en la entrega. Sólo quien acepta esa aridez y se mantiene firme en el momento de la prueba puede orar conforme al evangelio.
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