Palabra. La visión del Tabor, un relato novelado

Texto Mateo 17,1-9.Su rostro resplandecía como el sol
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro,a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías." Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: "Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo." Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: "Levantaos, no temáis." Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: "No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos."
Relato novelado
Sus seis discípulos, tres varones y tres mujeres, le veían retirarse cada vez más, a la soledad, para quedar en silencio con Dios, muchas horas. Un día, después de haberse despedido de los amigos de Cafarnaum, del archisinagogo con su familia y del centurión con su siervo, y del poseso de la sinagoga y de la suegra de Simón con su familia, y de la hemorroisa y de Susana… Yoshua tomó a sus compañeros y les dijo que era tiempo de dirigirse hacia Jericó y Jerusalén, para la Pascua. Pero antes quería tomar unos días de descanso y oración en la montaña:
– ¿Qué os parece el Tabor? Iba allí muchas veces cuando trabajaba en esa zona. Conozco una cabaña de pastores donde podemos resguardarnos, se la pediremos.
– Hace frío, no es tiempo de subir a la montaña
– Ya lo sé, pero en la cabaña podemos encender la lumbre. Pasaremos unos días juntos, podremos recibir el fuego de Dios.
Así subieron al Tabor, los siete solos: Yoshua con tres hombres y tres mujeres. El primer día se mantuvieron en silencio, bajo un sol que parecía anunciar ya la primavera. A la noche encendieron el fuego y cenaron también en silencio mientras las llamas les iban diciendo un secreto que a penas entendían.
A la mañana siguiente, mientras el sol se iba elevando en el oriente, trazando el arco del invierno, Yoshua se alejó un poco y quedó sobre la altura de la montaña, sólo, envuelto en la luz creciente. La primera en ver el prodigio fue Shalomé:
– ¡Se está elevando, parece que sube hacia el cielo!
– ¡Ya veo! – contestó Magdalena –. No, no sube, es el cielo el que baja. ¿No lo veis? Y hay dos a su lado, son Moisés y Elías…
– Están hablando con él – dijo la mujer de Cuza –.
También los hombres vieron y quedaron asustados… todos en silencio, un rato largo. La visión se fue haciendo cada vez más clara: Yoshua, vestido de blanco, como sol humano, irradiando claridad en la mañana, de tal forma que el mismo sol dejó de verse, quedó eclipsado por su brillo. Era como el Dios de la zarza ardiente del Monte Sinaí. La primera que lo vio fue de nuevo Shalomé:
– Es la Zarza Ardiente del Sinaí, ya lo veo… Es él, como si fuera el mismo Dios. Y están con él Moisés y Elías, vestidos también de cielo. ¡Es la gloria más alta!. ¡Es la montaña de Dios! ¿No os dáis cuenta?
– Lo vemos, lo vemos – dijeron todos –.
Y se fueron acercando, poco a poco, sigilosamentee, como si tuvieran miedo de ahuyentar la visión. Al llegar más cerca pudieron oír. Yoshua hablaba con Moisés y Elías sobre el camino de éxodo que debía realizar en Jerusalén. Se había cumplido el tiempo, debía subir a la ciudad, para proclamar la Palabra donde se llena y se cumple la Ley de Moisés y la profecía de Elías. Por eso quería preguntarles sobre el sentido y oportunidad del camino.
Estaban ya a un tiro de piedra de Yoshua, convertido en sol, y de lo dos seres celestes que le acompañaban y le respondían. Los seis se agacharon o se sentaron sobre unas piedras del suelo y siguieron contemplando y escuchando la visión, con la respiración cortada y los ojos corados de llanto.
Fue quizá un instante, fueron quizá largas horas, pero nadie se movió, nadie dijo una palabra. Era claro que Moisés y Elías animaban a Yoshua en su tarea, pidiéndole que siguiera, que subiera al templo de Jerusalén para culminar su tarea, cumpliendo de esa forma la Ley y los Profetas. Las mujeres hubieran continuado allí por mucho tiempo, contemplado emocionadas a su amor Yoshua. Pero Simón, impulsado quizá por los zebedeos, se adelantó y le dijo:
-- Maestro (que bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Y nos quedaremos aquí con vosotros, y llamaremos a todos tus amigos y seguidores de Galilea. Y subirán hasta aquí, mañana mismo, y verán que tú eres Rey, te conocerán y te aceptarán, al verte con Moisés y Elías. Ya no tendemos problemas… Muy pronto, cuando vengan todos, miles y miles de personas, podremos subir a Jerusalén, contigo así radiante, con Moisés y Elías, que han vuelto a vivir, como habían prometido las Escrituras antiguas. Y nos aceptarán todos y conquistaremos Jerusalén. Señor Yoshua, yo creo y confieso que tú eres el Cristo; ahora sé que debemos empezar aquí nuestro camino de Reino.
Yoshua no dijo nada, ni ninguno de los compañeros. Las mujeres estaban asustadas de lo que había dicho Pedro. El mismo Simón bajó los ojos, como avergonzado de sus palabras. Entonces, en medio del silencio, desde el mismo cielo antes azul, radiante primero de sol y deslumbrante después de Yoshua, fue brotando una nube que cubrió la visión y tapó a los tres seres celestes, de manera que los seis discípulos quedaron enfrentados con la nube, que les cubría por arriba y les cerraba el paso por delante. Entonces se escuchó una voz inmensa, como un trueno que salía de la nube, sin que se hubiera visto antes el rayo, como lluvia de tormenta arrasadora e inmensamente tierna:
-- Éste es mi Hijo amado; escuchadle.
El trueno hecho voz lo llenó todo, sin diluvio y sin terremoto. Era la voz de Dios que hablaba de Yoshua. No le hablaba a sola, como había hecho en el bautismo, cuando le dijo: ¡Tú eres mi Hijo amado! Entonces, Dios se había dirigido directamente a él, como Yohanan le había dicho a Shalomé. Ahora Dios hablaba para ellos, como si fuera el momento de su bautismo, de su nuevo nacimiento, bajo la nube, ante el rayo de Dios.
Shalomé comprendió que Simón seguía buscando el poder, lo mismo que había buscado en Cesarea de Felipe. Comprendió que Yoshua seguía recorriendo su camino a solas. Todos habían visto lo mismo, pero Simón (y quizá los zebedeos) lo había interpretado de forma distinta. Estaba segura de que ella, lo mismo que Magdalena y la mujer de Cuza, habían comprendido bien. Ellas sabían que Moisés y Elías habían venido para animar a Yoshua, para que hiciera su camino, para acompañarle hasta Jerusalén. Pero Simón y los zebedeos no habían entendido nada, por eso querían quedarse allí, iniciando en el Tabor la guerra santa por la conquista militar de Israel.
Ellas comprendieron que la gloria de Yoshua era su mismo camino de entrega al servicio de los demás. En ese camino se estaba revelando de Dios… Simón, en cambio, quería manipular a Yoshua para sus planes de dominio político y conquista. Por eso, cuando llegó la nube y se escuchó la voz diciendo ¡éste es mi Hijo amado, escucharle! quedó desconcertado. No quería a este Yoshua del camino de entrega y de muerte en Jerusalén, sino a otro, a un Yoshua que debía mostrarse ya, inmediatamente, aquí, sobre el Tabor o en otro lugar, de una manera victoriosa, dándoles a ellos las llaves del poder. Debía llegar el momento en que Yoshua se quitara el velo que le había cubierto hasta entonces y apareciera en su verdad, como Mesías triunfador.
Simón y los zebedeos seguían buscando la gloria y poder en el camino mesiánico de Yoshua. Pensaron que él les había llevado a la montaña, en privado, en un pequeño grupo de seis, para revelarles por fin su identidad, para indicarles su estrategia y pare iniciar con ellos su campaña, sólo con ellos, tres varones y tres mujeres, los privilegiados del Reino de Dios. Sería como en los días gloriosos de Débora y Barac, cuando los israelitas se reunieron sobre el Monte Tabor y vencieron a la gran coalición de los reyes cananeos, según cuenta el libro de los Jueces. Con aquella victoria que se gestó en el Tabor comenzó la verdadera historia de Israel en Galilea (Jc 4). Con la nueva campaña que comenzaría aquí, desde el Tabor, se iniciaría la etapa final, el gran Reino.
Pero tan pronto como Simón dijo ¡hagamos tres tiendas para la campaña! se escuchó la voz que decía: ¡Éste es mi Hijo querido, escuchadle! Y se desvaneció la visión. Y estaban de nuevo los seis, admirados, pálidos, sorprendidos, mirándose unos a otros, mientras la voz como de truena que les había hablado del Hijo de Dios se borraba y veían a Yoshua que venía a saludarles, como si nada hubiera pasado. Nadie se atrevió a preguntarle, nadie le dijo ¿qué ha pasado? Y así, sin decirse nada, entraron en la cabaña, apagaron los restos del fuego y, sin hablar más, comenzaron a descender de la montaña. Mientras bajaban, Yoshua les dijo:
- Vosotros habéis visto, pero no lo comentéis con nadie, hasta que veáis la gloria del Hijo del Hombre.
- ¿Qué gloria, Señor?
- La del Hijo del Hombre que viene y que se va a manifestar en Jerusalén.
- Pero tú ¿qué vas a hacer? ¿No eres tú el Hijo del Hombre?
- Tengo que subir a Jerusalén, como os había dicho, tengo que dar allí la vida. ¿Queréis acompañarme? Sólo después podréis ver la gloria del Hijo del Hombre.
-Pero tú no puedes morir… – empezó a decir Simón –.
- No sigas, Simón. Ya sé lo que has dicho en la montaña. Querías quedarte allí, querías hacer tres tiendas, para obligarles a permanecer a Moisés y Elías y para conquistar después la tierra con su ayuda. Querías que yo fuera un rey glorioso que te diera a ti mucha gloria, querías dominar el mundo por la espada. Simón, Simón sigues siendo el mismo ambicioso violento. Me negaste en Cesarea, no querías mi proyecto. Me has vuelto a negar el Tabor y Dios mismo ha debido proclamar su voz. ¿Le has escuchado?
- Sí
- ¿Qué ha dicho?
- Que tú eres su hijo querido, que te escuchemos.
- Yo quiero enseñaros a ser hijos de Dios, os lo vengo diciendo. ¿Queréis escucharme?